sábado, 4 de octubre de 2014

TARTA DE CIRUELAS



A veces los conocidos, de los conocidos, de nuestros amigos, nos pueden llegar a poner en un verdadero apuro.

Personalmente, me acoplo a lo que hay sin más tonterías y 
si un día voy a un lugar invitada y me ofrecen algo que no me gusta, siempre intento probarlo, pero, si mi paladar no lo sabe apreciar, la excusa va seguida del primer elogio que le haga a dicho manjar. Por ejemplo, está buenísimo pero no estoy acostumbrada a tantas especias, tanta azúcar o tanto pique. Que a mí no me guste, no quiere decir en ningún momento que no esté delicioso, y si me hubiese criado en esa cultura, quizás fuese uno de mis platos preferidos.

Llegó el gran día en el cual esos conocidos, de unos amigos, de unos amigos míos, sabiendo que había ido a visitarlos, decidieron hacer el último día una cena. Hacía tiempo que sentían cierta curiosidad en el conocimiento de mi persona, y yo como persona curiosa, la tenía por conocerlos a ellos, quizá por las rarezas que me habían contando de esa familia y que se alejaba mucho de mi mundo habitual. Y con mucho gusto acepté, esa cena-reto.
Sabía que los ojos estarían clavados en mi, éramos cuatro mujeres y seis hombre.
Habían dos varones solteros, cuyas madres, en la época moza de estos, no los pudieron colocar con las hijas de ninguna de sus conocidas y este comentario al entrar por mis oídos y ser procesado en mi cerebro, empezó a crearme cierta curiosidad.
Me parecía extraño, intentar colocar a un hijo con alguien para el resto de la vida, y me pregunté, ¿y el amor?, rápidamente recordé que eran personas de una posición muy bien acomodada en esa sociedad y que el amor siempre era algo que quedaba en un segundo plano. Sería impensable, descender un peldaño por amor, como si en la vida diaria no contasen los besos y abrazos de verdad y se pudiesen pagar con dinero o posesiones. Pero en fin, “cada uno es como es, cada quien es cada cual y baja las escaleras como quiere” como canta Joan Manuel Serrat. Pero creo, que si las escaleras las bajamos con amor o al menos con ilusión, el recorrido será mucho más agradable porque podremos llevar a alguien de la mano y si un escalón es más alto que otro, esa mano nos sostendrá o seremos nosotros, la que tengamos que sostenerla, pero serán dos manos.
Volviendo a lo anterior, uno de estos varones bastante maduros, sabía hacer una especialidad culinaria, cuyo secreto había permanecido en su familia desde siempre. El nombre de dicho manjar era “Tarte aux prunes à la crème sure”, rápidamente me imaginé una tarta de ciruelas y pensé: debe estar buena, pero él, la había mejorado con “glace vanille”, que no es otra cosa que helado de vainilla.

Algo que me llamó la atención, fue el esquema horario que este hombre hizo para la presentación de la tarta, primero irían las bebidas, ensaladas, platos fuerte, quesos y por fin su tarta y planificó el tiempo de la cena. Esta preparación, era porque dicha tarta había que comerla muy caliente, no sabía por qué, pero estaba a punto de descubrirlo solo dos días después.
Como buena invitada, decidí que lo mejor sería llevar dos botellas de vino y un detalle para su señora madre, así que, el día anterior por la tarde me fui a buscarlas.
Entre las cosas que desconozco que son muchísimas, y cada día, con lo poco que evolución son más, está la de elegir un vino. No entiendo nada de vinos ni de maridajes con las comidas y pido disculpas a los etnólogos y catadores por mi falta de conocimiento, pero esto es otra de las cosas que en mí, ya no tienen remedio. Oí decir que los anfitriones comían mucho pato, pues pensé que el vino rojo seria el adecuado. Mi conocimiento llega a saber que las carnes van con el rojo, o al menos eso creo. De todas formas éramos más y seguro que llevarían vinos de todos los colores.
Dentro del comercio me dirigí a los vinos y me paré en los más caros, siempre pienso que un vino caro debe ser bueno a la fuerza, tome dos botellas, no de las más caras, pero eran tan bonitas que me cautivaron. Tenían una altura, que creí excesiva y el cuello de la botella, llevaba el grabado de un pato, así que me dije, si lleva un pato.. será vino para comer con la carne de pato y sin más las compré. A la madre la obsequié con un bouquet de flores, que después de ver, el día de la comida, el inmenso jardín que tenían me pareció una tontería mi elección.
Intenté arreglarme lo más que pude. Vestido, por supuesto, zapatos de tacón, cabello arreglado, es decir lo que llamamos las mujeres, repaso de “chapa y pintura”, que después de un día duro pateando la parte de la Suiza alemana, me costó un verdadero esfuerzo, montarme en unos tacones, pero lo conseguí. No debía olvidar llevarme mi sonrisa, cosa que no me costó trabajo porque intento llevarla siempre puesta y veo las cosas de otro color.
Llegamos a la casa, que más que una casa era una especie de mansión, donde yo, seguro, estando unas horas sola me hubiese perdido sin encontrar la salida en mucho tiempo.

