No sé
cuantas personas estarán de acuerdo conmigo, pero los deportes de equipos no
son especialmente de mi agrado. Me gustan los individuales donde tú, si la cosa
no sale bien, no tengas que imaginar que fue por ese o por aquel saque, pase, o
tirada que no llegó a tu compañero.
Creo que eso
va también con el sentido de la “individualidad” que tenga cada uno, otros lo
llaman “no compañerismo”, “no saber trabajar en equipo” y alguno espero que los
menos, dirán: “egoísmo”. A mí los deportes me gustan con el esfuerzo de una
sola persona.
Todos los
deportes que imaginéis donde el esfuerzo no es compartido me gustan.
Comencé a
pensar esto en mi autobús, en el trayecto corto de todos los días pero que aun
siendo corto, a mí me dan para pensar tanto.
Yo no sé
jugar al futbol, empezando por ahí. En la playa unos amigos plantearon un
“partidito amistoso”.
Lo dije
desde primera hora: “ conmigo no contad”. Cuando he jugado con ellos siempre he
acabado con un moratón, una torcedura o una patada no intencionada, claro, pero
que duele lo mismo y llena de arena hasta el cuello pero esto no me desagrada.
Yo solo
sería animadora de los dos bandos y espectadora.
Iban a ser
cinco chicas y cinco chicos, éramos en
total doce, yo que no quería jugar y un compañero que estaba con un brazo roto,
que sería el árbitro en la distancia. Total tenían su equipo.
Hasta ahí,
todo bien. Sería el próximo viernes.
Después de varios baños, se decidió que como en la playa no había casi
nadie, era imposible molestar, así que empezaron a señalar los limites de aquel
campo imaginario con los correspondientes montoncitos de arena y algunas
piedras como porterías.
Noté que uno
del equipo de los hombres no había ido y pensé que llegaría más tarde, pero no,
dijo que al final no había podido. Sustituyó a un compañero de trabajo que por
motivos personales no podía hacer su turno.
De forma que
el equipo quedaría formado por cinco chicas y cuatro chicos mi amigo el del
trauma y yo de espectadora-animadora.
Pero la cosa
se complicó, comenzaron a decir, que así no se podía jugar que sobraba una de
las chicas y resulta que todas estaban entusiasmadas en ese partido. Yo
callada, veía las controversias que se estaban formando y miraba a mi amigo el
del brazo. En esa mirada intercambiamos ideas, pero le contesté en voz alta –
diciéndole – “conmigo que no cuenten”.
Pero
contaron: ¡es amistoso!…¡no te preocupes!…¡verás que divertido!
A todo decía
que “no”, que no jugaba con ellos. La última vez, tuve una torcedura de tobillo
y que no jugaba.
Me
convencieron… quise ponerme en el equipo de las chicas y no sé quien dijo:
quédate con nosotros y te protegeremos de las patadas, ellas las dan muy
fuerte. Lo creí, porque en el equipo masculino, había dos hombres fuertes de mi
familia y pensé que ellos me protegerían como si fuese una “princesita”. Me quedé con ellos.
Empezó el
partido y en la primera pelota que me tiraron a los pies, después de diez
minutos dando carreritas de un lado para otro y diciendo: ¡a mí!, ¡a mí! Una de mis amigas me la quiso
quitar y como jugábamos descalzos, oí un “CRAC” …sentí un dolor insoportable.
Miré mi pie derecho y vi el dedo pequeño totalmente desafiando la ley de la
uniformidad con los demás, doblado hacia la derecha más extrema. Mientras me caían
lagrimones, sin que yo quisiera, advertí como formaba ese dedo un ángulo recto
con el resto del pie.
Mi primer
pensamiento fue: ¡lo sabía! ¡me tocó!
Era 19 de Agosto,
cuatro días pasado el “ecuador” de mis vacaciones y un dedo roto. Todos mis
planes echados por tierra. Había una excursión
a los tres días que no me quería perder. La esperaba desde primavera, lo
tenía todo preparado. Me hacía mucha ilusión, no conocía ese sitio y estaba
visto que ese verano de hace tres años tampoco lo iba a conocer.
Pedí unas
zapatillas de las que se ajustan, puse mi dedo en su posición normal y con
mucho dolor la ajuste al máximo. Sabía lo que había que hacer, pero necesitaba
unas radiografías, tenía que saber que tramo del dedo estaba mal.
