miércoles, 26 de julio de 2017

FRANCISCO "EL BIGOTES"

Era algo más de las diez de la noche. Las gentes estaban sentadas en las terracitas que hacía poco habían podido poner los bares. Esas temperaturas dejaban a los clientes dentro o simplemente no iban.
El calor era tan agobiante a esa hora, que volvió a mirar hacia arriba.  El cielo estaba algo oscuro, pero no por la hora, que aún había luz. Era el calor y ese polvillo rojizo impalpable que dejaba en los coches un velo de tierra en los que se podía escribir, a la vez que hacía que pareciese que nadie tenía la visión nítida, faltaba la luz que esa tierrecilla del desierto quitaba.

Se le imaginaron todos los coches aparcados en la larga avenida, folios en los que poder dejar un mensaje y alegrar la vista de los conductores a la hora de volverlos a tomar, pero eso no se hacía. 
El calor parecía caer desde al menos un kilómetro desde la vertical en la que se encontraban las dos mujeres y se expandía desde sus cabezas húmedas al resto de sus cuerpos y a todo su alrededor. Le dio la impresión de que hasta los árboles grandes tenían calor. Aun a esa hora se oía el ruido repetitivo, monótono y unísono de las chicharras.

Desde siempre había relacionado ese “cric-cric” de las chicharras, con el calor de su tierra. Un calor, capaz de quemarlo todo. Pero a esta tierra no le importa quemarse por el sol, porque sabe que las primeras aguas harán que en toda ella, en toda Andalucía, rebrote de nuevo un vergel. Y la mujer, recordaba el Romance de Abenámar y de éste saltaba a las calles de Granada. Calles por las que nunca se cansaba de andar y a las que dentro de poco le gustaría volver, porque siempre eran distintas. Siempre las miraba de distinta forma y siempre se volvía a enamorar de ellas. Era asombroso lo que un simple “cric-cric” le podía hacer soñar.
 ¡A ver si iba a ser verdad y era una soñadora!

¡Qué calor! Dijo una de ellas. Sí, hace bastante. Miró el teléfono y marcaba 32 grados. Lo mejor hubiese sido no ir, ahora tengo más calor que antes. Ya vamos a llegar, contesté.  Nadar a esa hora era agradable, había pocas gentes y las calles estaban bien divididas.  Has tenido más suerte, continué, tu grupo es mixto (normal, eran todos jóvenes), en el mío sólo hay cinco hombres, una mujer y yo, y cada vez que voy a salir me dicen que me espere, que me espere yo, ¿por qué? El primer día lo dejé pasar, pero sólo el primer día.  El segundo, le dije a uno en especial, “si nadas más rápido que yo no hay problema, pero si eres más lento, o te echas a un lado o te paso por tu izquierda, no me vas a dar con los pies en la cara”.  

Que te pasen por la izquierda, es lo que da más coraje, al menos a mí. Te descontrolan los movimientos, la respiración, el ritmo, la idea de meta, de llegada; en definitiva te quitan la concentración y ese pensamiento tonto que tenías en la cabeza y que te hacía avanzar, se esfuma y piensas: “eres un kdjreiumtuvnt, pareces lkhgfbc, te podías ir a jfiunugda”.  Porque básicamente un nadador en el agua, nada y piensa. Los pensamientos corren por su mente como el agua por su cuerpo.

A mí, al menos me pone de malhumor. A veces lo hacemos por fastidiar. Yo lo he hecho en alguna ocasión también. Dejas la distancia reglamentaria de salida y cuando sales haces un pequeño sprint y pasas por su lado casi rozando su costado, pero de forma que al dar la brazada del lado derecho tiene que coincidir con que el fastidiado saque la cabeza para respirar y lo desconciertas del todo, así el fastidiador se venga por querer salir siempre antes, el fastidiado.  Así es como se pasa de fastidiado a fastidiador. 
Esa argucia la he aprendido por las veces que me la han hecho a mí. Es una treta que la he hecho dos veces este mes en la  nocturna (la llamo así, por la horita de comienzo) y lo digo aquí porque nadie se lo va a decir a nadie y no me conocen.

Allí hablo poco y tampoco me interesan mucho las conversaciones que se oyen, total al final siempre son las mismas. El ex jugador de waterpolo que mientras hacemos los estiramientos, siempre está planeando un partidito para que veamos lo bueno que era en lo suyo, y digo “era” porque el hombre ya es mayor, y pienso: “conmigo que no cuenten para ese partidillo final de senior que está proponiendo, para que veamos lo “guay” que es él y la de pelotazos en la cara que nos llevamos los que no sabemos jugar y pensamos, si agarramos la pelota y la lanzamos o nos ahogamos directamente, porque otro va arremeter contra ti para arrebatártela, o hay otra opción, dejamos que nos partan la nariz de un pelotazo mientras nadamos en sentido contrario para esquivar el tiro elíptico que según él le sale tan bien, mientras se luce como un sirenito. Además los juegos en grupo no son mi fuerte, tienen demasiadas reglas, y a estas alturas de la vida voy quitándome reglas a destajo. Prefiero ir a mi aire.

Está también el niño rapero con los auriculares, que se pone a mi derecha con el amigo. De niño no tiene un pelo. Los trenticasicuaren ya no los cumple, con su gorra inflada de “I Love US”, roja, blanca y azul, con algunas estrellitas del país en cuestión dispersas. Nunca había visto a nadie hacer estiramientos con gorra, creo que es para que no se vea su cabeza de cabellos emigrando de una juventud alejada a una madurez no deseada, pero impuesta por el tiempo.

No sé el miedo a cumplir años, a veces cumplirlos representa una segunda oportunidad que nos ofrece la vida.

Cuando se quita la abultada gorra y esperas ver un cráneo espectacular, tiene directamente debajo el gorro de natación y una cabeza normal tirando a pequeña.
 Y está el amigo que se pone a su lado. Es mucho más joven que el rapero.

Él, es el que se metió en mi calle y casi se ahoga. Me asusté lo agarré y lo llevé a las corchas como pude, (el profe se había despistado un segundo hablando con la profe monísima de la calle de al lado) la segunda vez le dije, “si vas por el centro y no sabes nadar, además de entorpecer, te ahogas, quédate cerca de las corchas para que te puedas agarrar y le preguntas lo de las pirámides que ha mandado (nos había mandados dos pirámides, mi propósito era hacer una al menos, pero estaba más pendiente de que el niño no se ahogara, que de contar las vueltas), creo que no estás para hacer pirámides, primero debes aprender a nadar medio bien, o al menos a no ahogarte, no tienes ni resistencia". Me preguntó: ¿eso qué es?, no contesté. ¿Quién te ha metido en esta calle? le dije. Nadie, me he puesto yo, contestó, ¿el profe no te ha dicho que en esta no puedes estar?, ¡no! volvió a contestar. ¡Mira!, no puedo parar cada dos por tres, yo no te voy a vigilar. No me preguntes más que hay que hacer si no puedes hacer nada de lo que manda, nada solamente, pero creo que lo mejor es que salgas y hables con él, dile que no puedes seguir el ritmo de esta, seguro que hay una calle mejor para ti. 

En esa quitaron desde el principio las corchas y unieron dos calles, por lo que si se sigue el ritmo lógico de salida nadas mejor, porque al final haces un trayecto paralelo al bordillo, y puedes girar sin tener que parar. 
Al muchacho lo cambiaron de calle y lo llevaron con los del primer cuadrante, eran señoras principiantes. Creo que le dolió más que fuesen mujeres a que fuese una zona de principiantes. Le dieron un palote para que se mantuviese a flote. 
En un giro de vuelta, vi que me miró desde el otro lado, creo que no estaba muy contento. 

Era agobiante pasar por su lado y oírlo murmurar ¡me ahogo!, ¡me ahogo!, ¡ya no puedo más!, ¡me hundo! 

