Dicen que
cuando sueñas repetidas veces con una persona es porque te quieres despedir de
ella. Esto siempre me ha parecido una solemne tontería, pienso que cuando
sueñas con una persona es porque la añoras simplemente o porque te une una
buena amistad o si estamos pasando momentos no tan buenos pensamos
inconscientemente que nos podrían ayudar, que sería un gran alivio tenerlas a
nuestro lado.
Esos días
son los que cuando te levantas, lo primero que haces es mirarte al espejo y si
te quedas fijo en tus ojos, observas como caen dos lágrimas rápidas, que
parecen que han estado horas dormidas esperando el momento justo en el que
puedan ver tu imagen reflejada para caer.
Cuando esto
me ocurre, lo que hago es abrir el grifo y echarme agua fría en la cara, sé que
esas y más lágrimas se mezclan con el agua, pero yo no las veo y no me importan
todas las que salgan, seguro que después me sentiré mejor.
Al volverme
a mirar siempre le pregunto a la persona que me mira a los ojos:
¿tú eres tonta o… qué?, suelo pensar que soy “tonta” y también que soy
“o… qué”. Entonces voy a la cocina, pero pasando antes por una
habitación donde dejo mi aparato de música y los súper-cascos, me los pongo con
música a “tope” y me preparo un café fuerte.
Hay que
dejar de pensar de una vez, el día comienza y tiene que ser el mejor de hoy,
mañana ya se verá como sale el Sol.
Comienza mi
rutina de todos los días, como el ser mecánico que somos la mayoría, empiezan
las tareas programadas. No tengo ganas, pero cuando las cosas llegan a un punto
ya no dependen de ti ni de tus ganas.
Siempre he
creído que es ahí en ese punto justo, cuando dejamos de ser libres. Te llevas
toda la vida luchando por ser libre y cuando crees que tienes lo que te hace
libre, ves que eso mismo es lo que te esclaviza. Es una paradoja.
Quizá el
tener tantas ansias de libertad hace que esas mismas ganas sean las que nos
hacen esclavos de la propia libertad.
Bueno sea
como fuere, ya era hora de irme al trabajo. Mi cabeza mecánica estaba programada.
Tome el autobús
por inercia, una vez dentro de él, me pregunté ¿que línea habré tomado? Paraban
tres líneas. Es igual, la que sea y a donde me lleve.
No tuve
mucha suerte, no me había equivocado me hubiese gustado, pero no, me dejó justo
donde todos los días, parada antes o parada después.
Realicé mi
trabajo concentrada y olvidándome del mal levantar que tuve y al terminar y
salir de él… otra vez pensaba.
Ya no quería
pensar más, me estaba cansando de pensar siempre en lo mismo. Me preguntaba:
¿mientras yo pienso, que hacen los demás? Y yo misma me respondí sin voz: “los
demás viven”.
Me fui
andando a mi casa, sabía que a esa hora no había nadie aun. Ellos, los míos
llegaban mas tarde y me pasé por el parquecito, mi amigo Manuel, mi “don
quijote” estaría allí. Fue fácil
localizarlo, siempre en el mismo banco, debajo de aquel gran naranjo. Se pone
ahí porque dice que huele muy bien, pero yo sé, que ese es su sitio porque de
vez en vez caen pequeños azahares y le gusta.
Lo vi a lo
lejos, sentado con su sombrero de verano, es mayor y dice que el sol le puede
hacer daño. Me reconfortó saber que estaría un rato sentada con él, a su lado.
Al mirarlo
desde lejos pensé que sería una imagen perfecta para ser pintada por Renoir o
por Sorolla.
Cuando me
vio levantó un poco su sombrero en señal de saludo, una vez que lo hubo
colocado de forma algo más coqueta en su cabeza y con esa misma mano se dio un
leve golpe en la pierna a la altura de la rodilla. Lo interpreté como : ¡sabía
que vendrías! Y sí, supe que me estaba esperando, lo hacía a menudo. Se apresuró
a quitar unos cuantos azahares que habían en el sitio que destinó para que me
sentase y mirándome a los ojos y sin sonreír me dijo: ¿qué tal va todo?,
deslicé las gafas de sol que llevaba apoyada en la cabeza hasta mis ojos y
contesté: ¡bien… como siempre! ¿seguro? ¡sí, seguro!-dije.
Estuvimos
como media hora sentados pero no dijimos nada, era nuestra manera de hablar, no
había que hablar. Cuando él lo creyó oportuno se levantó y esperó a que yo lo
hiciera, comenzamos a andar para salir del parque.
Antes de
salir me ofreció su brazo, al que me aferré dándole mentalmente las gracias,
con ese gesto me estaba apoyando en lo que fuese que me pasara. Él no tenía que
preguntar nada, su edad ya lo había hecho sabio.
Cuando íbamos
caminando apretó tan fuerte mi brazo contra su costado que otras dos estúpidas
lagrimas quisieron salir de su sitio y lo consiguieron sin mucho esfuerzo, a
pesar de mi lucha por mantenerlas donde estaban, no me hicieron caso. Me
acompañó hasta donde vivo, el seguía, vive más arriba de la calle, pero durante
el trayecto no dejó de apretar mi brazo, creo que era su forma de decirme: ¡hay
que seguir!
A la altura
de mi casa, se quitó el sombrero y me abrazó tan fuerte, como si quisiese
sacarme mi dolor, mi pena o lo que enturbiase mi pensamiento.
Me miró y me
dijo: ¡mañana estarás mejor! Y lo creí.
Sonreí sin
quitarme las gafas, no quería que me mirase a los ojos.
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