jueves, 11 de febrero de 2016

MARÍA

Sevilla. Triana. Barrio León, años 1.934. Con dos años. Plena guerra. Año arriba, año abajo. No se la fecha exacta, porque creo que la mujer no la recordaba con precisión. 

Allí, nació María.

El día estaba bastante nublado, hacía viento, pero tenía en mente hacer unas fotografías de un lugar determinado de un parque de mi ciudad. Así que, corría el riesgo de calarme hasta los huesos, porque daban agua. Tomé mi equipo que sólo consiste en una mochila blanca y que ya no recuerda que lo fue  por el uso y por los múltiples lavados y dentro lleva, una cámara, una tarjeta de memoria, pilas, pañuelos de papel, un pañuelo de cuello,  unas gafas, una cartera con una tarjeta y algo de calderilla un teléfono y mis llaves. Eso es todo lo que necesito para pasarme horas y horas en algún lugar.

Mi propósito eran las fotos. El otoño. Las hojas rojas y amarillas que tanto me gustaba pisar y arrastrar los pies por ellas, haciendo ruido como si partiese papeles, o como si anduviese por un mar de hojas y mis pies provocasen las olas. A veces, me agachaba y recogía alguna del suelo, me gustaba ver como los nervios de la misma hoja, habían dejado de llevar la savia al resto, porque el árbol había decidido que era época de cambios. Esos inmensos árboles. El paseo lleno de ellos. Siempre me habían gustado. Me llevaban a otro tiempo, y hacía meses que lo necesitaba. En ese momento y allí, me sentía bien. Podía pensar con más claridad. Solo allí y en sitios con agua mis pensamientos se aclaraban y las preocupaciones, aunque no se olvidasen, tenían más luz. Ese lugar lo reunía todo.

Deambulé un buen rato. Hacia fotos, pero no eran las que quería. Pensé que la foto perfecta nunca existe, porque miramos con sentimientos y la cámara solo capta la imagen.

De todas formas, el concurso para las que las iba hacer, ya estaría dado. Era imposible que durante dos años seguidos se lo diesen a la misma persona, que además se decía que era amigo de uno del jurado. Así, que pensándolo bien, me dediqué a hacer las que a mí me gustaban y olvidé el tonto concurso. Habían muchos más y las enviaría a otros.

¡Me comería un caramelo de limón!, pensé, metí la mano en la chaqueta y toqué dos posibles caramelos y como siempre los compró de limón, me alegré.

Seguí andando por la alameda. Tan grande, tan majestuosa. Llena de gentes en verano y ahora tan triste y vacía, pero para mí, tan llena de vida. La vida no había cesado en ese lugar, se estaba renovando. Había más vida que nunca. Me sentí privilegiada, de poder pensar, de sentir esa vida oculta, de imaginar que los árboles seguían vivos para mí, mientras que para los demás, solo serían árboles sin hojas.

Acabé el caramelo y vi como una mujer mayor se sentaba en un banco. La acompañaba un hombre de edad mediana con una bicicleta. La dejó sentada en el banco, subió a la bicicleta y se fue. Es normal que a ese parque vayan ciclistas. Entonces supe que tendría conversación para bastante tiempo. Ella tenía que hablar y a mí me iba gustar escuchar su vida. Las personas mayores no hablan, relatan y esa es mi perdición. 

Saboreo cada historia que me cuentan imaginándome como hubiese respondido yo ante las situaciones narradas. Oír y callar alivia el alma, del que habla y del que oye. Y mi alma, siempre necesita que la ebullición que nota se calme, se tranquilice.

Me senté en el mismo banco y dije “buenas tardes”. Los contestó y acto seguido dijo: “está nublado, hace viento y este vientecillo es de agua”. No sé, nunca he sabido distinguir los vientos, pero sí, lo hace.

