…Alzó los
codos por encima de la cabeza, desató detrás de su cuello ese lazo de mariposa
que la ataba a ese momento, quitó algo de su cabeza y se atusó el pelo, que en
ese mismo instante, recordó que tenia vida propia. Lo arrojó todo con cierto desdén,
a un cajón, a ese que todos tenemos y al que van las cosas que ya no sirven y
por un momento sintió que había sido desagradecida con su despojo, hacía apenas
cinco minutos, le habían sido de gran utilidad.


Nunca llegó
a ver el nacimiento real de una mariposa, ni tampoco vio nunca, como decía el
profesor que desplegasen sus alas en el momento de salir de aquella que había
sido su cruel cárcel, porque de no hacerlo así, morían en segundos. Eso siempre
les tocaba a otros, pero se decía : “ he contribuido a que pueda volar”
Cuando
dejaba de ver las cajas de zapatos ordenadas, en el poyete de la ventana de su
clase, sabía que todas estarían volando por algún lado y se sentía bien y
agradecida a que con sus hojas un gusano pudiese volar. A veces, en verano, las
recordaba cuando veía alguna y hasta creía que podría ser uno de aquellos
gusanos transformados, que ella alimentó con tanto afán y al mirar, a una en
concreto, la veía más bonita que cualquier otra. Pero nadie le dijo nunca, que
vivían solo unos días o algunas semanas
y ella a su edad, no sabía nada aun de la “no existencia de la existencia”,
pensaba que todos los seres eran eternos. Su mundo era simple, no como en el
que estaba ahora, lleno de problemas y se percató como los problemas habían ido
creciendo a la par de ella, como si fuesen algo que siempre estuvo pegado a su
piel.
Se dirigió a
su taquilla, la abrió y se vio reflejada en el espejo que tenían todas, se
sintió cansada, lo decían sus ojos, había sido una dura jornada. Abrió el
bolso, conectó el teléfono y miró la hora, volvió a pasar la mano por su pelo
pensando: “mi tiempo de los demás, ha terminado”.
En los
ascensores se apiñaban las personas para subir, miró las escaleras y como
siempre optó por ellas, estaban casi desiertas y sonrió al percibir el tiempo
que perdían, por subir todos hacinados hasta alguna planta. La mayoría se quedarían
en la siguiente a su espera.
Eran veintidós
escalones cada serie, llegaba a un rellano y otros veintidós, ya estaba en la
planta primera, así hasta que llegó a su destino. Llamó al timbre, esa puerta
siempre estaba cerrada, preguntaron por un telefonillo y dijo su nombre. Se
abrió, entró y cerró.
Recorrió el
largo pasillo, para empezar por donde siempre. Abría solo algunas puertas, sabía
en las que no debía entrar. Siempre se decía: solo miraré, pero nunca lo hacía.
Tenía que ver qué pasaba si entraba y cuando veía esas sonrisas, volvía a
pensar que las mariposas si eran eternas y que estaban todas allí, entre las
comisuras de los labios que le sonreían.

Recorrió
todo pasillo, abrió, salió y cerró, y de nuevo se dispuso a bajar, esta vez
hasta el final, hasta la calle, donde el bullicio era ajeno a cualquier tipo de
dolor y la mayoría, no sabían, lo frágiles que son las mariposas. Respiró
hondo, se puso las gafas de sol y se dirigió a su viejo coche, el que contenía
tantos pensamientos suyos.
Al
incorporarse a la vía, leyó: Hosp..miró el semáforo y estaba en verde.
A todo el
personal de oncología infantil.