Después de los tres besos reglamentarios a los que nos encontramos allí, y de mantener unas palabras amables con la señora de la casa, nos invitaron a todos a pasar al salón. Desde ese momento se ha quedado en mi mente bien definido el concepto de salón, saloncito, sala de estar y salita. Una mesa espectacular muy bien preparada y llena de botellas raras, donde las dos botellas con los grabados de pato iban a quedar inmersas en el lujo. Había muchas copas, cada una para algo distinto. Bueno, pensé, como yo no tengo que servir nada ya  sabrán ellos lo que va en cada una.
Allí la tradición es, no tomar nada de alcohol frio, todo a temperatura ambiente, parece ser, que es como hay que beber, pero a mí que me lo den todo frio.
El hacedor de la tarta era un hombre alto, corpulento, canoso, con barba abundante y una tez clara como sus ojos, era muy amable, lo único que él  quería era que nos sintiésemos cómodos, pero yo, ante tanto lujo y grandeza, olvidé llevarme la comodidad. No sé por qué pensaba en Papá Noel, cuando el hombre me hablaba.
Empezaron a servir vinos y licores de yerbas con los aperitivos, intentaba ver la graduación de los vinos discretamente, pues a pesar de que no acostumbro a beber, quería probar algunos y creí que con los aperitivos mi estomago lo soportaría, pero los aperitivos eran, olivas, tomates enanos, ajos pelados y pistachos, y en los pistachos vi mi salvación.
La dueña de la casa, también hacia su propio licor de ciruelas y yo había tenido el honor de ser sentada a su lado. Era agradable hablar con ella, aunque su francés-alemán era muy difícil de entender, fue ella quien me sirvió en una copa pequeñísima el licor que ella misma fabricaba y viendo como miraba, los pistachos, me preguntó que si los comía en mi país y dije: si, los tomo muchos. Me acercó un pequeño cuenco, algo que agradecí, no podía beber con el estomago vacio. La mujer se quedó esperando a que levantase la copa de la mesa y ella hizo lo mismo diciendo algo que no entendí pero que leí en sus ojos que era algo bueno y agradable sobre mí, me hizo un ademán para que lo probase y dije que los demás no habían brindado, se río y dijo: pero nosotras si, así que bebí un pequeño sorbo de un liquido rojo intenso, espeso y acido y cuya concentración de alcohol jamás sabré, porque era artesanal, pero tenía alcohol y mucho.
No me hubiese gustado estar al lado de ella, me hubiese gustado integrarme en el grupo, pero se conoce que le caí simpática a la mujer y cualquier intento de integración por mi parte en la conversación de los demás, lo cortaba ella con alguna pregunta referente a mi o empezaba a contarme algo sobre la historia de la casa que yo no entendía. Lo que si supe, es que su marido era alemán, que era viuda desde hacía diez años. Señaló una pequeña mesita que había cerca, con una foto de su marido, así comprendí, porqué me recordaba el hijo a Papá Noel, el hombre de la foto iba vestido de tirolés y tenía un gran parecido con el repartidor de los regalos navideños. Parecido que había heredado su hijo. Comentó que a ella le gustaba cuidar el jardín de atrás, en el que solo tenían ciruelos, algunos manzanos y varios perales.
La cena continuó, era un ambiente agradable, pero me sentía acaparada por la señora.
El plato fuerte era pato asado y una inmensa fuente de verduras, no dije que no tomaba carne y me serví bastante verdura, la mujer que se dio cuenta, me preguntó y dije que no tomaba carne, ella quería que me preparasen algo, a lo que no accedí, la verdura estaba muy buena y todo estaba bien. Me sirvió otra copita de jarabe de ciruelas, este detalle, no me desagradó, así evitaba tomar vino. Los demás me miraban y sé que en su interior se reían, ellos me conocen y saben que me gusta la participación en un grupo, pero lo que no sabían era lo que yo estaba disfrutando con esa señora. Era una persona muy interesante, con una vida llena de sucesos que ella disfrutaba contándome y pasé de sentirme acaparada a sentirme apreciada por ella.
Se acabaron los quesos y llegó la tarta, que era en un principio el motivo de nuestra reunión.
Era enorme, no sé en qué tipo de horno se puede hacer una tarta tan grande, en el mío no cabe ni la mitad, ocupando todo el espacio. La sirvieron, y encima pusieron una bola de helado de vainilla que rápidamente se derritió encima de la tarta, el plato iba acompañado de una pequeña cucharilla. Nos dispusimos a comerla, después de hacerle los honores al cocinero y él humildemente dijo: rápido que se enfría.
Al clavar la cucharilla en mi trozo, noté que estaba demasiado hecho el hojaldre y me costaba trabajo sepárala, así que, como había un trozo de la pasta algo chamuscado que sobresalía por un extremo, empecé a utilizarlo de separador ayudándome de la cucharilla.

