El niño
aquel día se quedó muy triste, por fin se había dado cuenta que su amigo y el
de su amiga, la niña china, no solo era amigo de ellos. Siempre habían sido
tres, nadie más había podido nunca entrar en ese grupo, porque era hermético y
cerrado, nadie lo conocía, serían amigos para siempre, solo tres, después… tenían
conocidos por separados, pero solo conocidos. Y él sintió que ese círculo de
amistad eterna se acababa de romper.
La pequeña,
notaba que no era igual que sus padres, lo veía cada vez que se miraba en el
alto espejo que su madre tenía en su habitación, donde siempre tenía en un
lateral, colgado un pañuelo de seda con bordados de flores y que le decía que
era de su abuela. Ese que ella se ponía al cuello cuando se disfrazaba de mayor
o se lo ponía su madre cuando salía con su padre muy arreglada, aquel que tan
bien olía, al perfume de su madre.
La
diferencia que notaba la niña, nunca se lo había dicho a ellos. Sus ojos
rasgados le recordaban en todo momento, que su origen era distinto y esperaba
con mucho miedo a que sus padres, los que la habían criado y los únicos padres
que conocía y a los que quería, les dijesen esa gran verdad que ella sabía desde
hacía mucho…mucho tiempo atrás. Solo Julio sabia sus temores… solo él.
Se conocían
desde hacía bastante tiempo, por lo menos desde hacía un año, que para unos
niños de ocho, es una eternidad.
El primer
día de clase de la chica, fue agradable para ella, por ese niño. El que sería
más tarde, más que un amigo, un confidente, un hermano, un gemelo.
Él, Julio
con la cara llena de pecas, los cabellos lacios y marrones, los ojos verdosos y
las rodillas siempre llena de heridas, de las caídas que daba jugando. Sabía
desde pequeño que no era muy agraciado en belleza, aunque sus padres se
afanaban en decirle una y otra vez lo guapo que era, pero él al verse la cara con pecas, a veces lloraba sin que nadie lo notase, las odiaba. Quizá a ella le pareció
tan distinto a los demás, como ella misma se sentía y eso fue lo primero que le
llamó la atención de él, y seguramente a él de ella y de ahí nació una gran
amistad y una gran complicidad entre ellos.
Tenían un
amigo, al que conocieron casualmente, cuya única pasión era el mar y pronto
fueron tres a compartir secretos, bromas y entendimientos con la mirada. Que es
como mejor nos entendemos con los amigos de verdad.
Ellos cuando
se miraban no se veían los ojos, ni el color del iris, ni que su forma era
diferente, ni las pecas de Julio, se miraban tan profundo al hablar que se veían las almas y cuando
hablaban, casi no oían el tono de la voz, porque lo hacían con el corazón, que
es la única forma de hablar que tienen los niños de esa edad. Al menos, eso era
lo que hacia la niña y su amigo hacían.
Pero ese
círculo fantástico y maravilloso y que parecía que iba a ser eterno se rompió
un día, cuando Julio y su amiga descubrieron que no solo ellos estaban en el
alma y en el corazón de su amigo.
Tenían la
costumbre de dejarse mensajes secretos que solo ellos conocían y sabían dónde
estaban. Eran mensajes importantísimos, como : “ en el lateral del segundo árbol
grande del patio, hay un hormiguero, con muchas hormigas y hay que dejar migas
de pan, del bocadillo del recreo”, y cosas así.
Lo más
divertido para los tres, era buscar los lugares secretos : debajo de una piedra
de un lugar determinado, en el resquicio de una grieta de la puerta, de la vieja
casa del médico del pueblo. En un lugar determinado del colegio. Cerca de la
ventana que daba al patio. En la reja, a mano derecha, de la puerta de salida,
e incluso en una página determinada, de un libro determinado de la biblioteca
del colegio. Allí solían poner un rollito o un papel muy bien doblado, con
una letra que solía ser la inicial del
que dejaba el mensaje.
