Y volvió a
mirar por la ventana una vez más, después de haberse prometido a ella misma que
no lo volvería a hacer, al menos en una hora. Otra vez distraída, ausente, sin
estar en el tiempo.
Claro que,
la culpa no era de ella, era de unos nidos de golondrinas que colgaban por afuera
de la ventana. Entraban y salían y piaban y como no necesitaba mucho para
soñar, pues lo hacía y se dejaba llevar, se asomaba con mucho cuidado para no
asustarlas y veía el paisaje. Desde aquel ático alto, se veía todo la ciudad y
más aun y mucho cielo. Se hacía tantas, tantas preguntas, a las que no le
encontraba respuestas, que se sorprendía a veces con lagrimas en los ojos y
otras sonriendo sin saber porque, cuando volvía a la realidad.
Normalmente
esta vuelta a la realidad, venía seguida de medio ataque de pánico, al recordar
las fechas que eran y que los exámenes estaban a la vuelta de la esquina y
volvía a tomar los apuntes sacados de no sé cuantos libros y resumidos a su
manera y con una letra ininteligible para casi todos sus compañeros, de forma
que optaron por no pedirle más los resúmenes de los temas. Decían que tardaban
más en descifrarlos, que en estudiarlos y ella contestaba siempre lo mismo, si
tardas más tiempo captarás antes los conceptos, ellos reían y volvían a
preguntar, ¿aquí que pone?. Quedaban sólo doce días para el gran examen, el que
se haría en la sala de disecciones y no sabía ¿por qué?, no había sujeto a
estudiar y era solo un examen oral de una determinada parte del cuerpo, pero en
estos exámenes se daba todo por sabido. Lo mismo te preguntaban los nervios de
una zona del cuerpo determinada, alguna prominencia en un hueso y de nombre
extraño, que la situación exacta de la hipófisis y sus límites, cuando el examen
en realidad trataba de músculos o articulaciones.
La situación
era la siguiente. La sala de disecciones, estaba situada en la planta baja, era
amplia y luminosa, con cinco mesas de mármol a cada lado, dejando un amplio
pasillo en medio, por donde los profesores iban explicando y resolviendo dudas
de los alumnos. Todos con las batas blancas y los nombres en las batas,
debíamos llevar el carnet de estudiante localizado, como si nuestras caras no
les sonasen de todos los días.
Pues bien en
ese examen oral, donde no había sujeto de estudio, en cada una de las mesas, se
había situado un profesor y al final, en una mesa sola , al fondo y en el centro
de la gran sala estaba el catedrático, ( doctor, con la cátedra de esa
asignatura, es decir; el “jefe supremo”).
Nos fueron
llamando por el primer apellido, seguido del segundo y continuando con el
nombre. Yo por mi apellido, pasaba casi de las primeras. Cada mesa tenía
asignado un número. Si contestabas bien en la mesa número uno, tenias opción a
la dos y así hasta llegar al “gran jefe”, que era, el que remataba la faena y
hacia que te sintieses bien por todas las horas dedicadas a los musculitos o
que pensases que el mundo se iba abriendo lentamente a tus pies hasta caer en un
vacio, de donde jamás podrías volver a salir. Los profesores de las mesas eran
una especie de criba.
Recuerdo una
vez que le contesté a uno, de una forma no muy agradable. El examen trataba
sobre todos los músculos de los miembros inferiores, sus articulaciones,
nervios, inserciones, etc. Cuando llegué a la mesa tres, no me preguntaron nada
de eso, me dijeron : ¡vamos a ver señorita! ¿cuál es el séptimo par craneal?,
me quedé estupefacta, pero se lo dije, aun sabiendo que no era el tema a tratar
y pensé : “este examen no me parece serio, nos quieren confundir”. Se lo dije
al compañero que le tocaba detrás mía y con los nervios, que yo tenía, recuerdo
que él solo decía : ¡por Dios, no me acuerdo de los pares craneales! – me ha
preguntado, el VII par, es el facial. Le dices algo de él, te enrollar un poco explicándolo
y te desvías hacia otro par que sepas mejor, me parece que a los anteriores les
ha preguntado lo mismo, porque Antonio,
se tocaba la cara.
Antonio era
un compañero de mesa de disección de lo más gráfico que pudiese existir. En las
clases prácticas de anatomía, el mismo iba tocando las zonas de su cuerpo que
exploraba en el sujeto de estudio, por eso me fue fácil distinguir, el
recorrido que hacia sobre su cabeza, su cara y la expresión que puso…era la del
VII par craneal, no me podía confundir. Y acerté, eso era técnica y me deberían
haber dado puntos por ello, pero mis queridos profesores, en lo alto de sus
pedestales, no podían aceptar que una simple estudiante, pudiese distinguir un
par craneal, por un tonto recorrido sobre una persona viva.
