El día había
amanecido perfecto. El cielo estaba oscuro, presagiaba lluvia. Hacía dos semanas
que esperaba un sábado como ese. Su única finalidad era hacer fotos en el gran
parque con nombre de mujer.
Dejó en el
suelo la cestilla de mimbre con los seis limones que acababa de recoger y se
olió las manos a la vez que cerraba los ojos.
Creía que era el olor más
maravilloso que existía en su escala de olores maravillosos, que por supuesto era
una escala muy personal. Por ejemplo, uno de los olores que no soportaba era el
olor de una conocida marca de colonias de bebés. Cuando sus hijos eran bebés
utilizaba para ellos colonias de olores cítricos, eran olores frescos no
dulzones, pensaba que estos olores desarrollaban la creatividad, seguramente no
estaba en lo cierto, pero le gustaban y realmente habían salido los dos
bastantes creativos.

Había un olor que no le gustaba
demasiado era el de vainilla, ese olor pensaba que estaba sobrevalorado. Se utilizaba
tanto en cosmética junto con el olor a coco, que la industria los había
rebajado a olores comunes, les había quitado la exquisitez y la exclusividad de
la rareza.
Metió la
cámara con todas sus cosas en la mochila blanca. Se preguntó, cuántos viajes habría hecho esa mochila, cuántos kilómetros tendría encima si los hubiese hecho
andando.
Tarjeta,
pilas, y cuatro cosas más en el centro, en el bolsillo grande. Gafas y botella
de agua, en otro lateral; teléfono, tarjetas de transportes y algo de dinero en
otro, y un pañuelo de cuello en el del centro junto con la cámara. También
llevaba un paraguas pequeño, demasiado pequeño pudo comprobar.
El agua, que
sabía que a ella, le gustaba ver el cielo llorar y quejarse como a cualquier
mortal, se dejó caer sin ningún tipo de pudor manifestándose con toda su
voluptuosidad para que ella, y todos los que adoraban la lluvia, la disfrutasen.
Llevaba unos días decaída, la lluvia se debió enterar y quiso alegrarle el día
de la mejor manera que lo sabía hacer, que era lloviendo a mares. Era la forma
de llorar el cielo, lo que no quería que la mujer llorase.
Iría andando
hasta la Plaza Nueva, allí tomaría el metro y se bajaría en la calle San
Fernando en la parada de la Universidad y de allí iría echando un paseo hasta
el parque.
Se bajó del
transporte y vio al interventor.
El llamado
interventor, es un joven de más o menos unos veintitrés años.
Le llamo
interventor, porque no sé cuál es su nombre, y en una ocasión lo confundí en el
metro, cuando se acercó y le entregué la tarjeta de control de entrada, cuando
en realidad lo que él quería era sentarse al lado, en un asiento libre.
Estatura
media alta, delgado, con la raya del pelo al lado derecho (no sé….. creo que es
de derechas, lo digo por la raya, la ideología política del joven no me
interesa), moreno, cabello abundante, brillante y engominado, para que el tupé
quedase fijo en su sitio ( en el sitio donde los tupés tienen que quedar fijo,
es decir como si llevase un puño cerrado en el comienzo de la raíz de los
cabellos que están por encima de la frente….se entiende, vamos, lo que se dice
un tupé corriente y moliente, de toda la vida de Dios). Nariz aguileña, ojos de
halcón, pequeños y algo más junto de lo normal, yo diría que tenía mirada aguda
y escrutadora, barbilla puntiaguda. Piel extremadamente blanca y ojos
grisáceos, cejas muy pobladas y abundantes, algo cejijunto. Barba de pelo duro,
pero muy rasurado, lo que no dejaba de darle el aspecto de una barba de dos
días, por lo cerrada que la tenía. Gafas redondeadas pero no del todo, más bien
eran ovaladas color oro. Traje azul, camisa blanca, zapatos negros, cinturón
negro, corbata negra. El traje era dos tallas más pequeñas que el cuerpo del
joven, le estaba pequeño, pero después explicaré por qué, todo tiene
explicación.
Los bajos de
los pantalones le llegaban algo más alto que el borde de los zapatos por detrás,
dejando ver casi un dedo en horizontal de unos calcetines de algodón blanco al
igual que las mangas de la chaqueta dejaban ver un buen trozo de camisa.
