domingo, 19 de febrero de 2017

NICANOR, NO ES NICANOR ES NORBERTO


Nicanor realmente no es Nicanor, es Norberto, pero dije que no mencionaría su nombre, aunque realmente da igual, él no me conoce, ni tampoco va a dar con este blog, por el simple hecho que ya he mencionado, no me conoce, no vive en mi país y nunca sabrá de la existencia de este escrito, porque confío en que ninguno de los que estáis leyendo esto se lo vais a mencionar.

Para Nicanor yo soy un punto invisible situado en el universo, donde él jamás orientaría su cabeza para mirarlo. Allí estoy yo, en el fondo del fondo del universo, perdida entre lo más oscuro y rozando la Teoría De Cuerdas y por eso no me conocerá nunca y nunca se podrá molestar por lo que voy a contar y habiéndole cambiado el nombre, así que...olvidemos el nombre de Norberto, como si nunca se hubiese mencionado y pasaremos a llamarle Nicanor.

Nos conocimos de una manera casual en un sitio lúdico, donde a veces se cuentan cosas, y entre la verdad y la mentira, la osadía y el pudor vas hilando historias. 
Allí, si me preguntan mi nombre he aprendido a no decirlo y contestar cuando insisten en saberlo, ¿yo? María como todas las mujeres.

Nicanor, es delgado, con gafas, callado, piel clara, prudente, siempre con camisa, calvo, educado, con gabardina, meticuloso, con zapatos oscuros, precavido, pantalón marrón, ordenado, con un fino bigotito, sistemático, de estatura media, con una provocadora gorra y creo que simpático. Podría seguir describiéndolo es fácil, tiene muchas de las cualidades y algún que otro defecto que a mí me faltan, teniendo yo, por supuesto, otras que le faltan a él. Sus gafas apoyadas a mitad de la nariz dicen mucho de él, es también observador o no las lleva bien graduadas.

Su nombre se debe a que nunca he oído su voz y creo que sus cualidades se asemejan a las que puede poseer un pájaro y cuando un pájaro canta, siempre he creído que dice entre pitido y pitido, nininiiiii, caaaa, nooor. 

No es que no me gusten los pájaros, ¡válgame Dios! que sí, que me gustan, pero como son animales difíciles de observar en la naturaleza y como en cautividad me niego a observar a ningún animal y además no poseo los prismáticos adecuados ni la paciencia para ir al campo a observarlos, pues simplemente no los observo. Mi vecino y su compañero tienen un pájaro en su patio y con las ventanas abiertas y cerradas lo oigo aun sin querer, cuando ya estoy mareada que no harta ( pobre pájaro ) de oírlo pitar, porque ese pájaro no canta sino pita, me pongo unos grandes auriculares que me aíslan de todo ruido y escucho música y se lo agradezco al pajarito, ha hecho que llegue a poseer una amplia cultura musical pasando por todos los géneros conocidos, desde los más bizarros hasta los más delicados y poéticos.

De todas formas, rompo una lanza a favor de los pájaros que no cantan pero pitan. Esos pájaros que pitan no deben preocuparse, ni ellos ni sus dueños. Con el tiempo se verá que es un recurso que la propia naturaleza ha decidido a favor de su línea evolutiva y acabaran hablando como los loros y que esos pitidos raros son sus primeras palabras y balbuceos y que quizás dentro de 4.000 años podrán decir “hola” como los loros.

Nicanor, se ajustó el cinturón marrón que combinaba perfectamente con el  pantalón de idéntico color, por lo que no se distinguía bien si el cinturón era de lanilla y el pantalón de piel o a la inversa. Pasó la mano por su cabeza calva que le daba un toque atractivo y provocador, se ajustó la gorra de fieltro verde oscuro casi negro. No era una gorra tradicional de verano, sino una de esas gorras que se llevan ahora y que algunos cantantes la llevan divinamente. Se miró los zapatos, estaban bien limpios como a él le gustaba. Nunca supo quién limpiaba sus zapatos, pero siempre estaban limpios y nunca se había hecho esta pregunta hasta hoy, así que cayó en la cuenta que al no tener servicio, ni hijos y tener solamente una esposa, debería ser ella la encargada de dejarlos tan brillantes, sonrió a la vez que pensaba  “ ¡qué buena es…la pobre! ”. He olvidado decir que una de las “cualidades” de Nicanor era la prepotencia, salpimentada con egoísmo y un leve tufo sarcástico.

Se dirigió al pequeño mueble a modo de estantería de algo más de metro y medio que estaba situado al lado de su mesilla de noche y tomó la piedra negra y grande como un puño, las vendas, unas tijeras pequeñas, los guantes del mismo color que el cinturón, la cartera y el pañuelo de tela que se afanaba en llevar en el bolsillo derecho del pantalón, no quería pañuelos de papel, decía que no eran elegantes. Lo puso todo encima de la cama.

Su mujer ya no estaba en el dormitorio, lo utilizaba solamente para eso, para dormir. Allí entre aquellas paredes, hacía mucho tiempo que no oían risas incontroladas ni murmullos ni un “¡estate quieto Nica!” seguido de risitas pícaras. Ellos se habían querido pero al igual que los pájaros que pitan que yo he previsto su evolución en 4.000 años, ellos no tenían ese tiempo y lo habían hecho en 40, pero esa evolución los había separado en direcciones distintas. El punto de inflexión que fue el amor en su día, donde se conocieron y se amaron, había sido sólo eso, un punto y un solo punto no puede delimitar una línea recta, así que esos caminos se separaban hacia el infinito, y quedaba entre ellos un leve cariño y respeto por la muda compañía que se hacían y que mantenía la total soledad en un segundo plano.
Nicanor se puso la gabardina de color garbanzo, guardo la piedra negra en un pequeño bolso que solía llevar cruzado y todo lo demás en sus bolsillos. Volvió a mirarse en el espejo de la cómoda, se acarició el bigotillo y salió al pasillo que daba al comedor. Tomó la taza de café que ya estaba preparada dio un par de sorbos y salió sin decir adiós como todos los días.

