Se dirigía a
las escaleras del túnel, cuando una pareja alemana enseñándole un billete de
transporte, preguntó si era la vía correcta. Sí, respondió al tiempo que
sonreía. Al cabo de unos minutos, volvieron a preguntar por una parada
determinada, era su parada, y para tranquilizarlos dijo que los avisaría que se bajaba en la misma.
Ni por un
momento pudo suponer, que se iban a pegar como dos lapas. Los iba avisar,
aunque se hubiesen sentado dos lugares más alejados. Ellos la miraban y
sonreían, eso le gustaba. Le agradaba que las gentes se sintiesen alegres y esa
pareja lo estaba y lo demostraba.
Que eran
turistas se notaba y comprendió el desconcierto de los dos.
Se habrían
alejado del grupo o tendrían el día sin excursiones programadas y debían haber
decidido investigar por otros lados de la ciudad. Era buena idea. Es lo que
hacía cuando viajaba. No le gustaban los viajes con excursiones programadas, le
gustaba ir a su aire, pero para eso hay que saber que zonas de una ciudad hay
que evitar. Todas las ciudades tienen sus zonas conflictivas y es bueno saber
cuáles son, más que nada por precaución, una vez informados de estas, si
queremos conocerlas es decisión nuestra.
Reconoció en ellos, el mismo desconcierto que había sentido las primeras veces que tomó el
metro en París. No se permitía el lujo de pensar en nada más que en la parada en
la que debía bajar. Las distancias entre paradas eran demasiado
largas para confundirse. Iba leyendo los trayectos en los paneles que estaban
situados por encima de las ventanillas y que se encendían en la parada que
hacía en ese momento. Pero ese panel indicador solo se hallaba en dos ventanillas por vagón, así que, se las
tenía que ingeniar para situarse cerca de una de esas ventanas y a veces era
realmente complicado. También había probado el “método contar- paradas”, pero
se distraía con una mosca y a la segunda vez de pasarse de destino, eligió el
“método lector- paradas”.
Cuando tomaba el metro siempre pensaba en las
hormigas entrando en un enorme hormiguero. Al llegar a la parada de los Campos Elíseos,
respiraba con alivio y se apresuraba a salir, no quería pensar en se
cerrasen las puertas y quedar atrapada para ir a un destino que no había
elegido.
No le
gustaban los metros ni los ascensores, pero era lo que había. Los ascensores
los evitaba, pero el metro lo utilizaba sí o sí.
Tenía que
dejar de soñar. Eso no era París, ni iba a los Campos Elíseos o a Montmatre, ni
siquiera estaba en las escalinatas de la Basílica del Sagrado Corazón haciendo
fotos. Estaba en un metro custodiada por una pareja de alemanes jóvenes y
simpáticos que esperaban que se bajase para hacerlo ellos también.
Ambos seguirían
sus rumbos y nunca más se volveríamos a
encontrar. Había sido un punto en común de los de siempre, de esos del universo,
uno más de los muchos que tiene y hace que coincidamos con personas que nunca
volveremos a ver, pero que por un instante y en un momento determinado esas
vidas, se han necesitado para un fin, para alguna experiencia, para
cambiar en algo su y nuestra forma de ser, de pensar, de ver el mundo. En
definitiva, para que ambas partes sigan evolucionando y completando el ciclo
cósmico e infinito en el cual, las almas deben estar inmersas hasta alcanzar la
deseada perfección.
Cuando estas personas o nosotros mismos cumplimos ese
cometido, desaparecen y desaparecemos de sus vidas, dejando una marca en el
alma, un suspiro en el corazón y una sonrisa en los labios.
Sería
curioso cuestionarse si al nacer tenemos un número determinado de personas a
las que conocer, que todo esté programado por “algo” y que al ir conociendo a
todas aquellas personas que deben estar en nuestro destino, nuestro tiempo se
vaya acortando. Es un pensamiento angustioso y absurdo, pero como planteo hipotético
sirve.
Todas esas
personas conocidas fortuitamente tienen en cierta forma el poder de cambiar en
algo nuestro destino. Por ejemplo, influí en sus vidas ayudándolos a llegar a
su destino sino, hubiesen perdido el metro. Ellos influyeron en la mía, porque
en el lugar en el que me senté para que estuviesen cerca, tenía justamente enfrente
al hombre más peculiar que había encontrado en mucho tiempo.