No
sonríe y siempre lleva una especie de funda de carpeta bajo el brazo. En el
bolsillo superior de la chaqueta lleva un bolígrafo de una famosa marca que
comienza por “B” y tiene una canción publicitaria muy pegadiza. Este es de
punta normal.
Cuando lo miré pensé que iba vestido de novio de los años
setentas.
Anda a
zancadas con los brazos ligeramente separados del cuerpo y un poco inclinados
hacia delante, los hombros algo alzados, como si quisiese impulsarse con ellos
y salir volando de un mundo en el que no quiere estar. Un mundo que a su edad
no le ha puesto las cosas fáciles para poder soñar.
Llueve
mucho. Vuelvo a mi casa. Dejo las fotos para otro día y os cuento mi encuentro
con el interventor.
……….
Fue un día
cualquiera, de una semana cualquiera, del año pasado. Quedé con mi hijo en la
estación, la idea era volver juntos y tomar el mismo metro, es un trayecto
corto, pero cada vez que podemos lo hacemos juntos. No es a
menudo, tienen que coincidir horarios y vueltas, pero a veces es posible.
No
llegaba….no llegaba iba justa de tiempo, iba casi corriendo y me dirigí a toda
prisa a la estación. Confiaba en que los conductores supiesen leer bien los
stop y los intrincados pasos de cebras, que hay en la inmensa plaza surcada
también, por autobuses y que los ciclistas parasen en sus pasos no permitidos.
A veces pasar por ahí es complicado, se me asemeja a una gran red de
carreteras, pero con autobuses, semáforos, stop, cambios de sentidos, pasos de
cebra y cómo no, redes de caminos para ciclistas. Si vas con tiempo, es fácil,
todo está señalizado, sólo hay que limitarse a seguir los semáforos, mirar los
pasos de cebra, tener cuidado con los ciclistas e intentar no pasar cerca de
las paradas de buses, incluyendo el que te lleva al aeropuerto, simplemente
porque son más grandes que tú y si atropellas a pie a un autobús no le pasa
nada al bus, si es al revés es una catástrofe irreparable. Pero, si vas con
prisas es mejor cerrar los ojos y confiar en que los demás ese día tengan todos
sus sentidos alerta, y ese día, con miedo, tuve que confiar en los demás o no
llegaba.
Baje las
escaleras mecánicas casi a saltitos como los gorriones y llegué al túnel, vi a
mi hijo, que había conseguido un asiento en uno de los bancos en el andén, me
acerqué, se levantó para darme un beso y me ofreció el asiento que lo había
tomado para mí. Y allí justamente a mi lado estaba el interventor, rozando
chaqueta gris oscura de imitación a cuero, la mía, con chaqueta de traje azul,
el de él.
¡Hola! Dije
al sentarme, mirándolo ¡Hola! contestó.
Fue sentarme
y levantarme del asiento, llegaba el metro. Subimos y nos sentamos y el
interventor quedó frente a mí.
Tenía
interés en saber que llevaba en la carpetilla, era pura curiosidad, el joven en
sí mismo me producía una gran curiosidad. Sabía que detrás de ese traje pequeño
y esa carpeta debía haber algo interesante.
Al fondo vi
a dos chicas que se tomaban de la mano y se besaban ¡Qué bonito es el amor!,
pensé. Volví a mirar la carpetilla a ver si podía ver algo por algún extremo de
ella.
Un poco más
cerca, en los asientos que van pegado a lo largo de dos ventanilla, se sentó
una pareja y acto seguido sacaron los móviles y comenzaron con los pulgares a
escribir con una velocidad que ya la querría yo con este teclado y os aseguro
que a veces, cuando la fluidez mental es más fuerte hasta he creído ver salir
humo de él.
Volví a mirar al interventor y sin saber por
qué, mi boca pronunció unas palabras. Fue un recorrido rápido. Salió
directamente del corazón a la boca, sin seguir el circuito de la razón lógica. Fue un impulso en toda
regla, de esos que si las cosas salen bien los bendices y te sientes orgullosa
de tenerlos o de los otros, que si todo sale mal y metes la pata te arrepientes
y te sientes mal, por no haberlo podido controlar. Así que, llevada de la mano
de ese impulso y la curiosidad, dije sin pensar y dirigiéndome a él ¿Y usted
que estudia?
La pareja
que no dejaban descansar sus pulgares, seguían mirando los teléfonos, pero él
dio un leve toque con su rodilla en la rodilla de ella y le dijo: “cari, la
siguiente”. Eran “caris” el uno del otro.