Fue a la estación de metro, la misma línea de siempre durante casi toda su vida, ya no trabajaba pero la inercia de los años que sí lo había hecho, hacía que repitiese la misma rutina todos los días pero en lugar de ir a trabajar se iba al parque y allí pasaba toda la mañana, observando a las palomas y los patos, hasta que volvía a su casa y “alguien” le había preparado la comida.

Se sentaba casi siempre en el mismo asiento del vagón del metro frente al cartel que ponía “Martillo rompecristales. Romper el cristal para acceder al martillo”. Hacía años que leía ese cartel, los mismos años que llevaba la piedra negra del tamaño de un puño guardada, por si alguna vez tenía que romper el cristal para acceder al martillo rompecristales. Le parecía una incoherencia el tener que romper un cristal para acceder a un martillo para romper cristales en caso de accidente, por eso llevaba la piedra y las vendas y las tijeras, por si acaso  necesitaban su ayuda.

Ese día iba a ser distinto, llevaba un tiempo taciturno, decaído, calculando en silencio los años de vida que había perdido trabajando, lo poco que había viajado y notando que no conocía a la mujer con la que había vivido durante casi cuarenta años. Se cambió  de asiento, esperaba impaciente la siguiente parada del metro para situarse bien.
En la siguiente parada, se llenaría más el vagón y haría lo que llevaba años planeando, quería saber si era cierto que detrás del cristal existía de verdad un martillo rompecristales.
Paró el metro y subieron más trabajadores y estudiantes, esperó a que circulase durante unos veinte segundos, sacó la piedra se abalanzó hacia el botón rojo que ponía “pulse el botón en caso de emergencia” y lo pulsó, acto seguido dio un tremendo golpe con la piedra negra sobre el cristal que se suponía que tenía que romper para acceder al martillo. 
Entre gritos, todos huyeron de su lado, salieron despavoridos lo miraban con las caras desencajadas en el mismo momento, en el que el vagón frenó de forma ruidosa con un chirrido infernal hasta hacer que doliesen los oído. 

Giró un poco la cabeza y vio cómo iban cayendo y resbalando unos pasajeros sobre otros, pero él seguía erguido y agarrado al asidero de uno de los asientos. Vio el martillo y cuando fue a tomarlo con las ansias de los años esperando ese momento, se cortó la mano derecha por varias zonas y la sangre brotó, al verla Nicanor, casi lo hace desfallecer, pero un pensamiento tonto como los que él solo podía tener pasó por su mente en ese momento e hizo que no se desmayara, simplemente pensó ¡anda, mi sangre también es roja! 
En el vagón se oían gritos e insultos y una voz que gritaba y subía su tono por encima de todos los gritos preguntaba ¿quién ha sido…quién ha sido? Un joven chilló hasta la afonía, ha sido aquel, el calvo, el calvo ha sido ¡maldita sea, ¡calvo de mi…!, mientras intentaba llegar a Nicanor con los ojos inyectados en sangre y pisando a los que aún estaban caídos, alentando a los que eran más o menos de su edad sin distinción de sexo, a darles un escarmiento a Nicanor. En el brusco frenazo se le había caído la gorra y había dejado su cabeza de no pelos al descubierto. Nicanor estaba disfrutando el momento y no se explicaba por qué tanto alboroto por un simple frenazo, unas caídas y algo de sangre en el suelo.

El joven llegó hasta él, y le atizo un puñetazo en mitad de la cara que lo hizo sangrar, en el momento de taparse la boca por la sangre, se vio delante de un vigilante de seguridad que le sacaba más de cabeza y media, que lo agarró por el cuello de la gabardina color garbanzo manchada de sangre y de un empujón lo sentó en uno de los sitios que habían quedado libres al caer otros pasajeros, sacó las esposas y la puso en la muñeca de Nicanor y el otro extremo lo enganchó en una de las asas de los asientos, por la boca del agente de seguridad del metro no dejaban de salir insultos de toda índole hacia Nicanor, pero el más gracioso fue el de “memo”. Al oír esta palabra, el protagonista de tan absurda hazaña, se echó a llorar. Cuando lo llevaban detenido también lloraba, al igual que lo hacía en el coche policial. 
Durante todo ese tiempo, su única preocupación era que no se notase nada de lo que llevaba en su bolso negro, el que tenía cruzado delante del pecho, donde guardaba la piedra negra, como un puño que ya no estaba, ahí era donde había metido en medio de tanta confusión el “martillo rompecristales” y aun no le había dado tiempo de examinarlo. El pobre no sabía que en comisaría se lo iban a quitar todo.

Llamaron a su mujer y dijo ¡Quién es!, le explicaron donde estaba su marido, ¡ah, vale! Colgó el teléfono y se sentó tranquilamente a terminar su café. Se levantó del asiento y fue a la cocina, fregó la taza y secándola minuciosamente giró la cabeza hacia el gran reloj. Se preguntaba que hubiese hecho él en su lugar. Después de un instante de duda, se dirigió al dormitorio, tomó ropa y se fue a la ducha. No tenía prisa por ir, el día tenía veinticuatro horas, una de ellas iría.