A veces los
conocidos, de los conocidos, de nuestros amigos, nos pueden llegar a poner en
un verdadero apuro.
Personalmente,
me acoplo a lo que hay sin más tonterías y
si un día voy a un lugar invitada y
me ofrecen algo que no me gusta, siempre intento probarlo, pero, si mi paladar
no lo sabe apreciar, la excusa va seguida del primer elogio que le haga a dicho
manjar. Por ejemplo, está buenísimo pero no estoy acostumbrada a tantas especias,
tanta azúcar o tanto pique. Que a mí no me guste, no quiere decir en ningún
momento que no esté delicioso, y si me hubiese criado en esa cultura, quizás
fuese uno de mis platos preferidos.
Llegó el
gran día en el cual esos conocidos, de unos amigos, de unos amigos míos,
sabiendo que había ido a visitarlos, decidieron hacer el último día una cena.
Hacía tiempo que sentían cierta curiosidad en el conocimiento de mi persona, y
yo como persona curiosa, la tenía por conocerlos a ellos, quizá por las rarezas
que me habían contando de esa familia y que se alejaba mucho de mi mundo
habitual. Y con mucho gusto acepté, esa cena-reto.
Sabía que
los ojos estarían clavados en mi, éramos cuatro mujeres y seis hombre.
Habían dos
varones solteros, cuyas madres, en la época moza de estos, no los pudieron
colocar con las hijas de ninguna de sus conocidas y este comentario al entrar por
mis oídos y ser procesado en mi cerebro, empezó a crearme cierta curiosidad.
Me parecía
extraño, intentar colocar a un hijo con alguien para el resto de la vida, y me
pregunté, ¿y el amor?, rápidamente recordé que eran personas de una posición
muy bien acomodada en esa sociedad y que el amor siempre era algo que quedaba
en un segundo plano. Sería impensable, descender un peldaño por amor, como si en
la vida diaria no contasen los besos y abrazos de verdad y se pudiesen pagar
con dinero o posesiones. Pero en fin, “cada uno es como es, cada quien es cada
cual y baja las escaleras como quiere” como canta Joan Manuel Serrat. Pero
creo, que si las escaleras las bajamos con amor o al menos con ilusión, el
recorrido será mucho más agradable porque podremos llevar a alguien de la mano
y si un escalón es más alto que otro, esa mano nos sostendrá o seremos nosotros,
la que tengamos que sostenerla, pero serán dos manos.
Volviendo a
lo anterior, uno de estos varones bastante maduros, sabía hacer una especialidad
culinaria, cuyo secreto había permanecido en su familia desde siempre. El
nombre de dicho manjar era “Tarte aux prunes à la crème sure”, rápidamente me
imaginé una tarta de ciruelas y pensé: debe estar buena, pero él, la había
mejorado con “glace vanille”, que no es otra cosa que helado de vainilla.
Algo que me
llamó la atención, fue el esquema horario que este hombre hizo para la presentación
de la tarta, primero irían las bebidas, ensaladas, platos fuerte, quesos y por
fin su tarta y planificó el tiempo de la cena. Esta preparación, era porque
dicha tarta había que comerla muy caliente, no sabía por qué, pero estaba a
punto de descubrirlo solo dos días después.
Como buena
invitada, decidí que lo mejor sería llevar dos botellas de vino y un detalle para
su señora madre, así que, el día anterior por la tarde me fui a buscarlas.
Entre las
cosas que desconozco que son muchísimas, y cada día, con lo poco que evolución son
más, está la de elegir un vino. No entiendo nada de vinos ni de maridajes con
las comidas y pido disculpas a los etnólogos y catadores por mi falta de
conocimiento, pero esto es otra de las cosas que en mí, ya no tienen remedio.
Oí decir que los anfitriones comían mucho pato, pues pensé que el vino rojo
seria el adecuado. Mi conocimiento llega a saber que las carnes van con el
rojo, o al menos eso creo. De todas formas éramos más y seguro que llevarían
vinos de todos los colores.
Dentro del
comercio me dirigí a los vinos y me paré en los más caros, siempre pienso que
un vino caro debe ser bueno a la fuerza, tome dos botellas, no de las más
caras, pero eran tan bonitas que me cautivaron. Tenían una altura, que creí excesiva
y el cuello de la botella, llevaba el grabado de un pato, así que me dije, si lleva
un pato.. será vino para comer con la carne de pato y sin más las compré. A la
madre la obsequié con un bouquet de flores, que después de ver, el día de la
comida, el inmenso jardín que tenían me pareció una tontería mi elección.
Intenté
arreglarme lo más que pude. Vestido, por supuesto, zapatos de tacón, cabello
arreglado, es decir lo que llamamos las mujeres, repaso de “chapa y pintura”,
que después de un día duro pateando la parte de la Suiza alemana, me costó un
verdadero esfuerzo, montarme en unos tacones, pero lo conseguí. No debía
olvidar llevarme mi sonrisa, cosa que no me costó trabajo porque intento
llevarla siempre puesta y veo las cosas de otro color.