Eran cosas
de niños de ocho años, pero que tanta ilusión les hacían recoger.
A los tres,
les ayudaba esta pobre ilusión a sobrellevar, el problema tan importante que
creían tener cada uno y el día a día en el trabajo, que era el colegio. Sentían
la alegría de encontrar un nuevo mensaje y quien había sido de los tres el que
lo había dejado.
Pero ya la
cosa había cambiado.
Fue un día,
cuando Julio, pesado, testarudo y terco como una mula y un desastre para muchas
cosas, decidió entrar en un juego, en un juego tonto, al que nunca lo invitaba
su amigo, el niño que su única pasión era el mar.
Vio como
bromeaba con otros y como se divertía y como los otros les gastaban bromas
raras, como las que se les gasta a una persona que conoces desde hace mucho
tiempo y notó que la amistad que tenia con uno de ellos, siempre superaría a la
que tenia con la china y con el mismo.
Se lo contó
con los ojos húmedos a la chica y ella notó como sus ojos, también comenzaron a
lanzar, sin darse cuenta y sin querer, gotas de cristales transparentes y
sintió, que algo se había roto entre los tres. El niño del mar nunca quería
jugar con ella, decía que era su amigo, pero nunca quería jugar con ella, y se
preguntaba una y otra vez, ¿por qué conmigo, no? Si lo puede hacer con quien
quiera, ¿por qué conmigo, no?, notó que él, que decía que era su amigo, tambien la veía diferente como los demás. Se dio cuenta, que las personas nunca nos
pertenecen, que solo compartimos con ellas momentos y que no podemos aférranos
a esos momentos.
Julio
advirtió, que los mensajes que el creía
secretos para él y su amiga, eran mensajes compartidos y que no eran ni para
ellos. Se lo había dicho una chica, alguien de los que jugaban en ese juego
tonto, con el niño del mar.
“Abre los
ojos, le dijo, no solo sois ustedes”, hay más gentes. Solo sois un entretenimiento
para él. Él, nos lo ha dicho. Le resulta divertida la ingenuidad que tenéis,
pero la mayoría de las veces se esconde cuando os ve porque “ya” les resultáis
pesados y no sabe como decirlo.
La tomó de
la mano y decidieron que ya nunca más lo buscarían, que si él quería algo
tendría que buscarlos a ellos. Siempre sabía dónde encontrarlos pero, en ese
momento se apercibieron, que nunca había hecho nada por dar con ellos. Esto les
hizo pensar y recordaron que ellos siempre eran los que lo buscaban.
No sentían
rabia, no… no era rabia, ni celos de amistad, ni nada de eso que decían los
mayores. Era decepción y pena profunda, tan honda como la que sienten los mayores, porque la pena, no se puede medir ni pesar ni tiene edad. Se dieron cuenta que este sentimiento
se produce cuando los ojos se abren demasiado ante la vida, las cosas y las
situaciones, era la primera lección que habían aprendido juntos.
Volvieron a
sus casas con una buena dosis de tristeza, resignación y dignidad rota. Pero
conociendo lo que era el “amor propio”.
Cuando llegó
a su casa, la chica fue tajante en la pregunta a sus padres, ¿de dónde soy?, lo
que tanto miedo le había dado que le dijesen alguna vez, desde que notó que no
era como ellos, lo dijo así, sin más, de golpe. Creyó, que ya nada le podría
hacer más daño.
Y el niño de
las rodillas con heridas, cuando iba de camino a su casa, pensó : “ creo que ya
soy mayor”.
Habían aprendido su primera lección fuera del colegio.
La vida, a
veces, es tan agradecida con nosotros y nos quiere tanto... que nos pone en las
situaciones idóneas, en el lugar justo y en el momento adecuado, para que “ un
alma caritativa ” nos haga abrir los ojos y esa misma vida, nos da una “colleja”
para que espabilemos y aunque duela, es de agradecer.
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