Si una persona mayor, habla del tiempo, no está hablando del tiempo meteorológico, está diciéndote que le preguntes por “su tiempo”. Esto lo aprendí hace mucho, me lo decía mi abuelo.

Mi nieto me trae al parque, venimos en una furgoneta que tiene, él trae la bicicleta y yo mientras me quedo por aquí. ¿Usted viene en coche? ¡No! Yo vengo andando, ¿desde muy lejos? No me dejo contestar, empezó a explicarme que él pasaba muchas veces por allí, para ver si estaba bien. Ya sabe usted, “ una mujer sola no va a ningún lado”. 

En esta frase, me paré a pensar. La edad que tendría la mujer, la vida que habría vivido en su juventud, la libertad que no habría tenido. Y mi curiosidad aumentó de tal manera, que fui yo la que comencé a hablar.

¿Vive usted cerca?, bueno… muy cerca no. Soy de Triana. Me pareció que la mujer con su edad debía considerar que un de kilómetros, más o menos, era lejos. Esa fue la pregunta que desencadenó, todo lo demás.

Preguntó: ¿Conoce Triana?, dijo ¡Sí!, la conozco muy bien. ¿y el barrio León? Sí, a veces me llevaba mi abuela, había mucho campo y recuerdo un campo grande de girasoles, pero hace más de veinte años que no he vuelto a ir.

Yo era del barrio León, continuó. Me crié allí. Era el mejor sitio del mundo. Me preguntó mi nombre y me dijo que se llamaba María. Que tenía seis hijos, todos vivos, recalcó, quince nietos, un biznieto y otro que venía en camino. Y como todas las personas que han pasado por una guerra, comenzó a hablarme de la guerra y del progreso que teníamos ahora y de la libertad de la mujer. 

Lo que tú haces, pasear sola, en mis tiempos, no se podía hacer, ¿por qué, a dónde va una mujer sola? Volvió a repetir la frase y yo sin controlar mi parte más impulsiva, dije: “María, una mujer sola va a donde la lleven sus pies o a donde ella quiera ir”. La mujer, me miró y comentó, piensas igual que mis nietas, ¿pero qué dirán las gentes, cuando ven a una mujer sola, haciendo cosas que tiene que hacer acompañada por un hombre?, ¿por un hombre?, ¿un hombre puede hacer cosas solos y una mujer no? Sonreí, ¿y qué más da lo que digan las gentes?, siempre hablaran de algo que no les importa, así están entretenidas. Aunque por dentro sentí pena.

La sociedad machista , reprimida, donde la mujer no era persona, en la que se había tenido que criar, me entristecía. Y di gracias a alguien sin saber si existe, por haber hecho que yo fuera como era y a mis padres, por pensar que en el mundo solo viven personas, todas iguales y con los mismos derechos. Era normal que ella, pensase así y que la dichosa frase la hubiese repetido un par de veces, como queriéndome preguntar qué hacía yo, allí y sola.

Fue cuando me fijé en sus ojos. Eran pequeños, azules y de una vivacidad increíble para su edad. Era como… si la curiosidad por muchas cosas, del mundo que no entendía, le quisiese salir por ellos. Me fijé en su pelo blanco, con un mechón que caía a mitad del lado izquierdo de su cara y en sus manos, unas manos trabajadas.

En ese momento, pasó el nieto dando la primera vuelta para ver cómo estaba la abuela, se paró delante, con la bicicleta y dijo “hola”, la mujer se apresuró a presentarme, él me dijo que se llamaba Ramón. Ella, comentó: “ ¡Mira, a mi edad haciendo amigas todavía!” Él, sonrió, me preguntó un par de cosas, y contesté: sí, aún voy a estar aquí un buen rato. Montó en su bici y se fue.

María, empezó a hacerme preguntas, que yo contestaba con evasivas y con una sonrisa. Mi vida no tiene interés y la parte interesante son muy pocos los amigos que la saben y algunas de esas partes no las saben nadie.