Llegamos a
la casa, que más que una casa era una especie de mansión, donde yo, seguro,
estando unas horas sola me hubiese perdido sin encontrar la salida en mucho
tiempo.
Después de
los tres besos reglamentarios a los que nos encontramos allí, y de mantener
unas palabras amables con la señora de la casa, nos invitaron a todos a pasar
al salón. Desde ese momento se ha quedado en mi mente bien definido el concepto
de salón, saloncito, sala de estar y salita. Una mesa espectacular muy bien
preparada y llena de botellas raras, donde las dos botellas con los grabados de
pato iban a quedar inmersas en el lujo. Había muchas copas, cada una para algo
distinto. Bueno, pensé, como yo no tengo que servir nada ya sabrán ellos lo que va en cada una.
Allí la tradición
es, no tomar nada de alcohol frio, todo a temperatura ambiente, parece ser, que
es como hay que beber, pero a mí que me lo den todo frio.
El hacedor
de la tarta era un hombre alto, corpulento, canoso, con barba abundante y una
tez clara como sus ojos, era muy amable, lo único que él quería era que nos sintiésemos cómodos, pero
yo, ante tanto lujo y grandeza, olvidé llevarme la comodidad. No sé por qué
pensaba en Papá Noel, cuando el hombre me hablaba.
Empezaron a
servir vinos y licores de yerbas con los aperitivos, intentaba ver la graduación
de los vinos discretamente, pues a pesar de que no acostumbro a beber, quería
probar algunos y creí que con los aperitivos mi estomago lo soportaría, pero
los aperitivos eran, olivas, tomates enanos, ajos pelados y pistachos, y en los
pistachos vi mi salvación.
La dueña de
la casa, también hacia su propio licor de ciruelas y yo había tenido el honor
de ser sentada a su lado. Era agradable hablar con ella, aunque su francés-alemán
era muy difícil de entender, fue ella quien me sirvió en una copa pequeñísima
el licor que ella misma fabricaba y viendo como miraba, los pistachos, me preguntó
que si los comía en mi país y dije: si, los tomo muchos. Me acercó un pequeño
cuenco, algo que agradecí, no podía beber con el estomago vacio. La mujer se
quedó esperando a que levantase la copa de la mesa y ella hizo lo mismo
diciendo algo que no entendí pero que leí en sus ojos que era algo bueno y
agradable sobre mí, me hizo un ademán para que lo probase y dije que los demás
no habían brindado, se río y dijo: pero nosotras si, así que bebí un pequeño
sorbo de un liquido rojo intenso, espeso y acido y cuya concentración de
alcohol jamás sabré, porque era artesanal, pero tenía alcohol y mucho.
No me
hubiese gustado estar al lado de ella, me hubiese gustado integrarme en el
grupo, pero se conoce que le caí simpática a la mujer y cualquier intento de integración
por mi parte en la conversación de los demás, lo cortaba ella con alguna
pregunta referente a mi o empezaba a contarme algo sobre la historia de la casa
que yo no entendía. Lo que si supe, es que su marido era alemán, que era viuda desde
hacía diez años. Señaló una pequeña mesita que había cerca, con una foto de su
marido, así comprendí, porqué me recordaba el hijo a Papá Noel, el hombre de la
foto iba vestido de tirolés y tenía un gran parecido con el repartidor de los
regalos navideños. Parecido que había heredado su hijo. Comentó que a ella le
gustaba cuidar el jardín de atrás, en el que solo tenían ciruelos, algunos
manzanos y varios perales.
La cena
continuó, era un ambiente agradable, pero me sentía acaparada por la señora.
El plato
fuerte era pato asado y una inmensa fuente de verduras, no dije que no tomaba
carne y me serví bastante verdura, la mujer que se dio cuenta, me preguntó y
dije que no tomaba carne, ella quería que me preparasen algo, a lo que no accedí,
la verdura estaba muy buena y todo estaba bien. Me sirvió otra copita de jarabe
de ciruelas, este detalle, no me desagradó, así evitaba tomar vino. Los demás
me miraban y sé que en su interior se reían, ellos me conocen y saben que me
gusta la participación en un grupo, pero lo que no sabían era lo que yo estaba
disfrutando con esa señora. Era una persona muy interesante, con una vida llena
de sucesos que ella disfrutaba contándome y pasé de sentirme acaparada a
sentirme apreciada por ella.
Se acabaron
los quesos y llegó la tarta, que era en un principio el motivo de nuestra reunión.
