La niña miró
una vez más por la ventana, estaba inquieta como cada vez que esperaba ese día,
esa visita.
Puso sus manos en el marco y poniéndose de puntillas intentó
divisar la calle que ya estaba comenzando a ponerse oscura. No vio nada pero
permaneció así unos minutos.
Como cada
vez que lo hacía, sabía que si permanecía así un tiempo al final vería la luz
de algún coche aproximarse. Y ocurrió. Una vez mas ocurrió.
Divisó por
fin los faros de un coche y se puso nerviosa. Sera él -pensó- ¡sí seguro que es
él!
Se alejó de
la ventana, no quería que la viese. El siempre desde que ella, era pequeña, más
pequeña que ahora. Le había dicho que ese día iría, que estuviese tranquila,
que durante muchos años no le fallaría.
Nunca
comprendió lo de “muchos años” ella quería que fuese “para siempre”.
Cogió una chaqueta y se la puso al mismo tiempo que oía el timbre de
la puerta.
Cerró su
habitación y bajó las escaleras corriendo, tan rápido como nunca quería su
madre que lo hiciese, pero no le importó. Era un día especial para ella.
Una vez
abajo y antes de que su pie abandonara el ultimo escalón, se quedó mirándolo y
sus miradas se cruzaron, dio un salto y se abrazó a él. Siempre había pensado
que era una de las personas que mas quería y mas podría querer en el mundo.
Lo rodeó con
sus brazos -diciendo- ¡abuelo! ¡creí que ya no venias! El hombre que no era
viejo ni tampoco joven -dijo- todos los
años te he dicho que vendré durante mucho tiempo y tienes que creerme, este día
es solo para nosotros.
Se inclinó
un poco y se puso a la altura de la niña, mirando esos ojos que tanto le
gustaban y que cuando ella era feliz le cambiaban de marrón a un verdes oscuro.
Era el indicativo que toda la familia tenía para distinguir su estado de ánimo
y vio que los tenia verdes, ese verde oscuro que tanto le gustaba a él porque
le decía que su nieta era feliz.
Con el
tiempo descubrió que con unas gafas oscuras, diciendo que le molestaba el sol,
nadie tendría que saber jamás como se sentía.
La abrazó,
con tanto cariño, que la pequeña llegó a sentir miedo de que fuese la última
vez.
Vamos –dijo-
dentro de poco ya se hará de noche y seguro que ya hay gentes esperando. La cogió de la mano y se dirigieron al coche.
El camino no
era más de veinte minutos, pero ese tiempo le parecía eterno. Cada poco –preguntaba-
¿queda mucho? Y el hombre no respondía , solo sonreía y a ella que le gustaba
verlo sonreír, lo hacía cada vez más a menudo.
De pronto –dijo-
ya hemos llegado.
Aparcó donde
pudo. No era como su padre siempre tenía que dejar el coche el sitio indicado.
Su abuelo
iba a lo esencial, ella lo admiraba además de tenerle un profundo amor, porque él
no seguía siempre las normas de los mayores que ella conocía. Con él las cosas
eran mas fáciles, nunca le reñía, solo le sugería y eso le gustaba, a su lado
se sentía importante y “mayor”.
Al bajar vio
el espectáculo que tanto deseaba. La inmensa duna
de arena fina.
Le dio con un movimiento instintivo la mano al hombre y se
adelantó unos pasos diciendo -¡vamos abuelo, vamos!
Subieron con
algo de trabajo la duna, pero a cada paso notaba como el tiraba un poco de su
mano.
Pensó que
siempre estaría a su lado para ayudarla a subir.
Y siendo aun pequeña se
imaginó la vida como esa gran duna, donde cada paso era un obstáculo superado.
Al llegar a
lo más alto, una vez más se asombró de lo que veían sus ojos, era su obsesión,
lo único que a su edad le llamaba tanto la atención, “el mar”.
Ya había
muchas gentes, muchas. Se repartían por la playa y en la duna. Habían también
niños de su edad …y hasta mayores que ella. Los observaba con una sonrisa en
los labios, sabía que eso quería decir que pronto empezaría el espectáculo.
Se sentaron
los dos en lo más alto. Donde siempre. Y donde ella siempre esos días, se volvería
a sentar de mayor sin él.
Y de pronto
poco a poco el cielo comenzó su danza, primero aisladas, después otras más
seguidas y mas y mas…
Cada vez que
veía una, le decía a su abuelo ¡mira!, ¡mira! ¿la has visto? Y lo miraba ella a
él.
El hombre
que conocía ese baile desde hacía muchos años y que realmente no le importaba –decía
siempre ¡sí!
Pero lo único
que miraba eran los ojos de ilusión de su nieta, donde sí veía reflejada todas
las estrellas del universo.
La pequeña volvió
la cabeza y se dio cuenta de que su abuelo no miraba al cielo, la miraba a ella.
No dijo nada, pero a su edad y en ese momento, comprendió muchas cosas.
Se acercó más
a él, lo besó en la mejilla y el hombre notó como si una de esas estrellas
cálidas y fugases le hubiese rozado el rostro.
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