Así que, empecé a preguntar. Fue solo una pregunta, que debió desencadenar en ella muchos recuerdos. Solo dije :¿vivió usted la guerra civil?

Sí, fue muy dura y se pasó mucho hambre, España se dividió. Se mataban entre ellos. Había mucho odio, se denunciaban los dos bandos y se los llevaban los “migueletes”, después muchos no volvían. Los rojos quemaban hasta las iglesias. Lo peor no fue la guerra en sí, lo peor vino después. Había mucho trasperlo, a veces sólo así se podía comer. Solo recuerdo el hambre. Mi madre se tenía que poner en unas colas muy larga, para conseguir comida, que solo le daban a cambio de entregar unos boletos que repartían por familia y por miembros que tenía. Yo de chica, solo recuerdo que quería comer pan y a mi madre llorar. Antes, las mujeres tenían muchos hijos, no era como ahora, ¿tú cuántos tienes?, yo, dos. Mi madre tuvo nueve, nueve bocas con hambre y sin dinero para alimentarlas. Yo fui la octava, detrás mía vino un varón, que murió. Debió ser muy duro, comenté.

Yo empecé a trabajar con siete años, ¿tan joven?, ¡pero si era una niña!, sí, un amigo de mi padre tenía una hermana que trabajaba en un taller de costura y necesitaban una aprendiza para que quitase hilvanes y entregase las prendas acabadas a las casas, y me metieron a mí. Ganaba ochenta céntimos a la semana. Desde el barrio León tenía que tomar un tranvía hasta el otro lado de Sevilla, pero si lo hacía, no le daba a mi madre el dinero entero y en mi casa hacía mucha falta, por lo que me iba andando. El frío que he pasado yo, a las ocho de la mañana en invierno por el puente de Triana, no me lo quita nadie, dijo.

Una leve ráfaga de aire hizo que el mechón del largo flequillo se fuese hacia un lado y vi lo que ella quería ocultar con su pelo. Una cicatriz profunda ,que bajaba desde la sien hasta cerca del pómulo, en el lado izquierdo de su cara. La miré, no escondí mi mirada y ella se dio cuenta. No pregunté nada, fueron unos segundos eternos, esperando a que fuese ella misma, la que rompiese el silencio, pero no lo hizo. Una vez más no pude callarme, como muchas veces lo hubiese tenido que hacer. María, ¿tuvo algún accidente?

Sí, un accidente que se llamó Juan. Estuve casada, con el padre de mis hijos, hasta que Dios o el diablo se lo llevó. Me la hizo él.
Me casé muy joven, no lo quería pero mi madre decía que así estaría recogida. Que un hombre tenía que tener mujer y que una mujer no valía para nada sin un hombre. Él era guapo y me casé.

Trabajaba en la fundición de Alcalá de Guadaíra, en los hornos. Un trabajo muy duro, comente. Más duro era él, que no, nos quería a ninguno, ni a sus hijos, ni a mí. Solo me quería para lo que me quería y cuando estaba preñada, decía que ese tampoco era suyo. Antes no había medios y no se podía decir que no se querían tener hijos, era pecar contra Dios, todo era entorno a Dios y todo era pecado, pero habían muchos curas que tenían hijos de las asistentas y eso, ¿no era pecado? María, si había medios para no tener hijos. ¿y a quien se lo preguntaba yo?, ¿a mi madre?, nunca hablé de “esas” cosas con ella. Pero… ¿no tenía amigas?, ¿alguien con quien poder comentar?, ¿sus hermanas? ¡qué vergüenza!, ¿cómo iba a hablar de “eso” con alguien?, ¿nunca ha hablado de “eso”, con nadie?, ¿no?, ¿ y tú? ¿Yo?, !sí! ¿Sabes lo que hubiesen pensado de una mujer, en mi época, por solo tocar el tema? La comprendí, pero mi interés se centraba en la cicatriz, ¿y cómo fue?, pensé que se había desviado queriendo del tema, pero no fue así.