Cuando salí lo vi en la acera dije ¡adiós! Y no contestó, al parecer que se molestó. Pensé... ¡esta noche ya no duermo!

Sólo esas menciones, los demás son gentes normales. Bueno…normales…normales, tan normales como yo, que yo también tengo lo mío. Tengo todos los defectos del mundo, más los que me busco yo sola. De perfecta nada de nada, no sé ni qué es eso, vamos no sé ni cómo se escribe perfecta, pesferta, pefreta, pefesta… ¡a saber!

Creo que es una de las piscinas donde menos hablo, los que me conocen pueden dar fe, de que no soy una persona callada, soy habladora. Mi amiga, la Doctora Cordones y la niña de Matrix, dos personas muy queridas por mí, lo saben y saben lo mucho que nos reímos en la consulta los martes, que en vez de consulta parece que hacemos risoterapia. No puedo dejar de sonreír cuando las recuerdo. Seguro que ni se imaginan que las menciono.

Ellas saben las sangres que convergen en mis venas, de qué sitios de España provienen y cuál es la dominante en mí, de ahí mi sentido de ver la vida, que no es ni mejor ni peor, es diferente. La diferencia creo que radica también en creer que cuando nuestro tiempo limitado termina, lo hace para siempre, no hay prórroga. ¡Ay! La vida es como un código de barras.
                                             …………………..


Sólo le decía a mi hija cuando coincidíamos en el bordillo, ¡déjate ir un poco!, ¿vas bien?, ¡sí¡ y ¿tú?, ¡bien!, respondía yo. Y volvíamos a lo nuestro que era seguir nadando. La miraba en la salida, me gustaba observarla cuando daba esa patada potente y se ponía a velocidad de crucero. No estamos en la misma calle, ella está en la súper-mega-ultra-rápida, yo en la de al lado, en la normal.

  Pues a retomar el tema. Volvíamos a mi casa, cuando oímos unos gritos en forma de cante, que a ella no le impresionaron, pero a mí sí. Miré hacia  un lado de la avenida y fue cuando conocí a Francisco “El Bigotes”.
Nos miraba fijamente, nos cantaba a nosotras y escribía en un cuaderno tamaño folio con un rotulador, lo hacía todo a la vez.
¿Quién es? Francisco “El Bigotes”, no lo conoces. ¡No! Noté la cara de extrañeza de mi hija ¡No lo he visto nunca! Dicen que les hace poesías a las personas que llaman su atención y dicen que para que las personas se queden quietas mientras él escribe, les canta, me dijo. ¡Ah! ¿Y qué hacemos ahora?, ¿nos vamos?, ¡claro!, él nos seguirá hasta que termine la poesía y después se irá a buscar a otro. Cuando termina de escribir, ya nadie tiene su interés deja de mirarlo da la vuelta y se va.  Pensé en muchos nombres de trastornos que podía  tener ese hombre y al final decidí que solamente era diferente.

 
“El Bigotes”, no tenía bigote ni barba, pero si unas cejas superpobladas. Era de estatura media. Delgado. Con una prominente nuez y casi carente de barbilla. En la boca tenía una pronunciada “diastema” entre las paletas superiores. Ojijunto. Con un blog en una mano. Risueño, ruidoso y con un rotulador en la otra. Vestido con una camiseta roja, larga como la de los jugadores de baloncesto, un pantalón tipo deporte ancho y rojo también, que le acababa justo a mitad de las rodillas. Pelo hacia atrás, pero ralo, escaso, lacio. Le echaba unos cuarenta o cuarenta y cinco años, aunque vaya usted a saber si habré acertado. Articulaciones huesudas, pensé que debía tener algo de reuma. Mirada fija, descarada, oculta tras su trastorno. Su cara expresaba un toque de intuitiva conciencia de lo absurdo, pero que a su vez le importaba un pepino un pimiento o como se diga en cada país. Daba como pequeñas patadas en el suelo, cantaba algo incomprensible y garabateaba todo a la vez. Parecía un niño maleducado, consentido, mimado y al mismo tiempo un adulto parado en el tiempo, en esa época en la que dejó de ser él y siguió viviendo sin la conciencia de su propio yo, de su propia entidad. Estoy segura que él si sabía lo que escribía, era un ritual callado que el mismo inventó y que él solo entendía. Calcetines blancos hasta media pierna. Deportivas blancas. Gafas de gruesos cristales, que ya habían sido reducidos.

Cruzamos, quería verlo más de cerca, creo que también soy curiosa.
Me fijé bien en sus ojos. Él, escribía garabatos pero mantenía los ojos fijos en nosotras. Me pareció ver que tenía los ojos amarillos. Nunca había visto ese color de iris. También es posible que se debiese a la alta graduación o a la reducción de los cristales. Su cara la adornaba una gran nariz con caballete y unas orejas que es su parte superior se inclinaban hacia la cara. Descrito así se podría pensar en alguien feo, pero en conjunto cada pequeño detalle de su cara, se amoldaba a él y no era feo, era él.

Lo observé bien. No me da pudor fijarme en las personas, observarlas, sé que a mí también me observan. Los observadores tenemos ese no sé qué número de sentido…llamémosle “octavo sentido”, no sé si después del sexto habrá alguno más, porque lo del séptimo creo que es arte, ¡ah! Sí, el cine. Bueno lo de “octavo” me ha gustado. Pues como narraba, los observadores  sabemos cuándo estamos siendo observados y a mí no me importa. De todas formas si ves que alguien te observa, lo más que puedes decir es: ¿qué miras? O ¿te gusta lo que ves?, más de eso no se puede hacer nada. 

Pensé en Dios. Y en la frase “El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios”. 

¿Quién la diría? ¿Quién la pronunciaría por primera vez? Quizás personas como el “Bigotes” lo creasen y de nuevo me adentré en la paradoja…

“Dios creó al hombre y el hombre creó a Dios”. Esa controversia me había rondado la mente, desde que me reconocí como persona pensante. ¿Tanto se necesitaban mutuamente? Dios necesita al hombre para existir y el hombre necesita a Dios para no dejar de existir. Parecía una dependencia nociva, dañina y un pulso entre ambos. 
Sí, ese fue mi pensamiento en ese punto justo de ese día de mi vida. 
Pero ¿quién tenía más libertad, más poder? Los dos eran creadores y a su vez habían sido creados por el otro. Y si tan simple era todo, ¿por qué yo no veía tal simplicidad?

Volvimos a cruzar y apreté el paso, hacía mucho calor y quería llegar pronto, aún quedaba un trayecto largo y a pie. ¡Mamá no corras!...¡vamos!, ¡vamos! Dije. Seguro que ya ha terminado la poesía, ha dejado de cantar.

La verdad es que cuando cruzamos, el hombre seguía mirándonos, pero ya no cantaba, ni escribía, sólo nos observaba, estaba claro que él también era un observador. Volví la cabeza varias veces y seguía allí, clavado con sus pies en el mismo trozo de suelo. Ya no distinguía su cara, pero creía que sus ojos estarían mirándonos hasta que nos perdiésemos por la avenida. 







                       

viernes, 16 de junio de 2017

PARA GUSTOS LOS COLORES

Se dirigía a las escaleras del túnel, cuando una pareja alemana enseñándole un billete de transporte, preguntó si era la vía correcta. Sí, respondió al tiempo que sonreía. Al cabo de unos minutos, volvieron a preguntar por una parada determinada, era su parada, y para tranquilizarlos dijo que  los avisaría que se bajaba en la misma.

Ni por un momento pudo suponer, que se iban a pegar como dos lapas. Los iba avisar, aunque se hubiesen sentado dos lugares más alejados. Ellos la miraban y sonreían, eso le gustaba. Le agradaba que las gentes se sintiesen alegres y esa pareja lo estaba y lo demostraba.