Oía a mi
alrededor: ¡te duele mucho!, ¡perdón ha sido sin querer!, ¡apóyate en mi¡,¡ no
te muevas, te ayudamos! uno de mis amigos perteneciente al gremio sanitario
dijo riéndose a carcajadas : ¡un médico!, ¡un traumatólogo, pero de los buenos!
A los demás no les contesté, pero a él sí y creo que es mejor que me reserve lo
que le dije, hay frases y palabras que mejor están en el fondo de mi memoria.
Rápidamente
, trajeron un coche, había que buscar un sitio donde hacer las radiografías, en
eso si fueron diligentes.
Con el
diagnóstico en la mano, vi que solo era el tramo menos complicado, pero en la clínica
se empeñaron en no dejarme salir de allí, sin la cura necesaria.
La única forma
de que este dedo vuelva a soldar es uniéndolo al dedo de al lado por medio de
un vendaje, esperar el tiempo necesario y ya está.
Pero el
resto de las vacaciones te lo fastidia un dedo tan chico.
Las
indicaciones que me dieron, son las mismas que yo habría dado: Reposo absoluto,
nada de movimiento, pie elevado por encima del corazón (es decir acostada),
nada de playa, ir si el vendaje estaba fuerte, ir si el vendaje estaba flojo,
no tocar el vendaje, no mojar, no andar, ni nada de nada y lo que más me dolió
no fue el dedo en sí, era saber que no podría bañarme en el mar, más ese mes.
Me llevaron
de vuelta a mi casa y me paré a comprar unos analgésicos, los que me habían
dado en la clínica, no pensaba tomármelos, eran demasiado fuertes, compré también
un rollo grande de esparadrapo y listo… a casa.
Me decían:
¡ahora tranquila, ya está todo! ¡ya se sabe de que es! ¡esto con reposo se
quita!
¡¡¡Reposo!!!
Me repetía yo, ¡imposible!, aborrezco esa palabra. Son mis vacaciones quiero
¡¡¡actividad!!!
Sabía lo que
tenía, ¿como no lo iba a saber?, era mi pie, era mi dedo y tenía el
procedimiento para curarlo. De no haberlo sabido, el amable doctor que me atendió
y que me preguntó el nombre tres veces, me lo había dejado bastante claro.
Cuando
estuve sola, empecé a estudiar mi propio caso. Me quité aquel vendaje, uní mis
dos dedos con esparadrapo por el sitio de la rotura, tomé un analgésico y a dormir un rato.
Cuando desperté,
vi que no había inflamación, así que lo había hecho bastante bien. Me arreglé y
con unas sandalias y salí a la calle.
Al día
siguiente, enfundé esos dos dedos en una bolsa de plástico pequeña que me
dieron al comprar unas pilas y me fui a la playa.
Hice la excursión
que creí que no podría hacer. Claro el dedo estaba en todo momento bajo mi supervisión
y a los cinco días decidí empezar a nadar, dolía un poco pero el placer del
agua superaba ese dolor.
No volví a
jugar más con ellos ni a las “palitas” en la playa. Veía sus partidos, éramos
todos amigos y no me negué a seguir animando a los dos equipos.
Dentro de
unos días hay un “derbi” en mi ciudad. Es una tradición para muchos de nosotros
ir y reunirnos.
Aunque no
entiendo mucho de futbol, siempre hay alguien que quiera que salga sabiendo un
poco más de este deporte y me va explicando: cada pase, cada jugada, cada
córner, penalti, saque de puerta, saque de banda, etc.
A veces me dicen: ¿has
visto que jugada más bonita?, cuando a lo mejor estaba mirando a alguien
indeterminado en la grada de enfrente – pensado- ¡qué colorido!, ¡voy a hacer
fotos!
Digo - ¡Sí!,
pero no es cierto, no sé si la jugada es bonita… porque no sé cuando es fea.
De todas
formas iré, es una manera de estar con los míos. Lo importante no es el partido
ni el resultado.
Creo que nos
reunimos más por pasarlo bien y las “chiquicientas” fotos que nos hacemos, que
por el “derbi” en sí.
Pero cuando
llegue a mi casa, pensaré: ¡qué bien lo he pasado!
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