Esta tarde
tengo que llegarme a una librería, tengo que recoger un encargo de algo muy
especial que pedí y ayer a la hora de cerrar me llamaron y me dijeron que ya
había llegado.
Pensaba- al
mirar la hora en el teléfono. El autobús se retrasaba bastante y decidí
comenzar a andar, el trayecto que hacía, era el del propio transporte y si veía
venir alguno lo tomaría.
Las
librerías para mi tienen un encanto especial. Cada vez que entro en alguna ,
cosa que es muy frecuente. Siempre pienso, ¿sería yo capaz de leer todos estos
libros, me daría tiempo leerlos todos?, al final llego a la conclusión que
sería imposible ¡hay tantos! Y el tiempo es tan limitado.
Esto no me
produce tristeza porque creo que todos los que yo no lea, vendrán otras
personas con las mismas o mas inquietudes que yo y acabaran leyéndolos.
Esto me hizo
recordar que:
Durante mi
pre-adolescencia, como todos creo, tuve una época muy rebelde y mis padres
decidieron que lo mejor era que el “clero” me hiciese cambiar las ideas que
tenia y que todavía tengo. Las de ahora aún más afianzadas.
Me faltaba
un año para hacer el bachiller así que de unánime acuerdo entre ellos sin
contar conmigo para nada . Me matricularon en un colegio de “monjas-no-monjas” que
estaba situado en la calle Arguijo, una bocacalle de la calle Laraña.
A decir
verdad, allí pase los tres mejores años de mi venidera adolescencia, hice los
mejores amigos de los cuales aún conservo algunos y los profesores eran
bastantes buenos, excesivamente estrictos pero supieron saciar casi toda mi
curiosidad intelectual.
Después
acabé cursando allí el bachiller.
Lo que más
me gustaba era que no habían clases solo las llamadas “puestas en común”, que
con el tiempo deduje que eran peor que las propias clases. Todo el mundo debía
participar en el tema tanto si era de químicas, matemáticas, latín, filosofía, etc.
Además tu organizabas tu propio trabajo, si un día querías hacías química o matemáticas
o francés o ingles…pero sabias que había dos horas de “puestas en común” por la
mañana y tres por la tarde que eran obligatorias y que los lunes y jueves
debías entregar todos los temas y los trabajos desarrollados con las
bibliografías que te daban.
Esto me
agradaba, me hacía sentir que yo era mi propia jefe.
Lo que más
me gustaban eran las clases de “química-práctica” que realizábamos en el
laboratorio.
Dicho
laboratorio, muy completo por cierto, daba al lateral del desaparecido teatro Álvarez
Quintero y mientras esperaba que las reacciones químicas hicieran su trabajo,
yo miraba por la gran ventana de gruesos barrotes de hierro y veía entrar y
salir a los actores, me quedaba embobada mirando. Cuando era primavera por el
calor se nos permitía abrir un poco. Los miraba tan ensimismada que muchos me decían
adiós con la mano.
Para mí todo
el que entraba o salía era un importante actor, como ¡no conocía ese mundillo!,
pues todo él, o la que pasaba por aquella puerta con gafas oscuras para mí era un
actor o una actriz importantísima.
A lo cual se
formaba el revuelo lógico entre todos, yo llamaba a mis compañeros, venían a
verlos y decía: ¡ aquel!, ¡aquel!, es el que me ha dicho adiós.
Con el
tiempo me di cuenta que un famoso es tan normal como cualquier persona.
Siempre el
mismo compañero me preguntaba y ¿ese quién es?, ¡ha! No se –contestaba- pero me
ha dicho adiós. Y como sabes que es un actor –no, lo sé…bueno, es igual me ha
dicho adiós.
Cuando esto ocurría,
Beatriz nuestra profesora de químicas, persona liberal donde las haya y por la
cual, sentí y siento un profundo respeto y cariño, decidía cerrar el gran
ventanal y nos moríamos todos de calor y de tedio mirando las reacciones de los
tubitos de ensayo y el goteo de los embudos en los matraces.
Notaba como
mis compañeros me miraban de reojo y podía adivinar sus pensamientos: ¡otra vez
Clara!, ¡siempre hace lo mismo!, ¡a fastidiar otra vez! Pero yo me sentía
feliz, para mí, había visto a un actor importante y me había dicho ¡¡adiós!!