No sé su
nombre y nunca lo sabré, aunque puedo pensar que es el de la pulsera. Quizás
también haberlo visto haya sido otra coincidencia y por más que tome ese metro día
tras día, no volvamos a coincidir y pienso esto por la lógica aplastante de que
antes nunca lo había visto.
Menudo,
delgado. Charlatán. De cabello negro, tan negro como lo más profundo del abismo
más profundo y oscuro, en una noche cerrada. Piernas cruzadas. Pantalón con
estampados étnicos, excesivamente estrechos con bolsillos de parches.
Me fijé
en el estampado del pantalón, porque ese tipo de dibujos no son nada de mi
agrado y porque era imposible no fijarse. De hecho, compré en cierta ocasión una camisa que me gustaba bastante y
el estampado era formando cuadraditos de diversos motivos y colores pasteles,
al cabo de unos meses vi que tenía como un cuadradito de unos dos centímetros
en un costado que representaba algo parecido a las motitas de un leopardo,
lince, gato montés o vaya usted a saber que animal étnico era. Seguí buscando y
ese dibujito se repetía y nunca me había fijado. Nunca más me la puse.
El
pantalón de fondo amarillo oscuro y beige, era con dibujos simulando la piel de
leopardo. Voz fuerte y potente, que no iba en consonancia con la figura
delicada y menuda que poseía. Camisa marrón claro, mangas remangadas hasta
cerca del codo, dejando ver varias pulseras color oro y un tatuaje, por más
que lo intentaba no conseguía saber que era, tenía un dibujo y unas letras.
Me
hubiese gustado poder agarrarle el brazo y leerlo. El simple hecho de ese
ridículo pensamiento hizo que me pusiese roja y dirigí la mirada al suelo del
vagón deteniendo la vista en mis pies y pensé, ¡que horribles son las sandalias
que llevo!
Piel bronceada. El peinado se resumía a una raya en medio de la
cabeza que dejaba aparecer algo menos de un centímetro de cabellos blancos y
una melena rala que caía a ambos lados de la cara hasta llegar a los hombros. Ojos
oscuros situados en unas cuencas pronunciadas, cejas negras muy pobladas. Pómulos
elevados y cara algo alargada. Las orejas iban perforadas varias veces y en
cada una llevaba una argolla. Recordaban a de los piratas que se las perforaban
cada vez que pasaban por el Cabo de Buena Esperanza o por el de Hornos. Me
quedé un momento mirándolo discretamente o al menos eso es lo que pretendía y
pensé que su vida había debido pasar varias veces por ambos Cabos.
Empecé a
tomarle cariño, aún sin conocerlo.
Llevaba, excesivas pulseras de oropeles,
incluso una gruesa tipo “esclava” con una gran placa que ponía “Manolito”. Al cuello,
una gorda cadena también dorada de la que pendía un medallón con la imagen de
un Cristo. Me miró. No aparté la vista, mi mirada no le molestaba porque me
sonrió y le correspondí de igual manera. Creo que los dos nos estábamos
estudiando y a ninguno nos molestaba, algo debía tener yo o mi atuendo que le
llamase la atención igual que él me la llamaba a mí.
Él, en
conjunto, era como si me hubiese hipnotizado.
No sé cómo
se llamaba el modelo de barba o perilla que lucía, era una tira como de un dedo
y medio de ancha de pelos blancos, que iba desde el centro del labio inferior a
la punta justa de la barbilla, nunca había visto una perilla así. Las patillas
eran anchas, largas y canosas a modo de los antiguos bandoleros, lo que le daba
el toque justo, desafiante y provocador de demonio terrenal.
Zapatos marrones
terminados en una punta increíblemente larga, calcetines claros. Correa blanca
con perforaciones a modo de ojetes en dos filas paralelas a lo largo de toda
ella. La camisa iba por dentro del estrecho pantalón. Poseía ademanes propios y
estereotipados de un artista de la farándula.
De buena
gana me hubiese puesto en el asiento libre que había a su lado, pero estaban
los alemanes sentados junto a mí y no lo creí correcto. No podía escapar. No
podía decirles que la vida de Manolito debía ser muy interesante y que de esa
vida seguramente yo tendría muchas cosas que aprender.
