Como
siempre, era algo tarde cuando miré el reloj, debería haberme acostado hacía
algo más de una hora. Pero el tiempo se me va volando cuando hago algo que me
gusta y como me gusta casi todo, pues me entretengo con cualquier tontería. En
este caso fue leyendo, puedo pasar horas y horas dentro de otro mundo que no es
el mío, y lo vivo tan real que me siento
allí…veo sus calles, sus gentes, vivo su historia.
Por eso cuando he leído un
libro y después lo llevan al cine no me gusta nunca la película, porque en el
libro mi imaginación se puede mover libremente por todos los personajes, tienen
la cara que yo les pongo y los ropajes y las ilusiones que yo quiero que tengan
e incluso un buen personaje lleno de humanidad se me puede antojar a mí que
tiene un punto de villano que los demás
no han podido descubrir.
Se me
durmieron las horas mientras leía y cuando volví a mirar el reloj, aun sin
darme cuenta había pasado otra media. ¡Bueno! –pensé, mañana volveré a poner
los pies en el suelo.
Me dispuse a
recoger, cuando empecé a oír las alarmas de los coches, no era una… no. Eran
varias a lo largo de toda la calle. Unos jóvenes aburridos, sabían donde había
que darles para que saltaran.
Me fui a la
cama y comencé a pensar…
Cuando era
casi una niña a mí me pasaba algo parecido a ellos. Yo tenía una debilidad.
Mi debilidad
consistía en llamar a los timbres y salir corriendo, mi grupo de amigos lo
hacían y me animaron a seguirlos un día y lo hice.
Creo que fue
la primera vez en mi vida que realmente liberé adrenalina, claro está,
adrenalina como tal, la liberada en los coches de choque o en las atracciones
de las feria no servía, eso era diferente.
Tenias que
tocar al timbre y esperar a que dijesen: ¿quién es?, y acto seguido salir
corriendo hasta el siguiente, con el consiguiente riesgo de que saliese el
anterior y te pillase “infraganti”.
Tampoco se
podía hacer todos los días porque posiblemente estuvieran al acecho. Así que yo
elegí mis días.
Mis padres
siempre quisieron que tuviésemos una educación musical, él, mi padre, tocaba el
saxofón en su juventud y en mi casa desde toda la vida se ha oído todo tipo de
música sin distinción. Lo mismo se oía opera que zarzuela , Antonio Machín que
era la debilidad de ellos, o algún grupo de música avanzada para la época, e
incluso a mi padre tocar algo y a mi madre diciéndole: “es muy temprano, vas a
despertar a los niños”, que éramos nosotros. Cuando en realidad nos había despertado
desde la primera nota “Mi” cuando empezó.
Aun recuerdo
cuando la escuchaban en un sillón los dos y mi padre le ponía a mi madre el
brazo por encima y ella reclinaba la cabeza en su hombro, o cuando la bailaban.
Yo me quitaba de en medio porque me daba cuenta que era un momento solo para
ellos.
Pues un día
por mi Santo, mi padre me regaló una guitarra, me dijo que debía aprender a
tocar algún instrumento, que con el tiempo me alegraría y que serviría para relajarme.
El siempre
supo toda la actividad que bullía en mi interior.
Con mi
hermano lo intentó pero fue imposible, aprendió lo que todos en las clases de música
del colegio, o sea nada, cuatro canciones las cinco notas con la flauta y ya
está.
Pienso que
vista la experiencia que tuvieron con él, conmigo decidieron atajar el problema
desde la raíz y quisieron entrarme por la ilusión de la guitarra. Realmente es
preciosa, aun la conservo.
Yo que no entendía
mucho de esto, me estuvo explicando que era de madera de no sé qué y fabricada
en Alicante o Valencia y que era de las mejores. Así que decidieron por mí, y una
vez que acabasen las clases, me quedaría un tiempo más para recibir estas
lecciones. Yo acepté encantada era algo nuevo que aprender y mi curiosidad se
inquietó.
En mi imaginación
aun sin haber comenzado las clases ya me veía como una gran concertista,
acompañando a los mejores o haciendo un solo del “Concierto de Aranjuez”.
Eran tres
días a la semana los que además de los libros y todas las cosas necesarias para
el colegio, tenía que ir con la guitarra a cuestas.
Al principio
me gustaba, pero al cabo de dos semanas ya estaba cansada de repetir las mismas
notas. El profesor debía de tener una fijación oculta por el “La menor “ y el
“La mayor” nos hacia cambiar de postura en el “traste” casi media hora seguida
y a mí me parecía una pérdida de tiempo, pensando todas las combinaciones que
habían.
