jueves, 20 de junio de 2013

EL FARO



Seguimos subiendo la interminable cuesta que nos llevaba al faro, las personas que venían conmigo hacia un rato que dejaron de seguirme, oí como entre risas dijeron: “¡sigue tu…sigue tu!  Y cuando llegues nos dice que se ve”, se habían rendido ya. Y yo seguí… porque es muy difícil que me rinda.

Me paré y abrí la pequeña mochila que siempre llevo conmigo, revisé las cosas y estaban todas: agua, protección solar de fuerza extrema ,cámara, pilas, otra gorra además de la que llevaba puesta, coleteros para el cabello… y miré más al fondo, creí que algo muy importante me lo había dejado atrás, con las protestas que escuchaba de los demás por lo empinado y accidentado del camino, pero no, estaban ahí e intactas, eran todas las ilusiones que había puesto en ese viaje y que por nada del mundo iba a dejar que me lo estropeasen.

Antes de tomar las vacaciones, todos los que venían conmigo sabían mi itinerario. No es, que siempre se haga lo que yo digo, es que nunca se hace y desde hace algún tiempo, ya no intento convencer a nadie para que me acompañe, aunque sé que no me dejan sola.

Siempre eran “las vacaciones”, pero por una vez iban a ser  “mis vacaciones”.

Me gustan los faros, pero los faros…faros. Aquellos que me recuerdan grandes historias, grandes hechos y aventuras. Ya quedan pocos de aquellos y los que quedan están controlados por máquinas, ya no hay fareros, bueno …si, pero muy pocos, pero no viven en ellos tienen una casita muy cerca y desde ahí, los trabajan. Va todo a base de botones y teclas.

Pero es igual yo cuando voy a uno y creo que conozco todos o casi todos los que hay por las costas de este país, me invento mil historias cuando llego a ellos.

Pienso en piratas, en grandes barcos con la bandera de las dos tibias sobre negro y me acuerdo, de uno de los primeros libros que leí con algo más de siete años “La Isla Misteriosa”, todos los libros de Julio Verne los teníamos en mi casa y en algunos en la contraportada venia una fotografía de él. Y pasaba tiempo mirando a este hombre, creo que ha sido uno de los pocos ídolos que he tenido.

Que yo recuerde él, Leonardo da Vinci. Un par de científicos y filósofos y ya está.

Lo miraba y veía sus ojos claros, su gran barba y lo que más me llamaba la atención era su frente. Sí, su frente a mi edad pensaba que los pensamientos salían de la frente, que era el lugar que yo sin saber porqué y con siete años creía que era donde situaba el concepto etéreo que tenia a esa edad del alma, detrás de la frente. Y como niña soñadora me imaginaba que todas esas grandes historias venían del alma de aquel hombre, tan antiguo para mí y llegaba a sentir pena de no haberlo conocido. 

Conocía tanto su rasgos faciales, que a veces se me hacían familiares y era como si ya lo hubiese conocido hacia mucho, mucho tiempo pero que no lo recordaba.

Seguí por la empinada ruta. Había una estrecha carretera que llegaba hasta el faro, pero tenía cortada el paso al “PÚBLICO NO AUTORIZADO” y como yo no tengo autorización para casi nada de lo que me gusta, pues decidí que por otro camino llegaba, además no había prohibiciones por ningún sitio del que yo había escogido, así que lo interpreté como “VÍA LIBRE”.
Miré hacia atrás creyendo que alguien me seguiría, pero no fue así y en el fondo me alegré el espectáculo sería todo y solo para mí. En silencio, no oiría ni a mis pensamientos. Esto me dio nuevas energías para continuar.

Al cabo de un cuarto de hora o algo más llegué y ¡Dios Mío! ¡qué maravilla! ¡qué hermoso es el mundo que nos tocó en el reparto!

La altura era considerable, pero hacia que el paisaje fuese más espectacular aun. Las olas chocaban con los acantilados con tanta furia como si el agua quisiera devorar aquellas milenarias rocas, aun a esa altura se oía el sonido.

Me volví y me dirigí al faro para tocarlo, siempre lo hago, me pasa como con los arboles, me gustan tantos que los toco.
Vi una casita muy pequeña con la puerta abierta y pensé: “la casa del farero y su familia”, toqué en la puerta, todavía no sé porqué lo hice, pero lo hice y no contestó nadie así que me dirigí de nuevo a contemplar el paisaje y a hacer fotos.