Al llegar a
la mesa cuatro, la pregunta fue sobre los músculos que actuaban en la respiración.
Hay me salió la parte rebelde y salvaje que hay en mí y le dije: ¿qué queréis,
suspendernos como sea, no?. Creo que a este profesor nunca, jamás, nadie se había
atrevido a decirle nada, incluso los alumnos no lo miraban a la cara, les producía
pánico, sus ojos pequeños, grises y
penetrantes, cuando te miraban parecían que querían descubrir algún secreto
oculto de alguna vida pasada y ancestral tuya. El hombre, se quedó aun más
sorprendido que yo, con las palabras que salieron de mi boca. No me contestó y
cuando pensaba que había echado a perder tanto tiempo preparando ese examen, me
miró fijamente a los ojos. Debo reconocer que me costó trabajo mantener su
mirada, pero lo hice. Puso una nota sobre mí, en un folio y en el momento en el
que me iba a dar la vuelta para salir de la sala pensando que había hecho mal,
me llamó por mi apellido y me preguntó: ¿adónde va, señorita? – salgo del
examen –contesté- ¿no quiere continuarlo?- ¿yo?, ¡sí! – pues, pase a la siguiente
mesa. Me quedé asombrada, nunca lo hubiese creído. Si podía pasar a la
siguiente mesa, quería decir que me había aprobado.
Así, fui
pasando aquel extraño examen, nadie me preguntaba lo que tenía preparado, hasta
que llegué a la última mesa antes del “gran” profesor.
"Articulaciones
del hombro", fue su pregunta y como todo me parecía tan raro, no comencé por la articulación
del hombro. Pasé, directamente, a la de la cadera, total, el examen se suponía que era de parte inferior, así que, empecé por la más importante, la cadera. No
estaba dispuesta a que todas mis horas de estudio y de repaso, mientras hacía
barquitos de papel, que es lo único que sé hacer, con papelitos, o los dibujos
a garabatos, en los que gastaba muchísima tinta, mientras mentalmente repasaba
articulación por articulación y nervio por nervio quedasen en el olvido. Aun
hoy día, cuando estoy preocupada o pensando en algo que creo importante, lo
suelo hacer. A los cinco minutos, dijo, ¿señorita ha confundido usted el hombro
con la cadera?- ¡no!, sé lo que estoy diciendo, yo he preparado el temario
de inferiores y cuando termine con la cadera pasaré a las del hombro, ¿le
nombro todos los músculos, inserciones e
inervaciones?.-No es, necesario. Terminé con la cadera y cuando fui a comenzar
con la del hombro, dijo : “Sería usted un buen traumatólogo”. Me sonreí y
contesté: ¡imposible!, esa especialidad no me gusta, quiero ser forense o
psiquiatra. ¡Dios mío, cuantas vueltas da la vida!
Era lo que todos los de mi
curso queríamos ser. Hubiese habido en mi país, una gran avalancha de forenses
y psiquiatras, todos parados, habría más psiquiatras que personas que los
necesitasen. Puso una nota en mi ficha, la volvió a meter en el sobre y me la
entregó, lo mismo que habían hecho todos y con ese sobre me dirigí, a mi última
mesa.
El “gran
dios”, después de ver las anotaciones que los demás habían hecho, en la ficha
con mi nombre y mi foto, dijo : por favor siéntese, ¡uf!, lo agradecí enormemente,
llevábamos, casi dos horas y medias de pie y lo que es peor, en tensión. Me
preguntó, como me llamaba, la edad, y cuáles eran mis expectativas en la
carrera, que especialidades me gustaban más y otra serie de cosas relacionas,
que no recuerdo. Me parecía más una entrevista de trabajo, que un examen.
Contesté y me di cuenta, que era una persona afable y se podía hablar con él.
Puso una nota, se levantó de su silla y me dio la mano, diciendo: está usted
aprobada.
¡Aprobada!,
no lo podía creer, ¡aprobada!, el eco de su voz se quedó en mi cerebro, aun después
de subir las escaleras, de dos en dos los peldaños, ¡aprobada!. Era como si me
hubiese transportado a un paisaje de Suiza, entre sus enormes montañas y el eco
retumbase de una a otra, oía la palabra “aprobada”, en toda su inmensidad y con
el eco de la voz, de ese hombre.
