Se dio prisa,
quería llegar a la gran plaza bañada por el sol. No le gustaba que la
esperasen, según su madre era una falta de educación.
Las normas
de su madre en cuanto a la educación eran muchas, estrictas y variadas. Por
supuesto, nunca las llevó a cabo todas, ni siquiera la cuarta parte de ellas. Eso
la había convertido en la persona que era y de la que no se avergonzaba en ninguna
de sus facetas.
Aunque su madre ya no la llamase “libertaria”, sabía que lo
seguía pensando. Esa barrera entre ellas jamás desaparecería, más que nada
porque aún de mayor, le repetía que era como su abuela, por supuesto, su abuela
paterna y en realidad físicamente se parecía mucho a ella. Su padre se parecía
mucho a su madre y ella por tanto se parecía a su padre y a su abuela.
Era alta,
no tanto como lo había sido él, pero desde su altura se veía la vida nítida,
simpática y hasta con toques rosados, por eso a veces los mismos problemas que
agobiaban a los demás, ella los pasaba, volando por encima de ellos. No es que no
se preocupase, que no era eso, sino que se preocupaba a su forma. Pensaba que todo
tenía solución y se podía solucionar, todo menos la muerte y si una vez muerto,
no te enteras de nada, para que preocuparse por tonterías.
La mejor
herencia de esta rama paterna y que ella llevaba en los genes, era el carácter,
era el mismo de su abuela y su padre, ellos lo llamaban “carácter liberal”,
ella decía que era “carácter qué te importa”. “Qué te importa lo que yo haga,
yo a lo mío y tú a lo tuyo… a criticar”. Eso y la tozudez.
Era bastante
persistente y era mejor mantenerla en ese estado, porque cuando decía que
dejaba de importarle algo, nada la hacía retroceder, aunque con ello se fuese
parte de su alma.
No había heredado el rubio de la familia
materna ni los ojos grises de su abuela por parte de madre, ni tan siquiera los
tenía azules como los de su hermano, los suyos eran verdes-marrones-corrientes,
pero eran mucho mejores, en verano eran verdes oscuros y en invierno se volvían
marrones por la falta de sol y además eran mejores porque eran los suyos y
quizás ese color fuese el que le hacía ver la vida del color más bonito que
existía, el “color optimismo”.
De joven le
repetían tanto lo de “Libertaria” que no le hubiese importado que le hubiesen
cambiado el nombre ¡Ay! Pero madre no hay más que una….al menos en mi caso.
…………
Ben, era un
galgo rescatado de un refugio y con una cicatriz en el cuello, recuerdo de una
acción criminal llevada a cabo en algunos sitios. Cuando ya no sirven para
correr ni como sementales por cualquier motivo, se desprenden de ellos. Normalmente
lo hacían con las hembras viejas que ya no parían, pero no sabía por qué, esta
vez era un macho. Quizás, ya no sirviese para las carreras o su dueño apostó
mucho por él y ese fue su castigo por perder.
Lo encontraron
atado por el cuello y sólo se podía mantener un poco con las patas traseras
rozando el suelo.
¡Seres de
almas oscuras! El infierno de esas gentuzas es su propia vida, nunca tendrán
luz y así lo deseo yo ¡Por siempre!

Dijo su
nombre en voz alta, él miró, se acercó y a través de la reja olfateó el aire. Extendió
la mano y acarició la fina cabeza del animal. Pasó la mano por su cuello, notó
la cicatriz, lo miró a los ojos y pensó: “Son recuerdos de tu guerra Ben. Todos
los tenemos. Son las marcas de los guerreros. Unas cicatrices van en la piel,
otras en el alma, pero tu alma nunca la podrá tocar ya nadie”.
Ben, con su
porte majestuoso, su fino cuerpo y su rabo cortado, volvió a su lugar favorito
del universo. Seguro, que el animal no sabía que el paraíso lo iba a encontrar
al lado de unas cuantas plantas de rúcula y canónigos.
Cerró la
puerta principal, suspiró, miró al cielo y se fijó en el tráfico…parece que hoy
es más denso.
Tenía frío,
la mochila llena de bártulos natatorios no abrigaba mucho. Era temprano, aún
faltaban diez minutos y se sentó en el borde de la gran plataforma de los
eventos, donde agradeció los rayos de sol.
Antes había
sido el llamado “Quiosco de música”, donde los músicos que tocaban en fiestas y
en un fin de semana más que otro, guardaban los instrumentos y las sillas que
ponían alrededor del quiosco elevado, para que el público, escuchase cómodamente
sentado en esas sillas de tiras de maderas. Sillas que se recogían en forma de
tijeras, formando un ruido característico como en los cines de verano, cuando las
cerraban para baldear el suelo y que el albero se asentase. Eran los cines de
la “infancia mágica” y al igual que en estos cines después de la sesión,
quedaba un manto de cáscaras de pipas, de cacahuetes y restos de algún que otro
bocadillo degustado.
Lo mismo
ocurría alrededor del quiosco, mientras se deleitaban con la música seguramente
ensimismados, y las piezas de Vivaldi o de algún otro grande se mezclaban en
los sentidos, con sabor a charcutería, caramelos, chocolates o a lo que
estuviesen comiendo en ese momento y entre bocado y bocado casi seguro cerraban
los ojos. Mientras que los amantes, sentados y con las manos entrelazadas, los
abrirían más, para mirarse con ansias en los del otro e intentar ver si en sus
almas también existía música.