No llevaba allí ni diez minutos cuando vi que dos hombre de uniforme se dirigían hacia mí. Me preguntaron mi nombre y que como había llegado, dije que a pie y me contestaron que imposible. ¡Sí! A pie -insistí.

Me pidieron la documentación y la entregué, pero tampoco sé porqué lo hice. Me di cuenta que mi pequeña aventura se estaba estropeando, uno de ellos entró en la casa y el otro se quedó hablando conmigo, haciéndome muchas preguntas que yo las encontraba sin sentido ¡como echaba de menos a los que no me habían querido seguir!

¿Sabes que la carretera está cortada al público? Sí –dije. Pero yo no vine por la carretera, he ido buscando un camino para llegar, quería ver el mar desde esta altura. Cuando una carretera está cerrada se supone que los alrededores también lo están –dijo- el hombre. No lo entendí así –continúe. ¡pues así es! -¡ah, vale!, lo siento. No ha sido mi atención infligir ninguna regla. Fue lo que dije a continuación.

Pensé que ya que estaba allí, pero algo asustada -aunque no es la primera vez que me piden la documentación – intentaría conseguir algo más de información de aquel faro y entonces comencé yo a hacer preguntas.
Al principio el hombre estaba algo reacio a contestar pero comencé a darle una serie de datos sobre el faro que el desconocía y me di cuenta como se iba interesando poco a poco. Creo que no sabía ni la mitad de lo que había ocurrido allí, las preguntas se convirtieron en poco tiempo en una conversación fluida, sobre hechos y anécdotas del lugar.

Al rato largo salió el otro hombre y me devolvió mi carnet sin decir nada, pero su compañero se encargó de introducirlo en la conversación y entró en ella.
Creo que tenían ya más curiosidad por lo que yo les podía contar que el hecho en sí de haber encontrado a una “intrusa” en los dominios de su reino.

Una de las preguntas en las que mentí fue cuando mirándome con ojos inquisidores dijeron : ¿y por qué te gustan tanto y sabes tanto de los faros? No podía decirles que de pequeña yo quería ser farera y encender por la noche el faro para que los barcos no se perdieran, que a mi edad no sabía que era el ron y creía que era algo mágico que le daba energías a los bucaneros para ser valientes.

Me gusta el mar, porque lo temo. 

Tampoco les podía decir, que me refugiaba en mi abuelo llorando, cuando alguien me decía que eso era imposible, que las mujeres nunca podían serlo que era una profesión de hombres y entonces yo creía que las mejores profesiones eran la de los hombres, que las mujeres debíamos conformarnos con lo que la sociedad hubiese decidido que no era para ellos, los restos serían para nosotras y que con eso tendríamos que conformarnos y ya de niña se revelaba mi interior y me dolía pensar así. 

Pero entonces mi abuelo o mi padre me consolaban diciendo: “cuando seas mayor podrás ser lo que quieras” no hay trabajos de hombres ni de mujeres y así ha sido, de mayor fui lo que quise, no farera, pero conseguí lo que quería y es cierto no hay profesiones de hombres ni de mujeres, solo de personas.

Como esto a mi edad, siendo una adulta, sería impropio contarlo solo dije: ¡no sé! Desde siempre me han llamado la atención.

Al final se presentaron, me dieron la mano y me dijeron que me bajarían por la carretera, contesté que no, que volvería a pie me esperaban a mitad de camino, ¿pero sois muchos? -seis – ¿por qué no han subido? – estaban cansados. Rieron y decidieron llevarme a mitad de la estrecha carretera, cuando divisé a los demás –dije: ¡ahí están!, avanzaron algo más y pararon el cuatro por cuatro enorme que conducían.

Las personas que se suponen que debían subir conmigo se quedaron asombrados al verme salir de un coche de la Guardia Civil.

Con los ojos antes de llegar a ellos notaba como me preguntaban: ¿qué ha pasado?, ¿qué has hecho... esta vez? Y yo también con la mirada arqueando un poco las cejas contestaba ¡nada!

