Recuerdo
estas fechas, ahora con una sonrisa en los labios, pero hace algunos años lo
hacía aun con temor.
Vivía yo en
Cádiz, fue mi segundo año allí y después de tener la experiencia de estar
viviendo en el Colegio de Médico, decidimos dos amigas y yo alquilarnos un
piso.
La búsqueda
de él, supuso una tarea ardua. Éramos tres de carreras distintas, Lola
estudiaba químicas en Puerto Real, que era donde estaba entonces esta facultad
en Cádiz, Carmen magisterio en el mismo Cádiz capital y yo que estudiaba
medicina a cuatro pasos de la facultad.
Un día en mi
habitación del colegio médico, donde viví una etapa muy bonita de mi vida y
donde nos reuníamos a charlar o a tomar café y que era el punto de referencia
para tratar temas importantes, sobre todo asuntos de la sociedad en general. Decidí proponerlo. Era caro para un
estudiante vivir allí, yo no quería pedir más dinero a mis padres al igual que
ellas y los fines de mes, aun estirando el dinero, eran “fines de mes” en el
amplio sentido de la palabra. Siempre nos estábamos pidiendonos dinero unas a
otras, esperando a que el ingreso nos llegara, de nuestros padres, o a
cobrar las clases extras que dábamos.
Carmen a niños con apoyo escolar después
de las clases, Lola daba clases a niños de un nivel superior que ya tenían
química en sus colegios y no iban bien y yo como no podía dar clases de
Anatomía, Fisiología, ni nada de esos, daba clases de idiomas a grupos
reducidos. Pero todas eran clases dadas por estudiantes y por lo tanto mal
pagadas. Ahora desde la distancia, veo que fuimos, tres explotadas en nuestros
conocimientos, por padres con niños vagos, flojos y consentidos, que querían
que todo se lo diesen hecho y servido en bandeja, pero en aquella época ese
dinerillo “extra” nos venía muy bien a las tres.
Creo que de
ahí viene mi afición a las manzanas, de la cantidad de ellas que tuvimos que
comer. Era una fruta barata entonces y además yo conocía en la facultad a un
chico, que su padre tenía un campo y siempre me llevaba manzanas, no para mi,
que no era yo la que le interesaba, las llevaba para Lola, y todos los días
traía una bolsa con seis o siete que yo me encargaba de dárselas a ella y las
compartía con nosotras, porque no le gustaban demasiado, vamos, no le gustaban
ni las manzanas ni el chico, hasta que un día que habían quedado se lo dijo
claramente y se acabó el chollo de las manzanas, pero ya éramos adictas a
ellas. Carmen y yo y tuvimos que empezar a comprarlas en el puesto de Enrique,
en el mercado de abastos, donde ella iba todos los días, porque tenía que
pasar por allí para llegar a su facultad.
El hombre se
tuvo que dar cuenta de nuestra adicción a esta fruta. Algunas veces los viernes
que yo no solía tener clases , solo practicas y entraba a las diez de la
mañana, era yo la que iba. No me preguntaba que quería y cuando tocaba el turno
para despacharme, ponía en una bolsa ocho o nueve manzanas de las mejores y más
grandes y sin pesarlas y haciendo un leve guiño con su ojo izquierdo, decía :
“esto es, lo de ustedes”, siempre nos cobraba un kilo, aunque a veces había dos.
Después de
mucho tiempo lo volví a ver en
ocasiones, pero la última vez él ya no estaba. Enrique nos solucionó las cenas
de “final de mes”, más veces de las que el hombre pueda imaginar.
Pues
haciendo cuentas en mi habitación del colegio médico, llegamos a la conclusión
de que, con lo que pagábamos allí, por la habitación, almuerzo y cena. Podíamos vivir como
reinas, en un piso que alquilaríamos solo las tres. Debía ser grande, cerca de
dos facultades, la de medicina y magisterio, porque químicas estaba afuera , en
un pueblo.
Nos pusimos
manos a la obra y vimos bastantes, pero lo queríamos grande y …dimos con él.