Que eran turistas se notaba y comprendió el desconcierto de los dos.
Se habrían alejado del grupo o tendrían el día sin excursiones programadas y debían haber decidido investigar por otros lados de la ciudad. Era buena idea. Es lo que hacía cuando viajaba. No le gustaban los viajes con excursiones programadas, le gustaba ir a su aire, pero para eso hay que saber que zonas de una ciudad hay que evitar. Todas las ciudades tienen sus zonas conflictivas y es bueno saber cuáles son, más que nada por precaución, una vez informados de estas, si queremos conocerlas es decisión nuestra.

 Reconoció en ellos, el mismo desconcierto que  había sentido las primeras veces que tomó el metro en París. No se permitía el lujo de pensar en nada más que en la parada en la que debía bajar. Las distancias entre paradas eran demasiado largas para confundirse. Iba leyendo los trayectos en los paneles que estaban situados por encima de las ventanillas y que se encendían en la parada que hacía en ese momento. Pero ese panel indicador solo se hallaba  en dos ventanillas por vagón, así que, se las tenía que ingeniar para situarse cerca de una de esas ventanas y a veces era realmente complicado. También había probado el “método contar- paradas”, pero se distraía con una mosca y a la segunda vez de pasarse de destino, eligió el “método lector- paradas”.

 Cuando tomaba el metro siempre pensaba en las hormigas entrando en un enorme hormiguero.  Al llegar a la parada de los Campos Elíseos, respiraba con alivio y se apresuraba a salir, no quería pensar en se cerrasen las puertas y quedar atrapada para ir a un destino que no había elegido.

No le gustaban los metros ni los ascensores, pero era lo que había. Los ascensores los evitaba, pero el metro lo utilizaba sí o sí.

Tenía que dejar de soñar. Eso no era París, ni iba a los Campos Elíseos o a Montmatre, ni siquiera estaba en las escalinatas de la Basílica del Sagrado Corazón haciendo fotos. Estaba en un metro custodiada por una pareja de alemanes jóvenes y simpáticos que esperaban que se bajase para hacerlo ellos también.

Ambos seguirían sus rumbos  y nunca más se volveríamos a encontrar. Había sido un punto en común de los de siempre, de esos del universo, uno más de los muchos que tiene y hace que coincidamos con personas que nunca volveremos a ver, pero que por un instante y en un momento determinado esas vidas, se han necesitado para un fin, para alguna experiencia, para cambiar en algo su y nuestra forma de ser, de pensar, de ver el mundo. En definitiva, para que ambas partes sigan evolucionando y completando el ciclo cósmico e infinito en el cual, las almas deben estar inmersas hasta alcanzar la deseada perfección.

Cuando estas personas o nosotros mismos cumplimos ese cometido, desaparecen y desaparecemos de sus vidas, dejando una marca en el alma, un suspiro en el corazón y una sonrisa en los labios.

Sería curioso cuestionarse si al nacer tenemos un número determinado de personas a las que conocer, que todo esté programado por “algo” y que al ir conociendo a todas aquellas personas que deben estar en nuestro destino, nuestro tiempo se vaya acortando. Es un pensamiento angustioso y absurdo, pero como planteo hipotético sirve.
Todas esas personas conocidas fortuitamente tienen en cierta forma el poder de cambiar en algo nuestro destino. Por ejemplo, influí en sus vidas ayudándolos a llegar a su destino sino, hubiesen perdido el metro. Ellos influyeron en la mía, porque en el lugar en el que me senté para que estuviesen cerca, tenía justamente enfrente al hombre más peculiar que había encontrado en mucho tiempo.
No sé su nombre y nunca lo sabré, aunque puedo pensar que es el de la pulsera. Quizás también haberlo visto haya sido otra coincidencia y por más que tome ese metro día tras día, no volvamos a coincidir y pienso esto por la lógica aplastante de que antes nunca lo había visto.

Menudo, delgado. Charlatán. De cabello negro, tan negro como lo más profundo del abismo más profundo y oscuro, en una noche cerrada. Piernas cruzadas. Pantalón con estampados étnicos, excesivamente estrechos con bolsillos de parches. 

Me fijé en el estampado del pantalón, porque ese tipo de dibujos no son nada de mi agrado y porque era imposible no fijarse. De hecho, compré en cierta ocasión una camisa que me gustaba bastante y el estampado era formando cuadraditos de diversos motivos y colores pasteles, al cabo de unos meses vi que tenía como un cuadradito de unos dos centímetros en un costado que representaba algo parecido a las motitas de un leopardo, lince, gato montés o vaya usted a saber que animal étnico era. Seguí buscando y ese dibujito se repetía y nunca me había fijado. Nunca más me la puse. 

El pantalón de fondo amarillo oscuro y beige, era con dibujos simulando la piel de leopardo. Voz fuerte y potente, que no iba en consonancia con la figura delicada y menuda que poseía. Camisa marrón claro, mangas remangadas hasta cerca del codo, dejando ver varias pulseras color oro y un tatuaje, por más que lo intentaba no conseguía saber que era, tenía un dibujo y unas letras. 
Me hubiese gustado poder agarrarle el brazo y leerlo. El simple hecho de ese ridículo pensamiento hizo que me pusiese roja y dirigí la mirada al suelo del vagón deteniendo la vista en mis pies y pensé, ¡que horribles son las sandalias que llevo! 

Piel bronceada. El peinado se resumía a una raya en medio de la cabeza que dejaba aparecer algo menos de un centímetro de cabellos blancos y una melena rala que caía a ambos lados de la cara hasta llegar a los hombros. Ojos oscuros situados en unas cuencas pronunciadas, cejas negras muy pobladas. Pómulos elevados y cara algo alargada. Las orejas iban perforadas varias veces y en cada una llevaba una argolla. Recordaban a de los piratas que se las perforaban cada vez que pasaban por el Cabo de Buena Esperanza o por el de Hornos. Me quedé un momento mirándolo discretamente o al menos eso es lo que pretendía y pensé que su vida había debido pasar varias veces por ambos Cabos. 
Empecé a tomarle cariño, aún sin conocerlo. 

Llevaba, excesivas pulseras de oropeles, incluso una gruesa tipo “esclava” con una gran placa que ponía “Manolito”. Al cuello, una gorda cadena también dorada de la que pendía un medallón con la imagen de un Cristo. Me miró. No aparté la vista, mi mirada no le molestaba porque me sonrió y le correspondí de igual manera. Creo que los dos nos estábamos estudiando y a ninguno nos molestaba, algo debía tener yo o mi atuendo que le llamase la atención igual que él me la llamaba a mí.
Él, en conjunto, era como si me hubiese hipnotizado.

No sé cómo se llamaba el modelo de barba o perilla que lucía, era una tira como de un dedo y medio de ancha de pelos blancos, que iba desde el centro del labio inferior a la punta justa de la barbilla, nunca había visto una perilla así. Las patillas eran anchas, largas y canosas a modo de los antiguos bandoleros, lo que le daba el toque justo, desafiante y provocador de demonio terrenal. 
Zapatos marrones terminados en una punta increíblemente larga, calcetines claros. Correa blanca con perforaciones a modo de ojetes en dos filas paralelas a lo largo de toda ella. La camisa iba por dentro del estrecho pantalón. Poseía ademanes propios y estereotipados de un artista de la farándula.

De buena gana me hubiese puesto en el asiento libre que había a su lado, pero estaban los alemanes sentados junto a mí y no lo creí correcto. No podía escapar. No podía decirles que la vida de Manolito debía ser muy interesante y que de esa vida seguramente yo tendría muchas cosas que aprender.

Podría haber pasado horas hablando con él.

Definitivamente ese hombre para mí, era un artista en la forma de expresarse y en sus manifestaciones estéticas externas.