Hice las presentaciones oportunas pero sin ningún tipo de entusiasmo y nos invitaron a todos a subir al vehículo. Durante el trayecto seguía notando sus miradas, las de los cinco clavadas en mí, intentando preguntar sin hablar solo haciendo gestos, pero mi rostro permanecía impenetrable, no quería hablar allí y no lo haría.
Estos, los guardias, fueron amables y nos dejaron en el centro de una zona civilizada, no sin antes darme una serie de indicaciones de lo que "yo" podría ver o no ver en un futuro, seria los miraba y asentía sin pronunciar palabra. Quería que mi boca estuviese cerrada, no sé qué podrían decir mis pensamientos sin mi consentimiento al traducirlos  en palabras.

Las cientos de preguntas que vinieron después por parte de los demás que debían subir también fueron todas seguidas y a la vez y yo solo contesté: ¡no sabéis el espectáculo que os habéis perdido!

Estas vacaciones que comienzo dentro de unos días, entre otras muchas cosa voy a ver un faro, pero esta vez iré con más cuidado…pero iré.

Dicen que subirán conmigo, creo que les hace más ilusión que alguien nos pare arriba que lo que realmente van a ver. Pero es igual me acompañaran y una vez que estén arriba lo olvidaran todo cuando vean el maravilloso mar, rugiendo entre olas para saludar a todo el que quiera mirarlo desde lo alto.  


Sé que cuando esté en lo más alto, una vez más como siempre, me asombraré de lo maravilloso que es mi mundo.

miércoles, 12 de junio de 2013

¡SÓLO TENÍA SED!



Como siempre, era algo tarde cuando miré el reloj, debería haberme acostado hacía algo más de una hora. Pero el tiempo se me va volando cuando hago algo que me gusta y como me gusta casi todo, pues me entretengo con cualquier tontería. En este caso fue leyendo, puedo pasar horas y horas dentro de otro mundo que no es el mío, y  lo vivo tan real que me siento allí…veo sus calles, sus gentes, vivo su historia. 
Por eso cuando he leído un libro y después lo llevan al cine no me gusta nunca la película, porque en el libro mi imaginación se puede mover libremente por todos los personajes, tienen la cara que yo les pongo y los ropajes y las ilusiones que yo quiero que tengan e incluso un buen personaje lleno de humanidad se me puede antojar a mí que tiene un punto de villano  que los demás no han podido descubrir.

Se me durmieron las horas mientras leía y cuando volví a mirar el reloj, aun sin darme cuenta había pasado otra media. ¡Bueno! –pensé, mañana volveré a poner los pies en el suelo.

Me dispuse a recoger, cuando empecé a oír las alarmas de los coches, no era una… no. Eran varias a lo largo de toda la calle. Unos jóvenes aburridos, sabían donde había que darles para que saltaran.

Me fui a la cama y comencé a pensar…

Cuando era casi una niña a mí me pasaba algo parecido a ellos. Yo tenía una debilidad.
Mi debilidad consistía en llamar a los timbres y salir corriendo, mi grupo de amigos lo hacían y me animaron a seguirlos un día y lo hice.

Creo que fue la primera vez en mi vida que realmente liberé adrenalina, claro está, adrenalina como tal, la liberada en los coches de choque o en las atracciones de las feria no servía, eso era diferente.

Tenias que tocar al timbre y esperar a que dijesen: ¿quién es?, y acto seguido salir corriendo hasta el siguiente, con el consiguiente riesgo de que saliese el anterior y te pillase “infraganti”.
Tampoco se podía hacer todos los días porque posiblemente estuvieran al acecho. Así que yo elegí mis días.

Mis padres siempre quisieron que tuviésemos una educación musical, él, mi padre, tocaba el saxofón en su juventud y en mi casa desde toda la vida se ha oído todo tipo de música sin distinción. Lo mismo se oía opera que zarzuela , Antonio Machín que era la debilidad de ellos, o algún grupo de música avanzada para la época, e incluso a mi padre tocar algo y a mi madre diciéndole: “es muy temprano, vas a despertar a los niños”, que éramos nosotros. Cuando en realidad nos había despertado desde la primera nota “Mi” cuando empezó.

Aun recuerdo cuando la escuchaban en un sillón los dos y mi padre le ponía a mi madre el brazo por encima y ella reclinaba la cabeza en su hombro, o cuando la bailaban. Yo me quitaba de en medio porque me daba cuenta que era un momento solo para ellos.

Pues un día por mi Santo, mi padre me regaló una guitarra, me dijo que debía aprender a tocar algún instrumento, que con el tiempo me alegraría y que serviría para  relajarme. 