Las ideas
que mis padres creyeron que se irían de mi cabeza, sobre el clero, se
afianzaron más aún, al conocerlo todo desde dentro.
Aparté todas
las ideas clericales y dejé solo la parte de la ciencia que era la que
realmente me interesaba.
Fue una época
muy buena en mi vida. Pienso que ese tiempo me preparo para después.
Las clases
eran por la mañana y por la tarde y los sábados por la mañana tenias la opción
de ir, si tu trabajo estaba retrasado para el lunes siguiente. Yo nunca fui un sábado,
mi sentido de la responsabilidad no llegaba a tanto, de forma que al lunes
siguiente si uno de mis compañeros me preguntaba, ¿no viniste el sábado? Decía
¡no!, mi trabajo acaba en viernes.
El viernes
por la tarde a las siete y poco, era mi hora preferida, deseaba salir. A
algunas amigas las esperaban sus “novietes”. Que por otro lado ninguno valía
nada, pero, cada uno es feliz a su manera.
Mi amigo,
uno que yo lo llamaba “el preguntón”, siempre me decía: te acompaño a tu casa –¡no!-
respondía, vienen a por mí.
Ahora después
del tiempo, se por qué me lo preguntaba, pero mis ideas en esa época eran
otras.
Intentaba estudiar, saciar esa curiosidad que siempre he sentido dentro
por todas las cosas, quería ser libre e independiente.
Pero nunca
sabré que hubiese ocurrido si algún viernes por la tarde le hubiese dicho ¡sí!
Era mi padre
el que venía a recogerme, íbamos casi todos los viernes a un sitio muy
especial.
Ese sitio
especial era la librería “Antonio Machado” muy cerca del Alcázar de Sevilla en
la calle Miguel de Mañara. Para mí era un sitio mágico, allí me dejaban leer
autores por aquella época casi prohibidos en España aún, por sus ideales
políticos. Nunca sentí represión en ese sentido por partes de mis padres, ellos decían:
“Todo lo que está escrito, se puede leer”. Así que, siendo muy joven tenia acceso
a cualquier tipo de literatura y así comencé a conocer a nuestros escritores
exiliados. En esa librería.
Mi padre era
muy amigo del dueño y había una pequeña trastienda, donde se reunían algunos
amigos a tomar café, mientras yo deambulaba por el paraíso de los libros.
Cogía uno leía
algo, lo dejaba, cogía otro y así hasta que uno llamaba mi atención tanto que
al final le decía a mi padre: ¡quiero este! El dueño y su mujer siempre
acababan regalándomelo, muchas veces decía que no había visto nada que me
interesaba, porque sabía que me lo regalarían y sentía un poco de vergüenza.
Nunca supe
cómo se enteraban pero el viernes siguiente me regalaban el libro que me había
interesado.
Era una
librería muy peculiar, regalaban libros y además te aconsejaban lecturas que
podías elegir o no. Me gustaba estar allí y me gustaba ese ambiente, me sentía
bien.
Después ese
negocio se traslado a la calle Álvarez Quinteros y entre eso, otras cosas y que me fui a
estudiar a otra ciudad, perdí el contacto con ellos.
Muchas veces
hablábamos mi padre y yo de esa época y de esas ideas y yo volvía a sentir la
misma libertad, de poder escoger libremente, los libros que más me llamaban la atención
durante la post- censura. Que no solo ocupó la época que sabemos todos, unos
por lo vivido y otros por lo relatado en nuestras familias, sino que siguió
años después.
Lo que no
cuadraba en mi mente, es que siendo mi padre un hombre tan liberal, ¿como
quería que cambiase mis ideas sobre el clero? Un día en una conversación, se lo
pregunté y me dijo: "nosotros no queríamos que cambiases tus ideas, solo queríamos que lo
conocieses desde dentro, para que eligieses con libertad, sin que nadie pudiese
influir en ti".
Entonces
supe porqué casi todos los viernes íbamos a esa librería. Él quería que comparase
dos mundos distintos.
A ese dueño
y a su mujer los recuerdo con cariño. Ese dueño tiene un nombre.
Pero para mí
siempre fue y será : “El hombre de los libros”.
Llegué a mi
trabajo casi sin darme cuenta.
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