Podría haber
pasado horas hablando con él.
Definitivamente
ese hombre para mí, era un artista en la forma de expresarse y en sus
manifestaciones estéticas externas.
Manolito,
hablaba en voz nada baja, manteniendo el interés de todos los que estábamos
allí. Hablaba de una gala benéfica….”voy sólo por ayudar, eso no me aporta nada
económico”….decía. Irán mis hijos y mis nietos y quiero que me vean actuar y
cantar, dentro de unos diez años tendré que dejar esto definitivamente, porque ¿qué
edad cree usted que tengo? Le dijo a la mujer que estaba sentada enfrente y a
la que debía conocer, aunque fuese de vista.
En sus
mejores tiempos habría sido cantaor flamenco y tocaba la guitarra, eso no lo
dijo pero los dedos y las uñas de la mano derecha de los guitarristas, son
distintos a las de la izquierda. En la derecha, las uñas son más gruesas, más
curvas, más deformadas y sobre todo la del pulgar es característica. Y los
dedos de la mano izquierda son con terminaciones chatas o en forma de martillo,
característicos de la presión constante en las cuerdas. Por supuesto dependiendo que el
guitarrista sea diestro, en el caso de ser zurdo, es al contrario.
…………………..
En una conversación con personas a las que no
conozco mucho, hay dos tipos de preguntas que me asustan, las que empiezan por
“¿A qué no sabe….?”, y “ ¿ Qué edad me echa? "
Respecto a la primera. Sé seguro, que no voy a
saber lo que me van a preguntar o contar, básicamente por no ser una persona
muy conocida por mí, y en el hipotético caso que lo supiera o supiese iba a
decir de igual modo que no lo sabía, no iba a quitar a mi interlocutor el
disfrute de narrarme una batallita, con todo tipo de detalles y matices.
En cuanto a
la segunda. Soy muy mala para echar edades, lo mismo subo diez años que los
bajo. No, no quiero que me pongan en esa tesitura. Me fijo en aspectos muchos
más importantes de las personas que en su edad.
Mi cerebro
dejo de hacer ruido, de pensar y de divagar, él esperaba tan impaciente la
respuesta como yo. Pues tengo setenta y
tres años, ¿a que no los aparento? La mujer dijo, ¡no!, ¡que disparate!, ¿cómo
los va aparentar?, ¡y el carácter jovial que tiene! Pensé, menos mal que la
mujer no ha respondido, yo le hubiese echado mucha más edad, no porque yo
supiese si los aparentaba o no, sino por mi desconocimiento de las
profundidades de las arrugas en el cutis.
Creo que
estas preguntas las hacen para responderlas los propios interesados y esperar
que los demás digan, ¡no me digas!, ¿de verdad?, ¡jamás lo hubiese acertado!,
no los representas para nada. Pero Manolito para mí, si los representaba, e
incluso, le hubiese echado un puñadito más.
Él seguía
hablando de tiempos pasados, de galas, de amoríos…en fin, amenizó el viaje a
los seis o siete que estábamos cerca.
Los alemanes
se miraban y se reían y me desagradó mucho la idea de que lo estuviesen
haciendo de Manolito. ¿Qué derecho tenían ellos a reírse de él? ¿Se habían mirado
a un espejo y habían visto su piel roja quemada a sol de fuego lento español, los calcetines de espumilla, sus chancletas corrientes, esos pantalones cortos,
las camisetas sudadas, y esas enormes mochilas con las que iban molestando?
Prefería diez Manolitos que a dos pares
como ellos.
Les dije sin
sonreír, “vuestra parada es la próxima”. Me puse de pie y me fui a otro vagón.
Ellos se quedaron mirándome, seguro que habían entendido el porqué de mi
comportamiento. Ya no me parecían simpáticos. Llegó mi parada y bajé. Por el
rabillo del ojo vi que ellos también lo hacían por otra puerta.
Intenté ver
a Manolito, pero el brillo de los cristales en el túnel no me dejó. Miré la
hora. Era más temprano que de costumbre, estaba decidida volverlo a ver.
Seguro que
el destino al presentarnos, no nos iba a dejar a ninguno de los dos con ganas
de hablar. Y si el propio destino así lo había decidido, ya no era hora de
luchar contra él, una discreta resignación era tan válida como un corto
diálogo.