Era muy acida, debía ser la crema agria y por Dios que no me la podía comer, pero tenía que hacerlo. Con buena cara, fui mordiendo poco a poco el trozo que utilizaba para separar, racionándolo para que no se terminase y me ayudase a aliviar la acidez en la boca, si ese trozo se terminaba, tendría que tomar la tarta con mis propias manos, algo que sería inusual en esos aposentos. La minúscula cucharilla no servía de nada, al final pensé que era de adorno. Notaba como a cada bocado me miraba alguien y yo sonreía, pero ese sabor tan…tan especial, lo recordará siempre mi cerebro.

Imaginé a los ancestros del Medioevo de la familia, en una inmensa cocina de algún castillo a orillas del Rhin haciendo tartas a diestro y siniestro hasta dar con la receta exacta que yo había tenido el honor esa noche de probar.
Pero en un descuido de mis pensamientos y por aliviar la acidez de tan delicioso manjar, terminé el trozo de tarta quemado que me servía de ayuda para separar el resto, así que me vi con un plato casi lleno de algo que no me gustaba y que además no sabía cómo me lo iba a comer y que me lo tenía que comer fuese como fuese.
Por un momento creí que si hubiese llevado ese plato unas pequeñas bengalitas de fiesta, hubiese sido un bosque de otoño con un rio desbordante de vainilla.
Comencé a hablar más con la anfitriona, pensando que la vainilla al final acabaría poniendo la masa más blanda y podría separar la tarta con la diminuta cuchara, pero esto no ocurría, el hojaldre estaba hecho a conciencia.
La mujer me indicó si quería mas licor y acepté, todo era válido para olvidar el sabor del plato estrella, éramos las dos únicas personas que tomábamos ese licor. Una amiga me dijo muy discretamente, “ten cuidado es muy fuerte” y yo reí, pero reí con ganas inusuales, estaba desesperada ante la situación. El licor, la señora, la casa, la tarta, pero ¿quién me obligaba a mí a estar ahí?, además los zapatos me molestaban, sentía la necesidad de apoyar los pies en un sitio plano. De buena gana me hubiese puesto de pie, hubiese dado las gracias por todo y me hubiese ido, pero recordé que no sabía por donde había entrado. Hice lo que creí oportuno, tenía que terminar ese trozo como fuese, era como un trabajo duro que hay que realizar y al final de tanto esfuerzo te sientes bien por haberlo dominado y haber podido tu más que las dificultades. Tomé un cuchillo que desde un principio no sabía para que era, y utilizando la cucharilla enana de tenedor comencé a cortas la tarta y a pasar el trago lo más rápidamente posible acompañando cada trozo con un sorbo del licor rojo espeso.
Sentí que me miraron, pero vi como algunos comenzaron a hacer lo mismo. Creo que todos esperábamos al valiente de turno que se atreviese y en esta ocasión fui yo. Controlé bien cada bocado con cada sorbo de la copa y por fin terminé.
No creo que vuelva a tomar ciruelas en mucho tiempo.

Después de una corta sobremesa, basada toda la conversación acerca de la tarta y loas al autor, creí que era la hora justa de la despedida y separé un poco la silla levantándome lentamente y los otros hicieron lo mismo. No sé si estuvo bien, pero fue un impulso y una vez separada la silla de la mesa, lo único que podía hacer era levantarme. La señora se levantó y me dio los tres besos correspondientes, diciendo varias palabras de elogio que agradecí enormemente y prometiéndole que si el año próximo vuelvo, iré a visitarla y tomaremos té o café, la mujer pasó suavemente su mano huesa por mi brazo a la vez que asentía con la cabeza y se le escapaba una sonrisa por la comisura de los labios.
Cuando me puse de pie noté que realmente el licor tenía mucho alcohol. Con pasos lentos y acompasados, nos dirigimos a la puerta, al ver la salida certifiqué que no hubiese salido de ese lugar sola en mi vida.
De camino al coche, me iban preguntando que había hablado con ella, que la señora tenía fama de poco habladora y por que sonreía tanto la dama, dije que hablábamos de las ciruelas y de la Navidad.

Me quité los zapatos, el frío en los pies me recordó que mi mundo es otro.