Sentada en
el borde de la gran plataforma, vi al hombre que espía, mirarme y no le di
importancia. Él siempre estaba en la gran plaza, con las manos en la espalda y
mirando a todas las mujeres. Era un mirón inofensivo, pero a mí me molestaba
que me mirase y a veces, si estabas mucho tiempo esperando a alguien, se
acercaba demasiado y decir demasiado, es decir, unos tres o cuatro metros, pero
poniendo cara de enfado subido y mirándolo fijamente a los ojos, se alejaba a
pasos más rápido que con los que se había aproximado.
Vi venir a
la persona que esperaba y sentí alivio, cinco minutos en el sol para mí son
muchos, no aguanto mucho más.
Era viernes. Llegamos al bar donde solemos
tomar un largo café, no por la cantidad sino por el tiempo que empleamos. Allí
nos ponemos al día de muchas cosas y hablamos de todo lo divino y lo humano, lo
que es y lo que no es, en fin, en esa pequeña mesa arreglamos el mundo y cuando
nos vamos a nadar, sentimos que el mundo es más amable por el arreglo que le
hemos hecho delante de un taza de café y un vaso de agua.

Era mayor.
Con unos increíbles ojos azules que no reflejaban el mar, eran el propio mar. En
su juventud esos ojos debieron ser la envidia de muchas mujeres y el deseo de
no menos hombres.
Estatura
baja. Bastón con empuñadura plateada con la cabeza de un león, que acoplaba
perfectamente dentro de su puño cerrado, lo que inducía a pensar que era viuda, no por el bastón sino por estar sola.
La edad y ese "estar sola desayunando" lo corroboraban. Ese debió ser el bastón
de su marido. Cabello canoso peinado hacia atrás y recogido en un moño que le
daba un porte digno de experiencia y sabiduría. Cara agraciada. Sin maquillar.
Se notaba que había poseído una piel estupenda de poro cerrado, aún a su edad
no poseía arrugas de surcos profundos. Eso suele ocurrir en las pieles que han
sido grasas, la propia grasa les sirve de nutrientes, aunque las pieles grasas tienen
el poro más dilatado. Mejillas sonrosadas, cejas arqueadas pero no en demasía.
Voz amable y carácter educado. Después en el trascurso de la conversación, me
di cuenta que había sido de clase media-alta. Camisa de manga francesa rosa
palo claro, rebeca beige echada por lo hombros, falda plisada gris medio,
medias claras y zapatos cómodos y adecuados a su edad. Como único adorno
llevaba un fino collar de diminutas perlas blancas y unos pendientes también de perlas,
por el oriente de estas, debían ser buenas.

Estuvo un
rato hablando con nosotras, le ofrecimos asiento y aceptó. Al rato, llegó un hombre que abrió los brazos al tiempo que decía: ¡Doña Mercedes,
cuánto tiempo sin verla! Por eso supe su nombre. Ella se puso de pie y sin
saber por qué, yo lo hice también. Se volvió a disculpar por haber entrado en
la conversación, dijimos que había sido un placer y se sentó es su mesa.
Cuando volví
a sentarme me llegó a los pies un balón y sin pensar le di una patadita y lo
devolví a su dueño, lo recogieron unos deportes blancos. Era Samuel.
Samuel, era
el mulato más guapo que había visto yo en mucho tiempo. Su piel marrón, sus
enorme ojos, su cabello rizado y su sonrisa, hubiesen enamorado a cualquier
mujer, a cualquier mujer que hubiese tenido doce años.

Dije, ¡vaya!,
portero. La próxima vez que te vea me vas a firmar un autógrafo, lo que
propició que su cara se iluminase y se produjese una amplia sonrisa haciéndolo aún
más guapo.
Recogió el
balón se volvió a doña Mercedes y dijo: “abuela tengo hambre”. Entra y pide tu
desayuno, contestó la mujer.
Nos
despedimos, se hacía tarde. Pero me alejé con la sensación de que aquella mujer
de ojos de mar y sonrisa esculpida, había debido tener una vida muy
interesante.