Nicanor
realmente no es Nicanor, es Norberto, pero dije que no mencionaría su nombre,
aunque realmente da igual, él no me conoce, ni tampoco va a dar con este blog,
por el simple hecho que ya he mencionado, no me conoce, no vive en mi país y
nunca sabrá de la existencia de este escrito, porque confío en que ninguno de
los que estáis leyendo esto se lo vais a mencionar.
Para Nicanor yo soy un
punto invisible situado en el universo, donde él jamás orientaría su cabeza
para mirarlo. Allí estoy yo, en el fondo del fondo del universo, perdida entre lo
más oscuro y rozando la Teoría De Cuerdas y por eso no me conocerá nunca y
nunca se podrá molestar por lo que voy a contar y habiéndole cambiado el
nombre, así que...olvidemos el nombre de Norberto, como si nunca se hubiese
mencionado y pasaremos a llamarle Nicanor.
Nos
conocimos de una manera casual en un sitio lúdico, donde a veces se cuentan
cosas, y entre la verdad y la mentira, la osadía y el pudor vas hilando
historias.
Allí, si me preguntan mi nombre he aprendido a no decirlo y
contestar cuando insisten en saberlo, ¿yo? María como todas las mujeres.
Nicanor, es
delgado, con gafas, callado, piel clara, prudente, siempre con camisa, calvo,
educado, con gabardina, meticuloso, con zapatos oscuros, precavido, pantalón
marrón, ordenado, con un fino bigotito, sistemático, de estatura media, con una
provocadora gorra y creo que simpático. Podría seguir describiéndolo es fácil,
tiene muchas de las cualidades y algún que otro defecto que a mí me faltan, teniendo yo,
por supuesto, otras que le faltan a él. Sus gafas apoyadas a mitad de la nariz
dicen mucho de él, es también observador o no las lleva bien graduadas.
Su nombre se
debe a que nunca he oído su voz y creo que sus cualidades se asemejan a las que
puede poseer un pájaro y cuando un pájaro canta, siempre he creído que dice
entre pitido y pitido, nininiiiii, caaaa, nooor.

De todas
formas, rompo una lanza a favor de los pájaros que no cantan pero pitan. Esos
pájaros que pitan no deben preocuparse, ni ellos ni sus dueños. Con el tiempo
se verá que es un recurso que la propia naturaleza ha decidido a favor de su
línea evolutiva y acabaran hablando como los loros y que esos pitidos raros son
sus primeras palabras y balbuceos y que quizás dentro de 4.000 años podrán
decir “hola” como los loros.

Se dirigió
al pequeño mueble a modo de estantería de algo más de metro y medio que estaba
situado al lado de su mesilla de noche y tomó la piedra negra y grande como un
puño, las vendas, unas tijeras pequeñas, los guantes del mismo color que el
cinturón, la cartera y el pañuelo de tela que se afanaba en llevar en el
bolsillo derecho del pantalón, no quería pañuelos de papel, decía que no eran
elegantes. Lo puso todo encima de la cama.
Su mujer ya
no estaba en el dormitorio, lo utilizaba solamente para eso, para dormir. Allí
entre aquellas paredes, hacía mucho tiempo que no oían risas incontroladas ni
murmullos ni un “¡estate quieto Nica!” seguido de risitas pícaras. Ellos se habían
querido pero al igual que los pájaros que pitan que yo he previsto su evolución
en 4.000 años, ellos no tenían ese tiempo y lo habían hecho en 40, pero esa
evolución los había separado en direcciones distintas. El punto de inflexión
que fue el amor en su día, donde se conocieron y se amaron, había sido sólo
eso, un punto y un solo punto no puede delimitar una línea recta, así que esos
caminos se separaban hacia el infinito, y quedaba entre ellos un leve cariño y
respeto por la muda compañía que se hacían y que mantenía la total soledad en un
segundo plano.
Nicanor se
puso la gabardina de color garbanzo, guardo la piedra negra en un pequeño bolso
que solía llevar cruzado y todo lo demás en sus bolsillos. Volvió a mirarse en
el espejo de la cómoda, se acarició el bigotillo y salió al pasillo que daba al
comedor. Tomó la taza de café que ya estaba preparada dio un par de sorbos y
salió sin decir adiós como todos los días.
Fue a la
estación de metro, la misma línea de siempre durante casi toda su vida, ya no
trabajaba pero la inercia de los años que sí lo había hecho, hacía que
repitiese la misma rutina todos los días pero en lugar de ir a trabajar se iba
al parque y allí pasaba toda la mañana, observando a las palomas y los patos,
hasta que volvía a su casa y “alguien” le había preparado la comida.