Manolito, hablaba en voz nada baja, manteniendo el interés de todos los que estábamos allí. Hablaba de una gala benéfica….”voy sólo por ayudar, eso no me aporta nada económico”….decía. Irán mis hijos y mis nietos y quiero que me vean actuar y cantar, dentro de unos diez años tendré que dejar esto definitivamente, porque ¿qué edad cree usted que tengo? Le dijo a la mujer que estaba sentada enfrente y a la que debía conocer, aunque fuese de vista.

En sus mejores tiempos habría sido cantaor flamenco y tocaba la guitarra, eso no lo dijo pero los dedos y las uñas de la mano derecha de los guitarristas, son distintos a las de la izquierda. En la derecha, las uñas son más gruesas, más curvas, más deformadas y sobre todo la del pulgar es característica. Y los dedos de la mano izquierda son con terminaciones chatas o en forma de martillo, característicos de la presión constante en las cuerdas. Por supuesto dependiendo que el guitarrista sea diestro, en el caso de ser zurdo, es al contrario.
                                             …………………..

 En una conversación con personas a las que no conozco mucho, hay dos tipos de preguntas que me asustan, las que empiezan por “¿A qué no sabe….?”, y “ ¿ Qué edad me echa? "

 Respecto a la primera. Sé seguro, que no voy a saber lo que me van a preguntar o contar, básicamente por no ser una persona muy conocida por mí, y en el hipotético caso que lo supiera o supiese iba a decir de igual modo que no lo sabía, no iba a quitar a mi interlocutor el disfrute de narrarme una batallita, con todo tipo de detalles y matices.
En cuanto a la segunda. Soy muy mala para echar edades, lo mismo subo diez años que los bajo. No, no quiero que me pongan en esa tesitura. Me fijo en aspectos muchos más importantes de las personas que en su edad.

Mi cerebro dejo de hacer ruido, de pensar y de divagar, él esperaba tan impaciente la respuesta como yo.  Pues tengo setenta y tres años, ¿a que no los aparento? La mujer dijo, ¡no!, ¡que disparate!, ¿cómo los va aparentar?, ¡y el carácter jovial que tiene! Pensé, menos mal que la mujer no ha respondido, yo le hubiese echado mucha más edad, no porque yo supiese si los aparentaba o no, sino por mi desconocimiento de las profundidades de las arrugas en el cutis.

Creo que estas preguntas las hacen para responderlas los propios interesados y esperar que los demás digan, ¡no me digas!, ¿de verdad?, ¡jamás lo hubiese acertado!, no los representas para nada. Pero Manolito para mí, si los representaba, e incluso, le hubiese echado un puñadito más.

Él seguía hablando de tiempos pasados, de galas, de amoríos…en fin, amenizó el viaje a los seis o siete que estábamos cerca.

Los alemanes se miraban y se reían y me desagradó mucho la idea de que lo estuviesen haciendo de Manolito. ¿Qué derecho tenían ellos a reírse de él? ¿Se habían mirado a un espejo y habían visto su piel roja quemada a sol de fuego lento español, los calcetines de espumilla, sus chancletas corrientes, esos pantalones cortos, las camisetas sudadas, y esas enormes mochilas con las que iban molestando? Prefería diez Manolitos que a dos pares como ellos.

Les dije sin sonreír, “vuestra parada es la próxima”. Me puse de pie y me fui a otro vagón. Ellos se quedaron mirándome, seguro que habían entendido el porqué de mi comportamiento. Ya no me parecían simpáticos. Llegó mi parada y bajé. Por el rabillo del ojo vi que ellos también lo hacían por otra puerta.
Intenté ver a Manolito, pero el brillo de los cristales en el túnel no me dejó. Miré la hora. Era más temprano que de costumbre, estaba decidida volverlo a ver.

Seguro que el destino al presentarnos, no nos iba a dejar a ninguno de los dos con ganas de hablar. Y si el propio destino así lo había decidido, ya no era hora de luchar contra él, una discreta resignación era tan válida como un corto diálogo.








viernes, 26 de mayo de 2017

DOÑA MERCEDES

Se dio prisa, quería llegar a la gran plaza bañada por el sol. No le gustaba que la esperasen, según su madre era una falta de educación.

Las normas de su madre en cuanto a la educación eran muchas, estrictas y variadas. Por supuesto, nunca las llevó a cabo todas, ni siquiera la cuarta parte de ellas. Eso la había convertido en la persona que era y de la que no se avergonzaba en ninguna de sus facetas. 
Aunque su madre ya no la llamase “libertaria”, sabía que lo seguía pensando. Esa barrera entre ellas jamás desaparecería, más que nada porque aún de mayor, le repetía que era como su abuela, por supuesto, su abuela paterna y en realidad físicamente se parecía mucho a ella. Su padre se parecía mucho a su madre y ella por tanto se parecía a su padre y a su abuela. 
Era alta, no tanto como lo había sido él, pero desde su altura se veía la vida nítida, simpática y hasta con toques rosados, por eso a veces los mismos problemas que agobiaban a los demás, ella los pasaba, volando por encima de ellos. No es que no se preocupase, que no era eso, sino que se preocupaba a su forma. Pensaba que todo tenía solución y se podía solucionar, todo menos la muerte y si una vez muerto, no te enteras de nada, para que preocuparse por tonterías.

La mejor herencia de esta rama paterna y que ella llevaba en los genes, era el carácter, era el mismo de su abuela y su padre, ellos lo llamaban “carácter liberal”, ella decía que era “carácter qué te importa”. “Qué te importa lo que yo haga, yo a lo mío y tú a lo tuyo… a criticar”. Eso y la tozudez. 
Era bastante persistente y era mejor mantenerla en ese estado, porque cuando decía que dejaba de importarle algo, nada la hacía retroceder, aunque con ello se fuese parte de su alma.

 No había heredado el rubio de la familia materna ni los ojos grises de su abuela por parte de madre, ni tan siquiera los tenía azules como los de su hermano, los suyos eran verdes-marrones-corrientes, pero eran mucho mejores, en verano eran verdes oscuros y en invierno se volvían marrones por la falta de sol y además eran mejores porque eran los suyos y quizás ese color fuese el que le hacía ver la vida del color más bonito que existía, el “color optimismo”.

De joven le repetían tanto lo de “Libertaria” que no le hubiese importado que le hubiesen cambiado el nombre ¡Ay! Pero madre no hay más que una….al menos en mi caso.
                                         …………

Ben, era un galgo rescatado de un refugio y con una cicatriz en el cuello, recuerdo de una acción criminal llevada a cabo en algunos sitios. Cuando ya no sirven para correr ni como sementales por cualquier motivo, se desprenden de ellos. Normalmente lo hacían con las hembras viejas que ya no parían, pero no sabía por qué, esta vez era un macho. Quizás, ya no sirviese para las carreras o su dueño apostó mucho por él y ese fue su castigo por perder.
Lo encontraron atado por el cuello y sólo se podía mantener un poco con las patas traseras rozando el suelo.

¡Seres de almas oscuras! El infierno de esas gentuzas es su propia vida, nunca tendrán luz y así lo deseo yo ¡Por siempre!

Ben estaba como de costumbre, al lado de la rúcula, a veces creía que la olía y otras que llegaba a darle un pequeño mordisco. Era tan solitario como las personas habladoras.

Dijo su nombre en voz alta, él miró, se acercó y a través de la reja olfateó el aire. Extendió la mano y acarició la fina cabeza del animal. Pasó la mano por su cuello, notó la cicatriz, lo miró a los ojos y pensó: “Son recuerdos de tu guerra Ben. Todos los tenemos. Son las marcas de los guerreros. Unas cicatrices van en la piel, otras en el alma, pero tu alma nunca la podrá tocar ya nadie”.
Ben, con su porte majestuoso, su fino cuerpo y su rabo cortado, volvió a su lugar favorito del universo. Seguro, que el animal no sabía que el paraíso lo iba a encontrar al lado de unas cuantas plantas de rúcula y canónigos.
                                  
