Iba rápido a
mi autobús diario, el siguiente llegaría algo más tarde, no lo quería tomar. El
otro vendría en unos quince minutos y estaría lleno de esta tribu tan peculiar
para mí que es la “juventud”. Sus risas y sus conversaciones, no me dejarían
pensar.
Era poco tiempo el que tenia.
No siempre puedo divagar libremente. Me concentro y a veces me olvido que yo
también tengo una vida fuera de mi trabajo.
Al día
siguiente , por la mañana tendría que hacer una llamada muy importante. Dudaba
si tendría el suficiente valor. Pero como me conozco a estas alturas de la vida
, algo más que los demás a mí. Sabía que al final la haría.
Era a las
nueve, en eso habíamos quedado.
El día
transcurrió como un día normal, ante los ojos de los demás. Todo iba como tenía
que ser.
Intentaba
mostrar mi naturalidad, pero dentro de mi tenia la guerra interna del “si” o el
“no”. Era un salto importante en mi vida, nunca lo había hecho, pero era algo
que deseaba hacer hace tiempo.
Estaba
contenta, feliz. Pero muy nerviosa.
No pensaré
mas en ello, me decía una y otra vez. Cuando llegue la hora veré que hacer.
Pero de nuevo me sorprendía a mí misma, al rato, pensando en lo mismo.
Ya está,
tema zanjado. Lo haré. No lo pienso más. Decidido.
Fue mi
último pensamiento a la hora de acostarme, aunque sabía que a la mañana
siguiente cuando se fuese acercando la hora me volvería a hacer las mismas
preguntas y volverían las mismas dudas a mi cabeza.
Me levanté
bastante temprano. Estaba inquieta. Miraba el reloj cada 10 minutos. A las
nueve menos diez llamé.
Saludé y
pregunté por el monitor. Me saludó amablemente, diciéndome preparada: esperaba tu llamada.-Si preparada-.
Todo está listo, tu equipo está aquí. Bien –dije- dentro de una hora estoy en
el aeródromo.
Había
planeado, sin que mi familia lo supiese, algo que hacía tiempo deseaba.Saltar con paracaídas.
Llegué y el
monitor que saltaría conmigo; pegado a mi espalda estuvo dándome las
indicaciones correctas para que ese, mi primer salto saliese perfecto.
Oía su voz,
tranquilizadora. Me relajaba oírle. Me sentía bien. Me inspiraba confianza.
Me ayudo a
ponerme el equipo y nos dirigimos a una avioneta. Subimos y sus primeras
palabras fueron: relájate, todo saldrá bien.
Nos fuimos
elevando. No recordaba la sensación de libertad que proporciona sentirse por
encima del suelo.
Más alto,
más alto y más alto. Me decía yo. Hasta el final del cielo.
Al llegar a
una determinada altura, engancho unos arneses que tenía en su parte delantera
con los de la trasera de mi equipo.
Abrió la
puerta y el fuerte viento me recordó algo muy especial.
Lo mucho que me gusta la vida y sentir
sus emociones.
Ya no podía
hablar, solo pensar.
Arrimándose
a mi oído, me dijo: ¡salta!
No sé bien
si lo hice yo o fue él, el que me ayudo a dar ese salto.
Sentí que
volaba, era libre.
Se veía todo
tan pequeño y tan insignificante desde esa altura, que por un momento hubiese
querido que se parase el tiempo para siempre.
Pero no fue así.
Se abrieron los paracaídas y el brusco tirón hizo que volviese a la realidad. Estábamos
descendiendo y seguiríamos haciéndolo hasta llegar al suelo, donde todo sería
como antes.
Fue un salto
perfecto, demasiado rápido, me hubiese gustado estar más tiempo arriba. Pero quizá
mis ganas y mi percepción del tiempo lo acortase.
Cuando
llegamos abajo, se me saltaron las lagrimas.
Miré hacia
arriba y pensé: he volado más alto que cualquier pájaro.
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