En otra época, no hace mucho, los
“caris” no miraban tanto los móviles y en una curva del metro, del bus, o un
vaivén tonto, un “cari” se echaba un poco en el brazo del otro y lo rozaba,
como sin querer, era una especie de juego ciego que iba diciendo…”cari” que estoy
aquí y siempre lo estaré. Pero ahora los “caris” eran más despegados, más
independientes, como si no se diesen cuenta que el amor siempre es amor, por
mucho que evolucione la sociedad y que siempre nos gusta que nuestros “caris”
nos demuestren lo muy “caris” que somos de ellos. Y es que…. Los románticos no tenemos
solución, somos como los viejos roqueros, que nunca moriremos.

Me puse roja
( pensaba, eres tonta, a ti quién te manda preguntar nada, que te importa lo
que hace, a qué se dedica y por qué lleva una carpeta, un traje pequeño y un
bolígrafo para ser utilizado como un arma letal). No sabía para dónde mirar,
pero él dijo. No estudio, yo predico.
¡Ah!, pero cómo se iba a quedar la
conversación ahí. Era predicador, ¿de qué?, ¿qué podía predicar un joven de esa
edad? Y usted, dijo. Yo no predico, yo trabajo. Dije yo, para relajar la
tensión de mi pregunta y para que el joven sonriese, pero ni el joven, ni mi
hijo hicieron el favor de sonreír.
¿Cree usted
en Dios?, me preguntó. Entonces mentalmente le hice una pregunta que yo misma
respondí. Me dije, preguntándole al joven, ¿sabes contar?....pues no cuentes
conmigo.
El concepto
de Dios es muy amplio, me inclino más por la ciencia, digamos que soy escéptica.
Miraba a mi hijo de reojo, a ver si se pronunciaba en algo, me daba igual lo
que dijese, yo quería que hablase y se desviase el tema, pero no fue así. Lo vi
con una leve sonrisita, que decía, “ahí tienes tu pregunta”.
Me tragué
una charla sobre la existencia de Dios de diez minutos, el tiempo se agotaba y
yo quería datos. Ese traje, por qué era tan pequeño, no sabía cómo me iba a
enterar y se me ocurrió decirle ¿y tiene usted más hermanos? Sí, somos seis, yo
predico por las tardes y por las mañanas ayudo a mi padre en la frutería y mi
hermano lo hace por la mañana. Mis hermanas, tengo dos, ellas no
predican, están en el colegio, pero mi madre sí lo hace por las mañanas, con
sus amigas de la congregación.
Me faltaba saber algo más, si eran seis, dos
predicaban, dos chicas en el colegio y los otros dos, ¿a qué se dedicarían? Ya
no pregunté por ellos, no sabía a dónde me iba a derivar la conversación.
Hablaba tan
serio, de temas tan serios, siendo tan joven, que me sorprendí.
No solo habló
de la existencia de Dios. Cada cual tiene sus creencias, era la seriedad con la
que hablada de la familia, la frutería, sus hermanas, su madre y la
congregación. Ese joven estaba agobiado.
Yo lo escuchaba muda. Le dije sin
palabras, eres joven, tienes más o menos la edad de mi hijo, ¿cuándo vas a ser
libre?
Llegados a
este punto deduje que el traje lo utilizaban los dos hermanos y éste sería más
alto, por eso le quedaba pequeño. Pero la verdad es que estaba tan mareada, de
la fluida verborrea del joven explicándome la existencia de Dios, que ya me
daba igual por qué le quedaba pequeño el traje, sólo quería llegar a mi
destino.
Abrió la
carpeta y me dio un folleto.
Folleto que
no tiré y que conservo en uno de los cajones derechos de esta mesa donde estoy
escribiendo, no lo he leído, él me dijo lo que tenía escrito.
Miré a mi
hijo y me mostró la más amplia de sus sonrisas.
Yo pensé en
el joven, y deseé que la vida sólo le trajese cosas buenas, felicidad, libertad
y una larga estancia en ella.
Entonces
recordé algo que no debo olvidar nunca, pero que sin querer lo hago.
El trayecto
más largo, es el que va del corazón a la razón, es tan largo que a veces el
corazón se pierde y nunca llega a la razón.
El más corto
es el que nos lleva del corazón al alma, es el más corto que conozco,
está a la infinitésima distancia de un pensamiento.
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