Cerró la puerta principal, suspiró, miró al cielo y se fijó en el tráfico…parece que hoy es más denso.
                                         
Tenía frío, la mochila llena de bártulos natatorios no abrigaba mucho. Era temprano, aún faltaban diez minutos y se sentó en el borde de la gran plataforma de los eventos, donde agradeció los rayos de sol.

Antes había sido el llamado “Quiosco de música”, donde los músicos que tocaban en fiestas y en un fin de semana más que otro, guardaban los instrumentos y las sillas que ponían alrededor del quiosco elevado, para que el público, escuchase cómodamente sentado en esas sillas de tiras de maderas. Sillas que se recogían en forma de tijeras, formando un ruido característico como en los cines de verano, cuando las cerraban para baldear el suelo y que el albero se asentase. Eran los cines de la “infancia mágica” y al igual que en estos cines después de la sesión, quedaba un manto de cáscaras de pipas, de cacahuetes y restos de algún que otro bocadillo degustado.
Lo mismo ocurría alrededor del quiosco, mientras se deleitaban con la música seguramente ensimismados, y las piezas de Vivaldi o de algún otro grande se mezclaban en los sentidos, con sabor a charcutería, caramelos, chocolates o a lo que estuviesen comiendo en ese momento y entre bocado y bocado casi seguro cerraban los ojos. Mientras que los amantes, sentados y con las manos entrelazadas, los abrirían más, para mirarse con ansias en los del otro e intentar ver si en sus almas también existía música.

El “Quiosco de música” no lo conocí, pero me lo han contado cientos de veces. De todas formas, nunca he creído que los instrumentos quedasen allí, sé lo mucho que un músico ama sus instrumentos para dejarlos en la calle, por muy bien que estuviesen protegidos y por muy poca delincuencia que hubiese en aquellos días, de eso también se alardeaba….pero esa es otra historia ¡El Edén no existe!
                                              
Sentada en el borde de la gran plataforma, vi al hombre que espía, mirarme y no le di importancia. Él siempre estaba en la gran plaza, con las manos en la espalda y mirando a todas las mujeres. Era un mirón inofensivo, pero a mí me molestaba que me mirase y a veces, si estabas mucho tiempo esperando a alguien, se acercaba demasiado y decir demasiado, es decir, unos tres o cuatro metros, pero poniendo cara de enfado subido y mirándolo fijamente a los ojos, se alejaba a pasos más rápido que con los que se había aproximado.
Vi venir a la persona que esperaba y sentí alivio, cinco minutos en el sol para mí son muchos, no aguanto mucho más.

 Era viernes. Llegamos al bar donde solemos tomar un largo café, no por la cantidad sino por el tiempo que empleamos. Allí nos ponemos al día de muchas cosas y hablamos de todo lo divino y lo humano, lo que es y lo que no es, en fin, en esa pequeña mesa arreglamos el mundo y cuando nos vamos a nadar, sentimos que el mundo es más amable por el arreglo que le hemos hecho delante de un taza de café y un vaso de agua.

Nos sentamos en la terraza. Sólo estaba ocupada una mesa al lado nuestro. Era una mujer. Más tarde me enteré que se llamaba Mercedes.
Era mayor. Con unos increíbles ojos azules que no reflejaban el mar, eran el propio mar. En su juventud esos ojos debieron ser la envidia de muchas mujeres y el deseo de no menos hombres.

Estatura baja. Bastón con empuñadura plateada con la cabeza de un león, que acoplaba perfectamente dentro de su puño cerrado, lo que inducía a pensar que era viuda, no por el bastón sino por estar sola. La edad y ese "estar sola desayunando" lo corroboraban. Ese debió ser el bastón de su marido. Cabello canoso peinado hacia atrás y recogido en un moño que le daba un porte digno de experiencia y sabiduría. Cara agraciada. Sin maquillar. Se notaba que había poseído una piel estupenda de poro cerrado, aún a su edad no poseía arrugas de surcos profundos. Eso suele ocurrir en las pieles que han sido grasas, la propia grasa les sirve de nutrientes, aunque las pieles grasas tienen el poro más dilatado. Mejillas sonrosadas, cejas arqueadas pero no en demasía. Voz amable y carácter educado. Después en el trascurso de la conversación, me di cuenta que había sido de clase media-alta. Camisa de manga francesa rosa palo claro, rebeca beige echada por lo hombros, falda plisada gris medio, medias claras y zapatos cómodos y adecuados a su edad. Como único adorno llevaba un fino collar de diminutas perlas blancas y unos pendientes también de perlas, por el oriente de estas, debían ser buenas.

Estábamos hablando de un tema determinado. Se puso de pie se volvió hacia nosotras y dijo: “disculpen que entre en la conversación, pero yo viví un caso muy parecido al que estáis hablando y mi experiencia me dice... "

Estuvo un rato hablando con nosotras, le ofrecimos asiento y aceptó. Al rato, llegó un hombre que abrió los brazos al tiempo que decía: ¡Doña Mercedes, cuánto tiempo sin verla! Por eso supe su nombre. Ella se puso de pie y sin saber por qué, yo lo hice también. Se volvió a disculpar por haber entrado en la conversación, dijimos que había sido un placer y se sentó es su mesa.

Cuando volví a sentarme me llegó a los pies un balón y sin pensar le di una patadita y lo devolví a su dueño, lo recogieron unos deportes blancos. Era Samuel.
Samuel, era el mulato más guapo que había visto yo en mucho tiempo. Su piel marrón, sus enorme ojos, su cabello rizado y su sonrisa, hubiesen enamorado a cualquier mujer, a cualquier mujer que hubiese tenido doce años.
Acababa de llegar del campo de fútbol, contó que era el portero del equipo infantil o juvenil, no me enteré bien y cómo no entiendo de fútbol pues no lo comprendí, ni insistí en saberlo, pero debía ser muy importante, porque mientras lo contaba le brillaban los ojos. Había vuelto al campo porque la tarde anterior habían tenido partido. Por costumbre, dejaba el teléfono en una esquina al fondo de la portería y con la emoción producida porque habían ganado se le olvidó allí.
Dije, ¡vaya!, portero. La próxima vez que te vea me vas a firmar un autógrafo, lo que propició que su cara se iluminase y se produjese una amplia sonrisa haciéndolo aún más guapo.

Recogió el balón se volvió a doña Mercedes y dijo: “abuela tengo hambre”. Entra y pide tu desayuno, contestó la mujer.

Nos despedimos, se hacía tarde. Pero me alejé con la sensación de que aquella mujer de ojos de mar y sonrisa esculpida, había debido tener una vida muy interesante.  






jueves, 4 de mayo de 2017

EL INTERVENTOR

El día había amanecido perfecto. El cielo estaba oscuro, presagiaba lluvia. Hacía dos semanas que esperaba un sábado como ese. Su única finalidad era hacer fotos en el gran parque con nombre de mujer.

Dejó en el suelo la cestilla de mimbre con los seis limones que acababa de recoger y se olió las manos a la vez que cerraba los ojos. 

Creía que era el olor más maravilloso que existía en su escala de olores maravillosos, que por supuesto era una escala muy personal. Por ejemplo, uno de los olores que no soportaba era el olor de una conocida marca de colonias de bebés. Cuando sus hijos eran bebés utilizaba para ellos colonias de olores cítricos, eran olores frescos no dulzones, pensaba que estos olores desarrollaban la creatividad, seguramente no estaba en lo cierto, pero le gustaban y realmente habían salido los dos bastantes creativos.