Ese día iba
a ser distinto, llevaba un tiempo taciturno, decaído, calculando en silencio
los años de vida que había perdido trabajando, lo poco que había viajado y
notando que no conocía a la mujer con la que había vivido durante casi cuarenta
años. Se cambió de asiento, esperaba
impaciente la siguiente parada del metro para situarse bien.
En la
siguiente parada, se llenaría más el vagón y haría lo que llevaba años
planeando, quería saber si era cierto que detrás del cristal existía de verdad
un martillo rompecristales.
Paró el
metro y subieron más trabajadores y estudiantes, esperó a que circulase
durante unos veinte segundos, sacó la piedra se abalanzó hacia el botón rojo
que ponía “pulse el botón en caso de emergencia” y lo pulsó, acto seguido dio
un tremendo golpe con la piedra negra sobre el cristal que se suponía que tenía
que romper para acceder al martillo.
Entre gritos, todos huyeron de su lado,
salieron despavoridos lo miraban con las caras desencajadas en el mismo momento, en
el que el vagón frenó de forma ruidosa con un chirrido infernal hasta hacer que
doliesen los oído.
Giró un poco la cabeza y vio cómo iban cayendo y resbalando
unos pasajeros sobre otros, pero él seguía erguido y agarrado al asidero de uno
de los asientos. Vio el martillo y cuando fue a tomarlo con las ansias de los
años esperando ese momento, se cortó la mano derecha por varias zonas y la sangre
brotó, al verla Nicanor, casi lo hace desfallecer, pero un pensamiento tonto como
los que él solo podía tener pasó por su mente en ese momento e hizo que no se
desmayara, simplemente pensó ¡anda, mi sangre también es roja!

El joven
llegó hasta él, y le atizo un puñetazo en mitad de la cara que lo hizo sangrar,
en el momento de taparse la boca por la sangre, se vio delante de un vigilante
de seguridad que le sacaba más de cabeza y media, que lo agarró por el cuello
de la gabardina color garbanzo manchada de sangre y de un empujón lo sentó en
uno de los sitios que habían quedado libres al caer otros pasajeros, sacó las
esposas y la puso en la muñeca de Nicanor y el otro extremo lo enganchó en
una de las asas de los asientos, por la boca del agente de seguridad del metro
no dejaban de salir insultos de toda índole hacia Nicanor, pero el más gracioso
fue el de “memo”. Al oír esta palabra, el protagonista de tan absurda hazaña,
se echó a llorar. Cuando lo llevaban detenido también lloraba, al igual que lo
hacía en el coche policial.
Durante todo ese tiempo, su única preocupación era
que no se notase nada de lo que llevaba en su bolso negro, el que tenía cruzado
delante del pecho, donde guardaba la piedra negra, como un puño que ya no
estaba, ahí era donde había metido en medio de tanta confusión el “martillo
rompecristales” y aun no le había dado tiempo de examinarlo. El pobre no sabía
que en comisaría se lo iban a quitar todo.
Llamaron a
su mujer y dijo ¡Quién es!, le explicaron donde estaba su marido, ¡ah, vale!
Colgó el teléfono y se sentó tranquilamente a terminar su café. Se levantó del
asiento y fue a la cocina, fregó la taza y secándola minuciosamente giró la
cabeza hacia el gran reloj. Se preguntaba que hubiese hecho él en su lugar. Después
de un instante de duda, se dirigió al dormitorio, tomó ropa y se fue a la
ducha. No tenía prisa por ir, el día tenía veinticuatro horas, una de ellas
iría.