Me arreglé
temprano, primero había que ir al puerto y por la tarde a la procesión, lo
tenía que hacer por mis amigas y por mí, quieren todos los años que las
acompañe y yo lo hago con gusto. Es la fiesta de los pescadores, de los hombres
de agua como lo era mi abuelo.
No me gusta
arreglarme demasiado pero lo requería la ocasión. Todas las mujeres lo hacen
aquí. Así que acogiéndome al refrán “Allá donde fueres, haz lo que vieres”,
pues lo hice. Los hombres van casi todos con vaqueros y camisas o camisetas los
más jóvenes, acepto el alcalde y su séquito que van enfundados en sus trajes
oscuros y con corbatas, haga el calor que haga, cosa que admiro en ellos. El solo
ver la corbata atada al cuello me da calor.
Las mujeres
es otro cantar, debemos ir con vestidos o faldas, algo engalanadas de joyas y
zapatos de tacón, si es más alto mejor, ¡ah! Y por supuesto con las pinturas de
guerra en la cara.
Así que
decidí ponerme un vestido con florecitas pequeñas de colores, era discreto y la
ocasión era para un vestido así.
Después de
llevarme casi tres cuartos de hora delante de un espejo para intentar domar un
poco el cabello, lo dejé por imposible y decidí que el pelo recogido era lo más
cómodo, así el aire lo movería lo menos posible, cuando hubiese vaciado el
contenido que quedaba en un bote de “laca extrafuerte”, no se movería ni un
pelo. Viendo lo guapa que son las mujeres del lugar, nadie se iba a fijar en mi
y menos en mi cabello, este problema estaba resuelto.
La parte más
importante venia ahora: el maquillaje.
Para mí, maquillarme
es lo más dificil del mundo. No
entiendo de pinturas, nada de nada, vamos entiendo lo básico de cualquier mujer
que no se maquilla: lápiz, sombra de ojos, lápiz de labios y punto, ahí termina
mi entendimiento en maquillaje. Miré estos tres productos y pensé: ¡está todo!
Llamaron a
la puerta y oí decir: ¡pasa Mercedes, está arriba !, al oírlo continué: ¡sube estoy
maquillándome! Al entrar mi amiga, me giré: estoy lista ¿ves? – dije -
mientras me subía en los zapatos.
¿Lista? -¡sí!,
no ves, ¡ya estoy! ¡Pero si no te has maquillado!,-sí -¡estoy bien!
¡No puedes
ir a la procesión así! - ¿así como? - ¡así, sin maquillar! , pero... yo estoy
bien, me siento bien, así - ¡nada, nada!- ¿a ver que tienes por ahí?, ¡esto solo!
- dijo mientras contaba mentalmente los tres productos – ¡sí! – no utilizo nada más, además no sabría como hacerlo - ¿nada? ¿y cómo vas a la calle? -¿yo?, ¡pues normal!
Se levantó
de la silla en la que se había sentado, porque decía que le dolían los pies,
cuando miré hacia abajo, los vi alzados en unos tacones de diez centímetros por
lo menos, y pregunté : ¿puedes subir y bajar las cuestas del pueblo con esos
zapatos? - ¡claro, todas lo hacemos!, pues los míos son bastantes más bajos. Ella
me informó: a medida que los zapatos son más altos estilizan más las piernas,
¡ah! –conteste- ¿y la columna? - ¿qué columna? –respondió ¡La vertebral
mujer…la vertebral!
¡Ah, es
igual, no pasa nada, aquí usamos zapatos muy altos desde pequeñas! Yo, que
conozco el lugar desde niña, nunca me había fijado en ese detalle.
Era normal,
cuando yo iba era en verano y siempre estaba correteando descalza o con unas
chanclas en la mano. Cuando mi madre se ponía muy pesada, me decía una y otra
vez que no podía estar todo el día descalza, que se me iría “el arco del pie”.
Esta frase a mí, llegaba a asustarme y me preguntaba, ¿si el arco era de mi
pie, adonde se iba a ir? Entonces decidía, solo por quitarme la angustia que
esto me producía, llevar unas chanclas en la mano y cuando recordaba lo del
“arco”, me las ponía unos cinco minutos, tiempo que yo creía suficiente para
engañarlo y que se quedase otra temporada conmigo.