El limón estaba en el primer lugar en la escala, le seguía la canela y muchas otras especias y el azahar, después venían las flores y por último el olor de las hierbas. Pero como su escala de olores era circular, le gustaba tanto el olor a hierbas como al de la cáscara de limón. 
Había un olor que no le gustaba demasiado era el de vainilla, ese olor pensaba que estaba sobrevalorado. Se utilizaba tanto en cosmética junto con el olor a coco, que la industria los había rebajado a olores comunes, les había quitado la exquisitez y la exclusividad de la rareza.

Metió la cámara con todas sus cosas en la mochila blanca. Se preguntó, cuántos viajes habría hecho esa mochila, cuántos kilómetros tendría encima si los hubiese hecho andando.
  Tarjeta, pilas, y cuatro cosas más en el centro, en el bolsillo grande. Gafas y botella de agua, en otro lateral; teléfono, tarjetas de transportes y algo de dinero en otro, y un pañuelo de cuello en el del centro junto con la cámara. También llevaba un paraguas pequeño, demasiado pequeño pudo comprobar.

El agua, que sabía que a ella, le gustaba ver el cielo llorar y quejarse como a cualquier mortal, se dejó caer sin ningún tipo de pudor manifestándose con toda su voluptuosidad para que ella, y todos los que adoraban la lluvia, la disfrutasen. Llevaba unos días decaída, la lluvia se debió enterar y quiso alegrarle el día de la mejor manera que lo sabía hacer, que era lloviendo a mares. Era la forma de llorar el cielo, lo que no quería que la mujer llorase.

Iría andando hasta la Plaza Nueva, allí tomaría el metro y se bajaría en la calle San Fernando en la parada de la Universidad y de allí iría echando un paseo hasta el parque.

Se bajó del transporte y vio al interventor.

El llamado interventor, es un joven de más o menos unos veintitrés años.
Le llamo interventor, porque no sé cuál es su nombre, y en una ocasión lo confundí en el metro, cuando se acercó y le entregué la tarjeta de control de entrada, cuando en realidad lo que él quería era sentarse al lado, en un asiento libre.

Estatura media alta, delgado, con la raya del pelo al lado derecho (no sé….. creo que es de derechas, lo digo por la raya, la ideología política del joven no me interesa), moreno, cabello abundante, brillante y engominado, para que el tupé quedase fijo en su sitio ( en el sitio donde los tupés tienen que quedar fijo, es decir como si llevase un puño cerrado en el comienzo de la raíz de los cabellos que están por encima de la frente….se entiende, vamos, lo que se dice un tupé corriente y moliente, de toda la vida de Dios). Nariz aguileña, ojos de halcón, pequeños y algo más junto de lo normal, yo diría que tenía mirada aguda y escrutadora, barbilla puntiaguda. Piel extremadamente blanca y ojos grisáceos, cejas muy pobladas y abundantes, algo cejijunto. Barba de pelo duro, pero muy rasurado, lo que no dejaba de darle el aspecto de una barba de dos días, por lo cerrada que la tenía. Gafas redondeadas pero no del todo, más bien eran ovaladas color oro. Traje azul, camisa blanca, zapatos negros, cinturón negro, corbata negra. El traje era dos tallas más pequeñas que el cuerpo del joven, le estaba pequeño, pero después explicaré por qué, todo tiene explicación.

Los bajos de los pantalones le llegaban algo más alto que el borde de los zapatos por detrás, dejando ver casi un dedo en horizontal de unos calcetines de algodón blanco al igual que las mangas de la chaqueta dejaban ver un buen trozo de camisa. 
No sonríe y siempre lleva una especie de funda de carpeta bajo el brazo. En el bolsillo superior de la chaqueta lleva un bolígrafo de una famosa marca que comienza por “B” y tiene una canción publicitaria muy pegadiza. Este es de punta normal. 
Cuando lo miré pensé que iba vestido de novio de los años setentas.

Anda a zancadas con los brazos ligeramente separados del cuerpo y un poco inclinados hacia delante, los hombros algo alzados, como si quisiese impulsarse con ellos y salir volando de un mundo en el que no quiere estar. Un mundo que a su edad no le ha puesto las cosas fáciles para poder soñar.

                      ………

Llueve mucho. Vuelvo a mi casa. Dejo las fotos para otro día y os cuento mi encuentro con el interventor.
                      ……….

Fue un día cualquiera, de una semana cualquiera, del año pasado. Quedé con mi hijo en la estación, la idea era volver juntos y tomar el mismo metro, es un trayecto corto, pero cada vez que podemos lo hacemos juntos. No es a menudo, tienen que coincidir horarios y vueltas, pero a veces es posible.

No llegaba….no llegaba iba justa de tiempo, iba casi corriendo y me dirigí a toda prisa a la estación. Confiaba en que los conductores supiesen leer bien los stop y los intrincados pasos de cebras, que hay en la inmensa plaza surcada también, por autobuses y que los ciclistas parasen en sus pasos no permitidos. A veces pasar por ahí es complicado, se me asemeja a una gran red de carreteras, pero con autobuses, semáforos, stop, cambios de sentidos, pasos de cebra y cómo no, redes de caminos para ciclistas. Si vas con tiempo, es fácil, todo está señalizado, sólo hay que limitarse a seguir los semáforos, mirar los pasos de cebra, tener cuidado con los ciclistas e intentar no pasar cerca de las paradas de buses, incluyendo el que te lleva al aeropuerto, simplemente porque son más grandes que tú y si atropellas a pie a un autobús no le pasa nada al bus, si es al revés es una catástrofe irreparable. Pero, si vas con prisas es mejor cerrar los ojos y confiar en que los demás ese día tengan todos sus sentidos alerta, y ese día, con miedo, tuve que confiar en los demás o no llegaba.

Baje las escaleras mecánicas casi a saltitos como los gorriones y llegué al túnel, vi a mi hijo, que había conseguido un asiento en uno de los bancos en el andén, me acerqué, se levantó para darme un beso y me ofreció el asiento que lo había tomado para mí. Y allí justamente a mi lado estaba el interventor, rozando chaqueta gris oscura de imitación a cuero, la mía, con chaqueta de traje azul, el de él.

¡Hola! Dije al sentarme, mirándolo ¡Hola! contestó.

Fue sentarme y levantarme del asiento, llegaba el metro. Subimos y nos sentamos y el interventor quedó frente a mí.
Tenía interés en saber que llevaba en la carpetilla, era pura curiosidad, el joven en sí mismo me producía una gran curiosidad. Sabía que detrás de ese traje pequeño y esa carpeta debía haber algo interesante.
Al fondo vi a dos chicas que se tomaban de la mano y se besaban ¡Qué bonito es el amor!, pensé. Volví a mirar la carpetilla a ver si podía ver algo por algún extremo de ella.
Un poco más cerca, en los asientos que van pegado a lo largo de dos ventanilla, se sentó una pareja y acto seguido sacaron los móviles y comenzaron con los pulgares a escribir con una velocidad que ya la querría yo con este teclado y os aseguro que a veces, cuando la fluidez mental es más fuerte hasta he creído ver salir humo de él.
 Volví a mirar al interventor y sin saber por qué, mi boca pronunció unas palabras. Fue un recorrido rápido. Salió directamente del corazón a la boca, sin seguir el circuito  de la razón lógica. Fue un impulso en toda regla, de esos que si las cosas salen bien los bendices y te sientes orgullosa de tenerlos o de los otros, que si todo sale mal y metes la pata te arrepientes y te sientes mal, por no haberlo podido controlar. Así que, llevada de la mano de ese impulso y la curiosidad, dije sin pensar y dirigiéndome a él ¿Y usted que estudia?