En plena
plaza San Antonio, seis habitaciones, dos salones, dos cuartos de baño y uno de
aseo, una cocina inmensa y una despensa, como yo nunca había visto, era más
grande que la de mi abuela, que creía que era la mujer con la despensa más
grande del mundo. Además tenía unos techos altísimos, lo que hacía que aun
tuviese más sensación de amplitud.
Esa misma
tarde, nos volvimos a reunir. El piso costaba de alquiler, lo que solo una de
nosotras pagábamos en la residencia de estudiantes y decidimos tomarlo.
Pero como
todas las “gangas” tenía una dificultad. Debajo había un “pub”. Que con el
tiempo fue el centro de reuniones con nuestras amistades, ya que la casa, era nuestro templo.
Era un tercero sin
ascensor y todos los vecinos, gentes estupenda y mayores, lo primero que nos
dijeron fue :
Que no querían
ruidos, ni peleas, ni gritos, ni guitarras, ni música después de las diez de la
noche, ni que se tendiera en los patios interiores, que no se tiraran chicles
por las escaleras ¿?, que intentásemos
estar en la casa antes de las diez de la noche, ¿tendremos llaves? – dije -¡sí!
– contestó mirándome a los ojos, el “presi” de la comunidad. A la vez que recibía
un suave codazo de una de mis amigas, (era la hora a la que cerraban la puerta
de la calle y tenía un pestillo que echaban por dentro y todos los inquilinos estaban seguros en sus
refugios), que no subiésemos las escaleras corriendo (retumbarían nuestros
pasos en sus casas), que no se gastara mucha agua (era comunitaria), que no
tendríamos acceso a la azotea, que no diésemos carreras en el piso (decían que molestaríamos
a los del segundo e incluso a los del primero), después de tantos “que no…”,
pregunté, ¿y respirar podemos? La respuesta me la dio Lola con un nuevo codazo
en el costado, para que me callase, que fue lo primero que me dijeron, cuando
supe que el presidente de la comunidad nos quería conocer, para darnos las
normas de convivencia en ese regio bloque de tres pisos, de respetables
personas mayores.
Me dijeron:
“esta tarde a las ocho, tenemos una cita con el presidente de la comunidad.
¿para qué?- pregunté –quiere conocernos. ¿para qué? Volví a preguntar.-dice que
tienen unas normas básicas para vivir allí. ¿por qué? - insistí. ¡mira, tu vienes
te presentas, dices buenas noches o buenas tardes si hay sol y no abras la boca
para nada!, que como empieces a hacerle preguntas, nos quedamos sin piso. Dices
a todo que sí, sonriendo y ya está.
Me comía por
dentro con tantas reglas, normas y tontería del señor Félix, como el mismo se
presento. Me sentó tan mal que me dijese : yo soy “el señor Félix”, que yo
respondí: y yo “la señorita … le di mis dos nombres, que muy pocas personas
conocen y mis dos apellidos”, en ese momento me pareció mi nombre de “pilas”
completo, el título de una novela por entregas. Mis amigas mirándome se
limitaron a decir su nombre, sin poner el tratamiento de señorita delante.
Comenzó la
convivencia entre las tres y todo perfecto, nos llevábamos bastante bien,
disponíamos cada una de dos habitaciones y las tareas domésticas compartidas no
eran un problema. Fue una época estupenda en mi vida.
Un día de
los que casualmente, que eran todos, me encontré al señor Félix en las
escaleras, le comenté que por favor no echase el pestillo de la puerta a las
diez, acabábamos de tener exámenes, era viernes y esa noche íbamos a salir. ¿a qué
hora pensáis volver? - ¡no lo sé!, pero más o menos ¿a qué hora? – insistía.
Pero, si no es que no lo quiera decir, señor Félix, es que no lo sé. ¿Lo saben
vuestros padres? – me quedé anonadada. Tenía veinte años, estudiaba fuera de mi
casa, hacia dos, me sentía independiente, responsable, libre y adulta y ese
hombre que yo no conocía de nada me preguntaba, ¿que si lo sabían mis padres? -
¡naturalmente!- dije. Aunque mis padres no sabían nada, me conocían, me habían
educados ellos y no tenía que da cuenta de cada uno de mis pasos a nadie.