Era enorme,
no sé en qué tipo de horno se puede hacer una tarta tan grande, en el mío no
cabe ni la mitad, ocupando todo el espacio. La sirvieron, y encima pusieron una
bola de helado de vainilla que rápidamente se derritió encima de la tarta, el
plato iba acompañado de una pequeña cucharilla. Nos dispusimos a comerla, después
de hacerle los honores al cocinero y él humildemente dijo: rápido que se
enfría.
Al clavar la
cucharilla en mi trozo, noté que estaba demasiado hecho el hojaldre y me
costaba trabajo sepárala, así que, como había un trozo de la pasta algo
chamuscado que sobresalía por un extremo, empecé a utilizarlo de separador ayudándome
de la cucharilla.
Era muy
acida, debía ser la crema agria y por Dios que no me la podía comer, pero tenía
que hacerlo. Con buena cara, fui mordiendo poco a poco el trozo que utilizaba
para separar, racionándolo para que no se terminase y me ayudase a aliviar la
acidez en la boca, si ese trozo se terminaba, tendría que tomar la tarta con
mis propias manos, algo que sería inusual en esos aposentos. La minúscula
cucharilla no servía de nada, al final pensé que era de adorno. Notaba como a
cada bocado me miraba alguien y yo sonreía, pero ese sabor tan…tan especial, lo
recordará siempre mi cerebro.
Imaginé a
los ancestros del Medioevo de la familia, en una inmensa cocina de algún
castillo a orillas del Rhin haciendo tartas a diestro y siniestro hasta dar con
la receta exacta que yo había tenido el honor esa noche de probar.
Pero en un
descuido de mis pensamientos y por aliviar la acidez de tan delicioso manjar,
terminé el trozo de tarta quemado que me servía de ayuda para separar el resto,
así que me vi con un plato casi lleno de algo que no me gustaba y que además no
sabía cómo me lo iba a comer y que me lo tenía que comer fuese como fuese.
Por un
momento creí que si hubiese llevado ese plato unas pequeñas bengalitas de
fiesta, hubiese sido un bosque de otoño con un rio desbordante de vainilla.
Comencé a
hablar más con la anfitriona, pensando que la vainilla al final acabaría
poniendo la masa más blanda y podría separar la tarta con la diminuta cuchara,
pero esto no ocurría, el hojaldre estaba hecho a conciencia.
La mujer me
indicó si quería mas licor y acepté, todo era válido para olvidar el sabor del
plato estrella, éramos las dos únicas personas que tomábamos ese licor. Una
amiga me dijo muy discretamente, “ten cuidado es muy fuerte” y yo reí, pero reí
con ganas inusuales, estaba desesperada ante la situación. El licor, la señora,
la casa, la tarta, pero ¿quién me obligaba a mí a estar ahí?, además los
zapatos me molestaban, sentía la necesidad de apoyar los pies en un sitio plano.
De buena gana me hubiese puesto de pie, hubiese dado las gracias por todo y me
hubiese ido, pero recordé que no sabía por donde había entrado. Hice lo que creí
oportuno, tenía que terminar ese trozo como fuese, era como un trabajo duro que
hay que realizar y al final de tanto esfuerzo te sientes bien por haberlo
dominado y haber podido tu más que las dificultades. Tomé un cuchillo que desde
un principio no sabía para que era, y utilizando la cucharilla enana de tenedor
comencé a cortas la tarta y a pasar el trago lo más rápidamente posible
acompañando cada trozo con un sorbo del licor rojo espeso.
Sentí que me
miraron, pero vi como algunos comenzaron a hacer lo mismo. Creo que todos esperábamos
al valiente de turno que se atreviese y en esta ocasión fui yo. Controlé bien
cada bocado con cada sorbo de la copa y por fin terminé.
No creo que
vuelva a tomar ciruelas en mucho tiempo.
Después de
una corta sobremesa, basada toda la conversación acerca de la tarta y loas al
autor, creí que era la hora justa de la despedida y separé un poco la silla levantándome
lentamente y los otros hicieron lo mismo. No sé si estuvo bien, pero fue un
impulso y una vez separada la silla de la mesa, lo único que podía hacer era
levantarme. La señora se levantó y me dio los tres besos correspondientes,
diciendo varias palabras de elogio que agradecí enormemente y prometiéndole que
si el año próximo vuelvo, iré a visitarla y tomaremos té o café, la mujer pasó
suavemente su mano huesa por mi brazo a la vez que asentía con la cabeza y se le
escapaba una sonrisa por la comisura de los labios.
Cuando me
puse de pie noté que realmente el licor tenía mucho alcohol. Con pasos lentos y
acompasados, nos dirigimos a la puerta, al ver la salida certifiqué que no
hubiese salido de ese lugar sola en mi vida.
De camino al
coche, me iban preguntando que había hablado con ella, que la señora tenía fama
de poco habladora y por que sonreía tanto la dama, dije que hablábamos de las
ciruelas y de la Navidad.
Me quité los
zapatos, el frío en los pies me recordó que mi mundo es otro.
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