Él, cobraba por semanas y cuando lo hacía, se iba a tomar unas cañas con su amigos del horno, volvía muy tarde, descansaba el sábado y volvía a trabajar el domingo. Volvía a la casa, casi sin la paga.

Yo le dejaba los niños a mis padres y me iba todos los días a limpiar, casas, tabernas, escaleras, lo que fuera. Mis hijos tenían que comer.

Un día, fui a Alcalá a esperarlo sin que me viese. Salió, bromeo con los amigos y se fueron hacia un grupo de mujeres que los esperaban. Él se agarró de la cintura de una, y aunque ya no le tenía ni cariño, sentí rabia de que esa….se comiese el dinero, que mis hijos necesitaban para comer. Los seguí, entraron en un bar, estuvieron mucho tiempo y después cuando salieron se fueron a una casa de citas. Yo que soy una mujer decente, no iba a entrar allí. Así que, antes de que entrasen, lo llamé. Él no podía creer que fuese yo y a gritos le dije en medio de la calle. “Dame el dinero, que le vas a dar a tu fulana, para que coman tus hijos”, vino hacia mí, sacó dinero del bolsillo y su navajita, siempre la llevaba encima. El dinero me lo tiró al suelo y cuando lo recogí y me fui a levantar, me cortó la cara, diciéndome : ”esto es, para que no se te olvide que yo soy un hombre y que no me puedes poner en evidencia delante de mis amistades” ¡Vete de aquí, perra preñada!

No sabría describir las sensaciones que sentí, pero las más fuertes fueron las de odio y asco, hacia alguien que no conocía.
Eché mucha sangre, pero me cosieron en Alcalá. Yo era muy guapa de joven, ¿sabes?, sí, lo creo, tiene unos ojos muy bonitos. Pero después… me empezaron a decir, “María, la de la cara cortada”.

Cuando llegó de madrugada, fue peor, me pegó y me echó a la calle con mis hijos. Decía a gritos, que ya no le servía ni para la cama. Me fui con mi madre, tuve a mi última hija y le puse el nombre de ella. Es la madre de Ramón.
No se separó de él. Se echo a reír y vi que la dura expresión que tenia durante su conversación, se suavizó. ¡Eso eran cosas de ricos! Y en España ni se sabía nada de eso. Cuando murió me quedé con la paga. Creo que esa fue toda la venganza de esa mujer, quedarse con la paga de su maltratador.

Volvió el nieto, y riendo me dijo, “ ¿ya te ha contado mi abuela, lo de la cola del pan?”. Sonreí, pero no contesté. Dirigiéndome a ella dije: María es hora de irme, tengo frío. Ha sido un placer encontrarla aquí y conocerla. Nosotros también nos vamos, se puso de pie, apoyándose en su bastón y se acercó a mí, me dio dos besos, pero de los sinceros, de los que solo dan los amigos de verdad, los que te quieren y yo se los devolví con toda mi alma.

¿Vienes mucho por aquí?, me preguntó. No, no suelo venir muy a menudo, voy más al parque que está al otro lado de la avenida. Bueno, hija mía, me ha gustado mucho conocerte. Me tocó la mano y apretó un poco.

Me hubiese gustado decirle muchas cosas, pero no dije nada, todo lo que había que decir, lo había dicho ella.

No sé cómo se produjeron esas confidencias.

En mi familia dicen, que en la frente llevo un buzón, donde todo el mundo mete lo que le duele o lo que le preocupa. No creo que eso sea así, sólo dejo hablar. Todos tenemos cosas que contar, sólo necesitamos el momento y el lugar adecuado para abrir el corazón.

Pero… yo creo, que fue el silencio de los árboles los que las propiciaron, quizás hasta dejaron de tirar hojas de sus ramas, mientras la mujer hablaba. Ellos también la estaban escuchando.



Para una amiga, que nunca lo leerá.