Lo bueno que
tenían esos días, era que siempre me llevaba mi padre al colegio y después se dirigía
a su trabajo, pero la vuelta era mía, volvía con mis compañeros de clase que vivían
por mi zona. Me dejaban volver sola porque yo era de las primeras que se
quedaba en su casa y los demás seguían, vivían más lejos.
Aprendí, sí,
aprendí, pero no como ellos hubiesen querido. Tocaba de cabeza y no mirando un
pentagrama, era tantas las veces que mi “profe” nos hacia repetir las piezas y
los giros musicales que no era necesario.
Eran tres días
a la semana de dos y cuarto a tres y media más o menos, lunes miércoles y
viernes. Íbamos a las clases sin almorzar porque el profesor era la única hora
que tenía libre. Yo pensaba que era muy buen músico y que daba conciertos por
eso no podía a otra hora, pero pasado el primer año nos enteramos que trabajaba
en unos grandes almacenes, que era músico pero tenía que trabajar allí para
subsistir.
Fue un
compañero de clase el que nos lo dijo, coincidíamos en el mismo curso y él como
no, también estaba apuntado a clases de guitarra. Por su apellido venía detrás mía
en la lista de clase, creo que durante la época escolar fue en lo único que lo
pude adelantar.
No es que yo
fuese mala estudiante, que nunca lo he sido, es que lo de este niño no era
normal. Se llamaba Alejandro, “Alex”
para los amigos como él decía. Tenía profesores particulares para todo, en
clase cuando preguntaban algo nunca nos daba opción a los demás a demostrar que
también estábamos allí y existíamos, levantaba la mano hasta el techo y si no
le echaban cuenta levantaba las dos.
Un viernes
lo recogió la madre para ir a esos almacenes y lo vio trabajando en la sección
de zapatería. Creo que fue el primer fin de semana más largo de su vida,
esperando el lunes para difundirlo. Me imagino que sus padres nunca le dijeron
que todos los trabajos son dignos y que esto es una cadena, si un trabajo
desaparece arrastra otros muchos sectores, mis padres se encargaban de que lo recordásemos
a menudo.
Cuando el
rumor llegó a mí, a mi edad y sin saber por qué sentí pena por él, por “Alex”
que desde ese momento pasé a llamarlo Alejandro porque sabía que le molestaba.
Notaba como
lo que realmente le gustaba a mi profesor era la música y como disfrutaba con
esas clases.
Con el
tiempo Alejandro me preguntó por qué no lo llamaba “Alex”, no quise contestarle
y dije lo que se me ocurrió en ese momento: ¡tú sabrás!, quizá aun se lo esté
preguntando, por la cara que puse de enfadada, ¡arrugué hasta el entrecejo!
De estos
tres días, el viernes tenia clases por la tarde, lo que hacía que además me
tuviese que quedar en el comedor. En eso tuve suerte era uno de los días que ponían
legumbres con verdura, de segundo pescado y fruta que era una o dos peras y
como no me gustan las peras, mi madre me metía en la mochila dos enormes
manzanas, una para el recreo y otra para el postre.
Pues solo me
quedaban dos días para el despiste de los timbres.
Los
organicé, fue fácil, los lunes los pares y los miércoles los impares, cambiando
cada dos semanas para que nunca me pillasen.
Era casi en
la recta final antes de llegar a la casa de una de mis tías, calculo que serian
alrededor de ochenta o noventa metros, antes que la de mis padres, en plena
calle Feria de Sevilla, con mucho tráfico y bullicio a todas horas, pleno corazón
de mi ciudad. Esto lo hacía más emocionante aun. Alguien te podía delatar.
Los lunes y miércoles,
cargada con mi mochila y mi guitarra y con casi once años a mis espaldas, me
dedicaba a llamar a los timbre de los demás.
Era fácil,
llamabas esperabas a que contestaran y salías corriendo al próximo.
Fue fácil
durante un mes, después la cosa se complicó
porque con lo que no contaba era que al haber escogido los números de
las casas unos días pares y otros impares eran aceras distintas, los vecinos se
conocían y los del lado contrario me podían ver… como así ocurrió.
Un día en la
acera de los impares que era la de una de mis tías, lo hice, pero oí una voz
que dijo : ¡niña!, ¡eh, tú!,- miré - ¡sí, tú!, ¡espera!, venia del lado
contrario, por un momento me quedé paralizada y empecé a ponerme roja, es algo
que aun me ocurre cuando me aturdo, me pongo roja como un tomate, creo que en
el fondo es mi timidez que sale a flote.