La pareja que no dejaban descansar sus pulgares, seguían mirando los teléfonos, pero él dio un leve toque con su rodilla en la rodilla de ella y le dijo: “cari, la siguiente”. Eran “caris” el uno del otro. 
En otra época, no hace mucho, los “caris” no miraban tanto los móviles y en una curva del metro, del bus, o un vaivén tonto, un “cari” se echaba un poco en el brazo del otro y lo rozaba, como sin querer, era una especie de juego ciego que iba diciendo…”cari” que estoy aquí y siempre lo estaré. Pero ahora los “caris” eran más despegados, más independientes, como si no se diesen cuenta que el amor siempre es amor, por mucho que evolucione la sociedad y que siempre nos gusta que nuestros “caris” nos demuestren lo muy “caris” que somos de ellos.  Y es que…. Los románticos no tenemos solución, somos como los viejos roqueros, que nunca moriremos.

Al decir, ¿usted que estudia? noté el codo de mi hijo que se acababa de intentar clavar entre los músculos intercostales y llegarme a una de las costillas para producirme un agudo dolor, pero reaccioné rápido y baje el brazo protegiéndome el costado. Lo miré y me estaba mirando, perplejo, intrigante, como si hubiese ofendido a la humanidad entera en público y a gritos, por una simple pregunta de nada.
Me puse roja ( pensaba, eres tonta, a ti quién te manda preguntar nada, que te importa lo que hace, a qué se dedica y por qué lleva una carpeta, un traje pequeño y un bolígrafo para ser utilizado como un arma letal). No sabía para dónde mirar, pero él dijo. No estudio, yo predico. 
¡Ah!, pero cómo se iba a quedar la conversación ahí. Era predicador, ¿de qué?, ¿qué podía predicar un joven de esa edad? Y usted, dijo. Yo no predico, yo trabajo. Dije yo, para relajar la tensión de mi pregunta y para que el joven sonriese, pero ni el joven, ni mi hijo hicieron el favor de sonreír.
¿Cree usted en Dios?, me preguntó. Entonces mentalmente le hice una pregunta que yo misma respondí. Me dije, preguntándole al joven, ¿sabes contar?....pues no cuentes conmigo.

El concepto de Dios es muy amplio, me inclino más por la ciencia, digamos que soy escéptica. Miraba a mi hijo de reojo, a ver si se pronunciaba en algo, me daba igual lo que dijese, yo quería que hablase y se desviase el tema, pero no fue así. Lo vi con una leve sonrisita, que decía, “ahí tienes tu pregunta”.

Me tragué una charla sobre la existencia de Dios de diez minutos, el tiempo se agotaba y yo quería datos. Ese traje, por qué era tan pequeño, no sabía cómo me iba a enterar y se me ocurrió decirle ¿y tiene usted más hermanos? Sí, somos seis, yo predico por las tardes y por las mañanas ayudo a mi padre en la frutería y mi hermano lo hace por la mañana. Mis hermanas, tengo dos, ellas no predican, están en el colegio, pero mi madre sí lo hace por las mañanas, con sus amigas de la congregación. 
Me faltaba saber algo más, si eran seis, dos predicaban, dos chicas en el colegio y los otros dos, ¿a qué se dedicarían? Ya no pregunté por ellos, no sabía a dónde me iba a derivar la conversación.


Hablaba tan serio, de temas tan serios, siendo tan joven, que me sorprendí. 

No solo habló de la existencia de Dios. Cada cual tiene sus creencias, era la seriedad con la que hablada de la familia, la frutería, sus hermanas, su madre y la congregación. Ese joven estaba agobiado. 

Yo lo escuchaba muda. Le dije sin palabras, eres joven, tienes más o menos la edad de mi hijo, ¿cuándo vas a ser libre?

Llegados a este punto deduje que el traje lo utilizaban los dos hermanos y éste sería más alto, por eso le quedaba pequeño. Pero la verdad es que estaba tan mareada, de la fluida verborrea del joven explicándome la existencia de Dios, que ya me daba igual por qué le quedaba pequeño el traje, sólo quería llegar a mi destino.
Abrió la carpeta y me dio un folleto.
Folleto que no tiré y que conservo en uno de los cajones derechos de esta mesa donde estoy escribiendo, no lo he leído, él me dijo lo que tenía escrito.

Miré a mi hijo y me mostró la más amplia de sus sonrisas.
Yo pensé en el joven, y deseé que la vida sólo le trajese cosas buenas, felicidad, libertad y una larga estancia en ella.
Entonces recordé algo que no debo olvidar nunca, pero que sin querer lo hago.

El trayecto más largo, es el que va del corazón a la razón, es tan largo que a veces el corazón se pierde y nunca llega a la razón.
El más corto es el que nos lleva del corazón al alma, es el más corto que conozco, está a la infinitésima distancia de un pensamiento.









domingo, 19 de febrero de 2017

NICANOR, NO ES NICANOR ES NORBERTO


Nicanor realmente no es Nicanor, es Norberto, pero dije que no mencionaría su nombre, aunque realmente da igual, él no me conoce, ni tampoco va a dar con este blog, por el simple hecho que ya he mencionado, no me conoce, no vive en mi país y nunca sabrá de la existencia de este escrito, porque confío en que ninguno de los que estáis leyendo esto se lo vais a mencionar.

Para Nicanor yo soy un punto invisible situado en el universo, donde él jamás orientaría su cabeza para mirarlo. Allí estoy yo, en el fondo del fondo del universo, perdida entre lo más oscuro y rozando la Teoría De Cuerdas y por eso no me conocerá nunca y nunca se podrá molestar por lo que voy a contar y habiéndole cambiado el nombre, así que...olvidemos el nombre de Norberto, como si nunca se hubiese mencionado y pasaremos a llamarle Nicanor.

Nos conocimos de una manera casual en un sitio lúdico, donde a veces se cuentan cosas, y entre la verdad y la mentira, la osadía y el pudor vas hilando historias. 
Allí, si me preguntan mi nombre he aprendido a no decirlo y contestar cuando insisten en saberlo, ¿yo? María como todas las mujeres.

Nicanor, es delgado, con gafas, callado, piel clara, prudente, siempre con camisa, calvo, educado, con gabardina, meticuloso, con zapatos oscuros, precavido, pantalón marrón, ordenado, con un fino bigotito, sistemático, de estatura media, con una provocadora gorra y creo que simpático. Podría seguir describiéndolo es fácil, tiene muchas de las cualidades y algún que otro defecto que a mí me faltan, teniendo yo, por supuesto, otras que le faltan a él. Sus gafas apoyadas a mitad de la nariz dicen mucho de él, es también observador o no las lleva bien graduadas.

Su nombre se debe a que nunca he oído su voz y creo que sus cualidades se asemejan a las que puede poseer un pájaro y cuando un pájaro canta, siempre he creído que dice entre pitido y pitido, nininiiiii, caaaa, nooor. 

No es que no me gusten los pájaros, ¡válgame Dios! que sí, que me gustan, pero como son animales difíciles de observar en la naturaleza y como en cautividad me niego a observar a ningún animal y además no poseo los prismáticos adecuados ni la paciencia para ir al campo a observarlos, pues simplemente no los observo. Mi vecino y su compañero tienen un pájaro en su patio y con las ventanas abiertas y cerradas lo oigo aun sin querer, cuando ya estoy mareada que no harta ( pobre pájaro ) de oírlo pitar, porque ese pájaro no canta sino pita, me pongo unos grandes auriculares que me aíslan de todo ruido y escucho música y se lo agradezco al pajarito, ha hecho que llegue a poseer una amplia cultura musical pasando por todos los géneros conocidos, desde los más bizarros hasta los más delicados y poéticos.

De todas formas, rompo una lanza a favor de los pájaros que no cantan pero pitan. Esos pájaros que pitan no deben preocuparse, ni ellos ni sus dueños. Con el tiempo se verá que es un recurso que la propia naturaleza ha decidido a favor de su línea evolutiva y acabaran hablando como los loros y que esos pitidos raros son sus primeras palabras y balbuceos y que quizás dentro de 4.000 años podrán decir “hola” como los loros.