El hombre
nos hizo el favor de no cerrar por dentro, pero cuando volvimos a las cuatro y
media de la madrugada y llegamos al tercero, cansadas de tanto bailar y reírnos,
escuchamos como salió de su casa para controlar la puerta.
Las
cuestiones de la ropa entre las tres era otra cosa. Mi ropa, les estaban bien a
las dos y decían que la parte de arriba las rellenaban más que yo, y era
cierto, tenían más…como decirlo… más… ”desarrollo personal anatómico” y por eso a veces cuando quería una camisa
mía, tenía que ir a los armarios de ellas, pero no importaba, eran mis amigas y
la casa era común.
Yo
arrastraba una asignatura de primero de carrera una “maría” como se le suele
decir, era fácil, pero a mí se me atravesó la asignatura, el aula y el profesor
y me pasaba la hora y cuarto mirando por la ventana, observando el drago que
había afuera y deseando que pasase pronto el tiempo. Así que me vi en mi última
convocatoria de esa asignatura, con todo el miedo del mundo y pidiendo al infinito que ese hombre
tuviese algún tipo de accidente, no grave por supuesto, pero que tuviese que
ser sustituido por otro, porque si no, no aprobaba ni con un milagro.
Al cabo de
unos meses, dejo de dar clases y me asusté por su ausencia. En su lugar vino un recién
graduado guapísimo y rubio como un nórdico y todas las chicas, nos quedábamos
embobadas en clase, hasta que un día lo recogió su pareja y le estampó un beso
tan apasionado en la boca y en las puertas de la facultad, que los que salíamos
en ese momento estuvimos asombrados más de dos días, más que nada, porque su
pareja era otro chico tan nórdico como él.
El profesor
anterior dejo de dar clases porque había sido padres y tomó una baja voluntaria
para disfrutar de su pequeño retoño, heredero de sus apellidos y genes.
El examen de
mi última convocatoria en esa asignatura, lo harían un jueves, nos presentaríamos
solo cuatro, los demás habían decidido dejarla para septiembre, pero yo me la
quería quitar de en medio como fuera y decidí presentarme. Esta asignatura
pendiente, no me dejaba disfrutar de las que realmente me gustaban y a las que
no me costaba trabajo dedicarles todo el tiempo que fuese necesario.
Dije : Lola,
si te pones una chaqueta mía, ponte la amarilla, mañana tengo el examen gordo
de Psicología Médica y me quiero poner la vaquera que me trae suerte. No te
preocupes, tu tranquila no la cogeré. Fue su única contestación – y la creí.
Por las
mañanas hacia frio, aunque a las tres de la tarde la chaqueta sobraba. El
examen empezaba a las nueve, pero yo iría antes de las ocho, más que nada para
repasar las dudas de última hora y necesitaba una “chaquetita”, además la
vaquera me traía suerte.
Cuando me
dispongo a vestirme, no la encuentro por ningún lado, miraba el reloj y cada
vez estaba más nerviosa, no la encontraba. La llamé por teléfono y dijo que no
se acordó de la que yo quería.
No me lo
podía creer, un examen de última convocatoria con algo de color “amarillo
pollo”, eso no me podía estar pasando a mí, era un mal sueño del que no
despertaría hasta después del examen.
Fui al
dichoso examen con color amarillo.
Allí los estudiantes de medicina dicen que
si pasas, por la iglesia de San Antonio antes de un examen y tocas uno de sus
quicios, apruebas. Yo vivía en plena plaza, donde estaba la iglesia y por
probar no perdía nada. Me dirigí a un quicio, antes de la puerta principal y de
repente una paloma, me dejo una muestra del final de su proceso digestivo
completo, en el hombro, pero esa paloma no debía estar bien o le habían echado
los niños muchas miguitas de pan, porque la digestión la tenía muy fluida,
tanto, que chorreaban los restos que me había depositado encima por toda la
delantera de la chaqueta. Me empezaron a entrar sudores fríos y un calor a la
vez, que no eran normales para un organismo sano como el mío, me dieron ganas
de llorar y una desesperación de ¿y ahora qué hago?, que me dejó sin respuestas
para mí misma.
