martes, 25 de diciembre de 2012

VUELTA EN MOTO


Sábado por la mañana, mi trayecto va de mi casa a la piscina y de la piscina a mi casa, cuando es un sábado normal. Cosa simple, sin más complicación.
La complicación viene cuando los demás intervienen. Mi marido tenía que ir a recoger unos papeles, uno de mis hijos decidió acompañarlo y de paso me dejarían a mí en mi destino, más que nada por la lluvia, como si eso me importase, pero sonreí y lo agradecí.

La vuelta sería fácil, el tiempo de recoger los papeles y a las dos horas y algo más, me estarían esperando a la salida, todo perfecto y calculado. No podía salir nada mal.

La complicación vino, cuando al salir me encuentro a mi hijo en la moto y un casco para mí en la mano. Con asombro le pregunto, ¿qué ha pasado?  me dice que lo habían llamado diciendo que tardarían más y él para que no me mojara, estaba lloviznando, había pensado recogerme.

¡Madre mía!-pensé, con lo bien que me iría yo andando, además llevaba un paraguas de los chinos en la mochila.
Se reía, sobre todo porque sabe que no quiero ir en moto.

Miró el casco, diciendo: yo te lo pongo, hay que ponerlo fuerte. Por Dios, que lo apretó tanto, que sentí que la mandíbula superior y sobre todo los huesos malares me iban a sacar los ojos, se lo hice saber y dijo que era por mi seguridad.
¡ Sube, mami!  Me encaramé en esa moto tan grande y antes de subir él me miró a los ojos, repitiendo varias veces ¡agárrate fuerte! Esto sobraba, claro que me iba a agarrar y con todas mis fuerzas.

No sé porqué un trayecto que hago yo andando en  40 minutos tranquila relajada y contemplando mi alrededor, lo tenía que hacer en 10 con el alma en vilo.
Iba tan agarrada a él, que creí que me iba a fundir con su cazadora. Cerré los ojos, pegue la cabeza a su espalda y me dije-¡que sea lo que Dios quiera!. Y arranco.

Nunca había contado todas las rotondas que  existían desde mi casa, adonde iba todos los días. Pero os aseguro que desde el sábado pasado las cuento una a una.
Me aferraba tanto a él que pensé que tendría que mirarle  las costillas flotantes para ver si le había roto algo.

Cuando llegamos a casa, dijo, ¡ ya estamos! Me tome mi tiempo para bajarme y quitarme el casco que comprimía todas mis ideas. En el momento que me liberé de él, comenté,¡ no vengas más a recogerme me gusta llegar andando!.
Me miró, se rió y me dio un beso, diciéndome ,¿ves como no pasa nada?.

Os aseguro que nunca he comprendido lo de la velocidad. Si tengo que estar en un sitio a una hora determinada ,salgo antes y punto ¿de qué me sirve hacer un trayecto que dura una hora y media a cien, hacerlo a cientos veintitantos, solo para ganar como mucho veinte minutos? para mí, no merece la pena.
Se lo dije así. Pero él con su juventud  se volvió a reír y me volvió a abrazar.

Por eso pienso que la única cura de la juventud es dejar pasar el tiempo.

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