Nicanor, se ajustó el cinturón marrón que combinaba perfectamente con el  pantalón de idéntico color, por lo que no se distinguía bien si el cinturón era de lanilla y el pantalón de piel o a la inversa. Pasó la mano por su cabeza calva que le daba un toque atractivo y provocador, se ajustó la gorra de fieltro verde oscuro casi negro. No era una gorra tradicional de verano, sino una de esas gorras que se llevan ahora y que algunos cantantes la llevan divinamente. Se miró los zapatos, estaban bien limpios como a él le gustaba. Nunca supo quién limpiaba sus zapatos, pero siempre estaban limpios y nunca se había hecho esta pregunta hasta hoy, así que cayó en la cuenta que al no tener servicio, ni hijos y tener solamente una esposa, debería ser ella la encargada de dejarlos tan brillantes, sonrió a la vez que pensaba  “ ¡qué buena es…la pobre! ”. He olvidado decir que una de las “cualidades” de Nicanor era la prepotencia, salpimentada con egoísmo y un leve tufo sarcástico.

Se dirigió al pequeño mueble a modo de estantería de algo más de metro y medio que estaba situado al lado de su mesilla de noche y tomó la piedra negra y grande como un puño, las vendas, unas tijeras pequeñas, los guantes del mismo color que el cinturón, la cartera y el pañuelo de tela que se afanaba en llevar en el bolsillo derecho del pantalón, no quería pañuelos de papel, decía que no eran elegantes. Lo puso todo encima de la cama.

Su mujer ya no estaba en el dormitorio, lo utilizaba solamente para eso, para dormir. Allí entre aquellas paredes, hacía mucho tiempo que no oían risas incontroladas ni murmullos ni un “¡estate quieto Nica!” seguido de risitas pícaras. Ellos se habían querido pero al igual que los pájaros que pitan que yo he previsto su evolución en 4.000 años, ellos no tenían ese tiempo y lo habían hecho en 40, pero esa evolución los había separado en direcciones distintas. El punto de inflexión que fue el amor en su día, donde se conocieron y se amaron, había sido sólo eso, un punto y un solo punto no puede delimitar una línea recta, así que esos caminos se separaban hacia el infinito, y quedaba entre ellos un leve cariño y respeto por la muda compañía que se hacían y que mantenía la total soledad en un segundo plano.
Nicanor se puso la gabardina de color garbanzo, guardo la piedra negra en un pequeño bolso que solía llevar cruzado y todo lo demás en sus bolsillos. Volvió a mirarse en el espejo de la cómoda, se acarició el bigotillo y salió al pasillo que daba al comedor. Tomó la taza de café que ya estaba preparada dio un par de sorbos y salió sin decir adiós como todos los días.

Fue a la estación de metro, la misma línea de siempre durante casi toda su vida, ya no trabajaba pero la inercia de los años que sí lo había hecho, hacía que repitiese la misma rutina todos los días pero en lugar de ir a trabajar se iba al parque y allí pasaba toda la mañana, observando a las palomas y los patos, hasta que volvía a su casa y “alguien” le había preparado la comida.

Se sentaba casi siempre en el mismo asiento del vagón del metro frente al cartel que ponía “Martillo rompecristales. Romper el cristal para acceder al martillo”. Hacía años que leía ese cartel, los mismos años que llevaba la piedra negra del tamaño de un puño guardada, por si alguna vez tenía que romper el cristal para acceder al martillo rompecristales. Le parecía una incoherencia el tener que romper un cristal para acceder a un martillo para romper cristales en caso de accidente, por eso llevaba la piedra y las vendas y las tijeras, por si acaso  necesitaban su ayuda.

Ese día iba a ser distinto, llevaba un tiempo taciturno, decaído, calculando en silencio los años de vida que había perdido trabajando, lo poco que había viajado y notando que no conocía a la mujer con la que había vivido durante casi cuarenta años. Se cambió  de asiento, esperaba impaciente la siguiente parada del metro para situarse bien.
En la siguiente parada, se llenaría más el vagón y haría lo que llevaba años planeando, quería saber si era cierto que detrás del cristal existía de verdad un martillo rompecristales.
Paró el metro y subieron más trabajadores y estudiantes, esperó a que circulase durante unos veinte segundos, sacó la piedra se abalanzó hacia el botón rojo que ponía “pulse el botón en caso de emergencia” y lo pulsó, acto seguido dio un tremendo golpe con la piedra negra sobre el cristal que se suponía que tenía que romper para acceder al martillo. 
Entre gritos, todos huyeron de su lado, salieron despavoridos lo miraban con las caras desencajadas en el mismo momento, en el que el vagón frenó de forma ruidosa con un chirrido infernal hasta hacer que doliesen los oído. 

Giró un poco la cabeza y vio cómo iban cayendo y resbalando unos pasajeros sobre otros, pero él seguía erguido y agarrado al asidero de uno de los asientos. Vio el martillo y cuando fue a tomarlo con las ansias de los años esperando ese momento, se cortó la mano derecha por varias zonas y la sangre brotó, al verla Nicanor, casi lo hace desfallecer, pero un pensamiento tonto como los que él solo podía tener pasó por su mente en ese momento e hizo que no se desmayara, simplemente pensó ¡anda, mi sangre también es roja! 
En el vagón se oían gritos e insultos y una voz que gritaba y subía su tono por encima de todos los gritos preguntaba ¿quién ha sido…quién ha sido? Un joven chilló hasta la afonía, ha sido aquel, el calvo, el calvo ha sido ¡maldita sea, ¡calvo de mi…!, mientras intentaba llegar a Nicanor con los ojos inyectados en sangre y pisando a los que aún estaban caídos, alentando a los que eran más o menos de su edad sin distinción de sexo, a darles un escarmiento a Nicanor. En el brusco frenazo se le había caído la gorra y había dejado su cabeza de no pelos al descubierto. Nicanor estaba disfrutando el momento y no se explicaba por qué tanto alboroto por un simple frenazo, unas caídas y algo de sangre en el suelo.

El joven llegó hasta él, y le atizo un puñetazo en mitad de la cara que lo hizo sangrar, en el momento de taparse la boca por la sangre, se vio delante de un vigilante de seguridad que le sacaba más de cabeza y media, que lo agarró por el cuello de la gabardina color garbanzo manchada de sangre y de un empujón lo sentó en uno de los sitios que habían quedado libres al caer otros pasajeros, sacó las esposas y la puso en la muñeca de Nicanor y el otro extremo lo enganchó en una de las asas de los asientos, por la boca del agente de seguridad del metro no dejaban de salir insultos de toda índole hacia Nicanor, pero el más gracioso fue el de “memo”. Al oír esta palabra, el protagonista de tan absurda hazaña, se echó a llorar. Cuando lo llevaban detenido también lloraba, al igual que lo hacía en el coche policial. 
Durante todo ese tiempo, su única preocupación era que no se notase nada de lo que llevaba en su bolso negro, el que tenía cruzado delante del pecho, donde guardaba la piedra negra, como un puño que ya no estaba, ahí era donde había metido en medio de tanta confusión el “martillo rompecristales” y aun no le había dado tiempo de examinarlo. El pobre no sabía que en comisaría se lo iban a quitar todo.

Llamaron a su mujer y dijo ¡Quién es!, le explicaron donde estaba su marido, ¡ah, vale! Colgó el teléfono y se sentó tranquilamente a terminar su café. Se levantó del asiento y fue a la cocina, fregó la taza y secándola minuciosamente giró la cabeza hacia el gran reloj. Se preguntaba que hubiese hecho él en su lugar. Después de un instante de duda, se dirigió al dormitorio, tomó ropa y se fue a la ducha. No tenía prisa por ir, el día tenía veinticuatro horas, una de ellas iría.