Una señora
devota que iba a entrar en la iglesia, me dijo : “ hija, que pena, con lo mona
que ibas”, ¿vas a misa?, ¡no te preocupes ante Dios todos somos iguales!.
¡No! - contesté, si hubiese hablado algo más con la mujer,
me hubiese puesto a llorar.
Por el camino pensaba, si vistos los
acontecimientos, no sería lo más sensato volverme y dejarla para septiembre. Pero
soy testaruda y había tomado la determinación, de hacer el dichoso examen que me
amargaba, cada vez que veía el tocho de apuntes encima de la mesa de mi
escritorio. Creo que le he dedicado más tiempo a esa asignatura que a ninguna
otra.
Llegué a la
facultad sin contar las veces que me preguntaron : ¿qué te ha pasado?, pues
estaba claro, la sustancia pastosa lo decía todo. Intentaba limpiarla, pero era
peor, se expandía cada vez más. Así que decidí tomarlo como una señal divina de
que iba a aprobar el examen.
Entre una
cosa y otra, llegue casi a la hora justa, me dirigí al aula cinco de la primera
planta y no vi a nadie, pero oí hablar al profesor antiguo con alguien dentro y
entré. ¿usted viene al examen de última convocatoria? –sí . Pase y siéntese – ¡no!,
espero a mis compañeros afuera, ¡no, si al final la han dejado todos para
septiembre!. ¡Se habían rajado!, ¡habían sido todos más listos que yo!, ¡ahora
sí que no aprobaba!, un examen solo para mí. Sin oír el ambiente de examen, sin
ver gestos de ¡esto de qué va!, sin el murmullo silencioso de las mentes
concentradas, y sola en un aula que parecía una sala de cine. Pensé que lo de
la paloma no era un presagio de buena venturanza sino de desastre total.
Me pidió el
carnet de estudiante y el de identidad, me entregó el de identidad y se quedó
con el de estudiante. ¿no sé de quien, iba a copiar? Me indicó un asiento a
tres metros del suyo, en primera fila. Donde no me sentaba yo… ni, cuando no
había sitio. Definitivamente, todo estaba en mi contra. Me miró y dijo: ¿yo a
usted la conozco?, como no me iba a conocer si me había suspendido un montón de
veces. Si ya no sabía cómo le iba hacer a este hombre el examen, si me suspendía
con 4,7 porque decía que podía dar más y me faltaban esas “decimillas”, tan
importantes en una carrera de ciencias, como él decía.
¿Qué le ha
pasado en la chaqueta?- “una paloma”, dije seca, total ya me veía suspendida, qué
más daba lo que me había pasado.
Me entregó
una hoja de examen con diez preguntas teóricas, que cada una era un tema y
cinco prácticas, que eran practicas hechas en laboratorio de comportamiento
animal. Dijo, tenga, tiene dos horas y media mucha suerte. Eso era lo que yo
necesitaba suerte y un milagro, pero de los grandes.
Escribía y escribía
como una máquina, ya me daba igual no razonar las respuestas, quería teoría
pues teoría al canto. Hice cinco teóricas y tres prácticas y el tiempo corría
en mi contra, cuando de pronto, dice, ¿aún no ha acabado?. Me ha dado poco
tiempo, para tanto volumen de teoría. Señorita, solo tenía que escoger una y
una. Pero usted no me ha dicho nada - comenté. Lo siento, me imaginé que lo
sabría. Si usted no dice nada, yo no lo sé. Entregué el taco de folios y me
dispuse a salir, de aquel sitio de tortura. ¡Espere, quiere saber su nota! –¡sí,
claro!. Leyó por encima solo las prácticas y a los cinco minutos puso un 8,50
sobre diez, que me sentó como un tiro, porque era el peor examen que había
hecho en mi vida, de esa asignatura.
Sentí pena
por él, yo realmente era una estudiante que me consideraba del montón, salvo en
algunas asignaturas que me gustaban mucho y pensé : ¡qué hombre tan triste! ¿a
cuantos que realmente valen, les estará amargando la existencia?
Por lo demás,
una de ellas, cuando acabo la carrera encontró plaza en un colegio privado, otra
hizo la especialidad de Etnología y yo…bueno mi vida, no tiene nada de especial
interés.
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