En unos
segundos reaccioné y salí corriendo. Nunca me podía imaginar que con lo
flacucha que era y con mis piernas de alambres pudiese correr tanto como lo
hice, corría como la pólvora... pero mas rápido.
Mi objetivo
era llegar a mi casa y aquí no habría pasado nada, pero era imposible la voz me
repetía ¡espera!, ¡espera!, ¡si solo quiero hablar contigo!...¡ para diálogos
estaba yo! Y corría más de prisa notando como la mochila me golpeaba cada
vertebra de la espalda. Creo que si la guitarra no hubiese sido tan buena como
dijo mi padre, la habría tirado al suelo para correr más rápido aun.
No podía
llegar a mi casa tenía que refugiarme en casa de mi tía, ella casi siempre tenía
la puerta de la calle abierta, entraría la cerraría y después llamaría a la
cancela, pero ¡por Dios!, ese día era uno de los que estaba cerrada, giré en la
esquina y pensé que uno de mis primos mayores estaría en la cochera y que con él
no me pasaría nada.
La puerta de
la cochera estaba entreabierta, era mi salvación pero allí no había nadie, así
que la atravesé, entré en el patio y vi a uno de mis primos, el mayor, el más
fuerte. Estaba salvada, cuando me vio entrar corriendo me preguntó: ¿qué pasa
Clara?, nada –contesté- ¡tengo sed!, pasa mi madre está en la cocina –dijo.
Entré en la
cocina a tal velocidad, que mi único objetivo era quitarme de la voz que aun me
perseguía en el pensamiento y de golpe y casi a gritos dije: ¡hola!, mi tía que
no esperaba nadie a su espalda, se asustó y dejo caer algo que tenía en las
manos, lanzando un leve grito. Se volvió – diciendo: “Clara por Dios” me dio un
beso, me miró y dijo : ¿qué pasa? – nada, ¡tengo sed!, ¿seguro? –¡sí, mucha!
– contesté.
Me ofreció
un vaso de agua fresca que cuando llegó a mis labios realmente me di cuenta de
que era cierto, tenia sed y no lo sabía.
Mientras oía
afuera en el patio de los naranjos como yo le decía porque había plantado un
naranjo y dos limoneros, a mi primo hablar con alguien y darle las gracias, me
sorprendió que si le estaba diciendo lo que yo hacía cada lunes y miércoles no
me defendiese y encima le diese las gracias.
Estuve un
rato en su casa y decidió llamar a mis padres para decirles que me quedaba allí a
comer. Entró mi “no defensor” del patio, no lo quería mirar a la cara, notaría
que todo lo que le había contado el desconocido era verdad.
Riéndose me
preguntó : ¿esto es tuyo? Y abrió la mano – sí, es mío, ¿cómo lo has encontrado?
Me lo dio el joven que te ha seguido por toda la calle, dice que la semana
pasada llamaron a su puerta y que cuando fue a abrir se lo encontró en el
suelo, te vio y quería devolvértelo, te ve pasar algunos días y sabe que a
veces llevas una guitarra.
Era mi “cejilla”,
la que utilizaba para que esos “La” sonaran más agudos, al terminar las clases,
como siempre quería salir la primera no la guardaba y la llevaba en la mano, se
me debió caer cuando llamé a su puerta, por eso yo la echaba en falta e
improvise una con un lápiz y una goma del cabello.
Él, lo
comprendió sin preguntarme nada porque a mi edad hacia lo mismo y me dijo:
cuando llames a un timbre tienes que tener las manos libres, ¡ves, dejaste un
rastro!, ya no puedes volverlo hacer, saben quién eres.
Me sentí tan
mal que nunca más volví a llamar a un timbre, por fastidiar.
Pero cuando
llaman al mío algunos críos , noto que las cosas no han cambiado tanto y me
río, a veces los veo desde la azotea, subo si estoy en mi casa porque se a la
hora que lo hacen, uno de ellos es un vecino mío con unos diez años, pero
prometo que guardaré el secreto, veo que le hace feliz cuando mi perro empieza
a ladrar y me hace gracia la forma en la que rápidamente cambia de acera.
Realmente se trabaja la broma, debe quedar agotado, él llama a todos cambiando
de acera.
A los tres
años las clases de guitarra terminaron y fue en el momento que le pedí a mi
padre una guitarra eléctrica, aun me parecer ver su cara sin saber que decirme.
Nunca llegué
a tener una mía, pero si he regalado una.
Y con el
tiempo también descubrí que con los botes de espráis y una camiseta liada en la
cabeza, se puede ser más creativa, pero hay que ser más rápida.
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