Pero todo
esto, para mi necesitaba una explicación, no me iba a conformar con lo
sucedido, ¿y mis horas de estudio y de sueño?, ¿se habían perdido?, eso no podía
ser. Así, que me dediqué a pedir cita con el “gran dios”, durante una semana y
entre clase y clase, iba a su cátedra. Mis compañeros decían que lo dejara, que
si estaba aprobada, que más me daba, pero yo quería saber cómo me habían
aprobado, sin demostrar mis conocimientos, en la materia.
Cuando conseguí
que me recibiera, más por pesada que por interés en mis preguntas, supongo, fue
muy amable, recordaba mi primer apellido, hizo que me sentase y cerró una
especie de expediente que tenía delante de él, dando así, una muestra de interés
a lo que tenía que decir yo. ¡Usted, dirá!, que desea. Creo que ha venido
varias veces. Sí, diez, pero usted nunca estaba, (soy persistentes, las
personas que me conocen, pueden dar, fe de ello). Bueno…veamos, ¿qué ocurre?.
Es referente al último examen que hicimos, -sí, dígame,-no le veo lógica, por más
que lo pienso, era un examen extraño, no se ajustaba al programa, era ilógico.
Este hombre, se sonrió de tal forma, como yo nunca lo había visto, bueno a
decir verdad, nunca lo había visto sonreír, lo que me causó una sensación rara,
como si… estuviese haciendo el ridículo más grande de mi vida. Solo dijo, “señorita,
no todo es método, la improvisación y la reacción también cuentan. Hay que
estar pendiente de todo, en todo momento y preguntarse el porqué de las cosas y
es mi obligación saber quien responde ante una situación y quien, no. Es tan
importante, esto, como el mismo saber”. Me quedé muda, sin palabras, con la
mente en blanco. ¿Qué le decía, yo ahora a este hombre?, era la única pregunta
que rondaba mi mente. Pero no me dio tiempo a pensar más, cuando fue él, quien
formuló la siguiente pregunta, ¿sabe usted cuantos alumnos han venido a
preguntar por el examen? -¡No!- pues, yo se lo diré, habéis venido, dos, solo
dos. La señorita Abad y usted, los demás
han dado por hecho, que todo era correcto, ni siquiera se han preguntado, el
¿por qué?, de un examen oral en aquel lugar, ni de las preguntas, que no se
ajustaban al tema, su único interés era aprobar, les daba igual lo que le
preguntasen, solo querían aprobar. Me quedé unos momentos pensando y aturdida,
bueno… pensando, no, porque no podía pensar en nada, más bien solo aturdida.
Me puse de
pie y él me acompañó levantándose de su gran sillón, me tendió la mano y nos
despedimos, dándole las gracias por haberme recibido. Cuando fui a salir, volvió
a llamarme por mi apellido, me volví y dijo: “le ruego que no comente nada de
esto, con sus compañeros”, dije: ¡claro!, salía, mientras su secretario, que no
era más, que un alumno interno de último curso, me miraba con una sonrisita.
Y así lo
hice. Me preguntaban si había podido hablar con él y acabé diciendo que ya me había
aburrido de ir, que si estaba aprobada, pues mejor para mí.
La señorita
Abad, era una chica de mi clase, con la que no tenía mucho trato. Era muy tímida,
más que yo, es decir; muchísimo. La recordaba siempre sentada al final de la
primera fila, del gran salón, que era el “Aula I”, tan grande como un teatro
pequeño, sola, ella cerca del pasillo y su bolso en el asiento de al lado, para
que nadie se sentase ahí, hasta tal punto llegaba su timidez. Pero el simple
hecho de que las dos hubiésemos pensado lo mismo, me acercó más a ella y
comenzamos a hablar. Me confesó que era muy tímida y yo se lo confesé a ella,
pero se reía diciendo que mi timidez era distinta. Y bien pensado, es cierto,
soy lo que podíamos llamar una tímida-arrojada. Cuando la situación lo
requiere, mi timidez se convierte en una valentía extrema y yo misma me
asombro, es lo que tenemos los tímidos, en los momentos que dejamos de serlo. Y
descubrí detrás de un ser, de figura pequeña y menuda, una gran persona, con
las ideas muy claras sobre su futuro. También quería ser forense o psiquiatra.
Hoy es pediatra y está encantada.
He recordado
esta historia, de la forma más tonta.
Hace un día
maravilloso, el cielo está azul, hace sol y me he acordado de aquellas
golondrinas y sé que pronto llegaran, quizás un poco antes de la primavera.
Me he vuelto
a ver, en la ventana de aquel ático, mirando sus nidos, con los apuntes en las
manos, mientras me preguntaba mentalmente, donde estaría cuando pasasen los
años, sin poder adivinar que estaría pensando en aquel momento.
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