Cuando volvía
de la playa, siempre le preguntaba a quien hubiese ido conmigo: ¿la niña ha
estado todo el tiempo descalza?, entonces mis tías, mis abuelos o mi padre me
miraban, notaban que yo dirigía la mirada hacia otro lado y siempre respondían:
“se los acaba de quitar”, esto ocurría pocas veces porque casi siempre venía a
la playa conmigo y yo pensaba, además de que era para que no me metiese muy
adentro, también era para controlar “el arco”, porque era imposible que cada vez que yo me quería bañar o dar un paseo algo más alejado, a mi madre tambien le entrase ganas de lo mismo. Mi madre que comprendía que era imposible que me las acabase de quitar, siempre al llegar a mi casa, me acariciaba la cara y decía: ¡ay Clara, hija mía!, si es
que se te va a ir el “arco del pie” - ¡mira mamá, aun lo tengo! – decía yo
orgullosa, levantando la pierna y enseñando la planta del pie tanto como podía.
Alguna que
otra vez, cuando aun me ve descalza en su casa, me recuerda lo del “arco”, pero
ya, nos reímos las dos. Este “arco” me debe tener mucho cariño, porque nunca se
ha ido de mi lado. Cuando le digo esto, se ríe aun más fuerte.
Pero, mi
madre nunca hubiese consentido que a temprana edad me pusiese tacones, decía:
“cada edad tiene lo suyo” y seguramente eso no le correspondería a la mía por
aquella época.
Cuando mi
amiga se levantó de la silla, con un movimiento de mano quise entender:
¡espera, voy a mi casa y estoy aquí en un segundo!, llegó a los cinco minutos
con una gran bolsa de aseo, llena de cosméticos que distribuyó estratégicamente
delante del tocador.
¡Siéntate de
espaldas al espejo! – dijo con determinación.
Comenzó por
dar lo que ella llamaba un fondo de maquillaje, unos polvos, después una sombra
de ojos, que me pareció curioso porque se tuvo que fijar muy bien en mis ojos y
en el vestido para decidir el color.
Yo la dejaba
hacer, parecía que conocía todas las técnicas del camuflaje femenino, prosiguió
haciéndome unas líneas en los ojos con un lápiz marrón y después puso rímel. Eso
me desagradó, las pestañas se liaban entre ellas, cada vez que parpadeaba y me
molestaban las lentillas.
Durante todo
este proceso, quería volverme y mirar al espejo, pero decía: ¡no, aún no estás
lista! -¿te queda mucho?, le preguntaba cada poco tiempo, ¡vamos a llegar
tarde!, ¡las demás nos esperan!- ¡ pues que esperen!, ¡lo primero es lo
primero! - ¡aligera mujer, no me gusta hacer esperar! – decía yo, con mas interés
por mirarme en el espejo, que por las prisas de que esperasen.
Solo un poco
de rouge en las mejillas y listo ¡ya puedes mirar! Ella que sabe francés llama
“rouge” a lo que nosotras llamamos coloretes. Ahora lo único que tienes que
hacer es no tocarte la cara, - ¿en todo el día? -¡claro!, - pero…pero es
imposible ¿y cuando el pelo me moleste en la cara? -¡pues lo dejas!
Me volví de
cara al espejo y ¡ madre mía!, ¿esa era yo? - ¡imposible! La persona que veía
era guapa, era tan clónica como ellas, pero pensaba como yo y se parecía a mí
en el fondo de los ojos. Estaba guapa, había hecho un gran trabajo, pero no era
yo. Era una extraña que pensaba como yo. Solo pretendía salir y divertirme, no exhibirme.
¡Yo no voy
así a ningún lado!- dije - ¿cómo que no? - ¡que no!, ¡que me has disfrazado! -
¡que yo no voy así!
¿Pues tu me dirás
que te quito? – lo pegajoso de las pestañas me molesta, el color verde en los
ojos no me gusta y los labios míos, no son tan rojos tampoco.
Tomé un
algodón empapado en tónico y lo paseé por toda la cara una y otra vez y volví a
repetir la operación con otro, hasta que al mirarme al espejo pude decir: ¡Hola,
yo!
¿Llevas
pendientes? – preguntó -¡Sí, hoy si!, ponte un collar. Tome un colgante con una
piedra de ámbar. Es mi favorita y me lo colgué al cuello.
¡Ya está!, ¡vámonos!,
cogí una bolsa, metí unos zapatos planos
y los guardé en el bolso, por si las cuestas hacían mella en mi.
Mi amiga, me
miró y riéndose me dijo: ¿todavía… no has crecido? Me reí con ganas y comenté
entre risas ¡vamos! ¡el día de los pescadores, nos espera!
Era 16 de
julio y pensaba disfrutar ese día al máximo, por eso me sobraba todo lo demás.
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