El siempre supo toda la actividad que bullía en mi interior.

Con mi hermano lo intentó pero fue imposible, aprendió lo que todos en las clases de música del colegio, o sea nada, cuatro canciones las cinco notas con la flauta y ya está.

Pienso que vista la experiencia que tuvieron con él, conmigo decidieron atajar el problema desde la raíz y quisieron entrarme por la ilusión de la guitarra. Realmente es preciosa, aun la conservo.

Yo que no entendía mucho de esto, me estuvo explicando que era de madera de no sé qué y fabricada en Alicante o Valencia y que era de las mejores. Así que decidieron por mí, y una vez que acabasen las clases, me quedaría un tiempo más para recibir estas lecciones. Yo acepté encantada era algo nuevo que aprender y mi curiosidad se inquietó.

En mi imaginación aun sin haber comenzado las clases ya me veía como una gran concertista, acompañando a los mejores o haciendo un solo del “Concierto de Aranjuez”.

Eran tres días a la semana los que además de los libros y todas las cosas necesarias para el colegio, tenía que ir con la guitarra a cuestas.
Al principio me gustaba, pero al cabo de dos semanas ya estaba cansada de repetir las mismas notas. El profesor debía de tener una fijación oculta por el “La menor “ y el “La mayor” nos hacia cambiar de postura en el “traste” casi media hora seguida y a mí me parecía una pérdida de tiempo, pensando todas las combinaciones que habían.

Lo bueno que tenían esos días, era que siempre me llevaba mi padre al colegio y después se dirigía a su trabajo, pero la vuelta era mía, volvía con mis compañeros de clase que vivían por mi zona. Me dejaban volver sola porque yo era de las primeras que se quedaba en su casa y los demás seguían, vivían más lejos.
Aprendí, sí, aprendí, pero no como ellos hubiesen querido. Tocaba de cabeza y no mirando un pentagrama, era tantas las veces que mi “profe” nos hacia repetir las piezas y los giros musicales que no era necesario.

Eran tres días a la semana de dos y cuarto a tres y media más o menos, lunes miércoles y viernes. Íbamos a las clases sin almorzar porque el profesor era la única hora que tenía libre. Yo pensaba que era muy buen músico y que daba conciertos por eso no podía a otra hora, pero pasado el primer año nos enteramos que trabajaba en unos grandes almacenes, que era músico pero tenía que trabajar allí para subsistir. 

Fue un compañero de clase el que nos lo dijo, coincidíamos en el mismo curso y él como no, también estaba apuntado a clases de guitarra. Por su apellido venía detrás mía en la lista de clase, creo que durante la época escolar fue en lo único que lo pude adelantar.
No es que yo fuese mala estudiante, que nunca lo he sido, es que lo de este niño no era normal. Se llamaba  Alejandro, “Alex” para los amigos como él decía. Tenía profesores particulares para todo, en clase cuando preguntaban algo nunca nos daba opción a los demás a demostrar que también estábamos allí y existíamos, levantaba la mano hasta el techo y si no le echaban cuenta levantaba las dos.

Un viernes lo recogió la madre para ir a esos almacenes y lo vio trabajando en la sección de zapatería. Creo que fue el primer fin de semana más largo de su vida, esperando el lunes para difundirlo. Me imagino que sus padres nunca le dijeron que todos los trabajos son dignos y que esto es una cadena, si un trabajo desaparece arrastra otros muchos sectores, mis padres se encargaban de que lo recordásemos a menudo.

Cuando el rumor llegó a mí, a mi edad y sin saber por qué sentí pena por él, por “Alex” que desde ese momento pasé a llamarlo Alejandro porque sabía que le molestaba.
Notaba como lo que realmente le gustaba a mi profesor era la música y como disfrutaba con esas clases.
Con el tiempo Alejandro me preguntó por qué no lo llamaba “Alex”, no quise contestarle y dije lo que se me ocurrió en ese momento: ¡tú sabrás!, quizá aun se lo esté preguntando, por la cara que puse de enfadada, ¡arrugué hasta el entrecejo!

De estos tres días, el viernes tenia clases por la tarde, lo que hacía que además me tuviese que quedar en el comedor. En eso tuve suerte era uno de los días que ponían legumbres con verdura, de segundo pescado y fruta que era una o dos peras y como no me gustan las peras, mi madre me metía en la mochila dos enormes manzanas, una para el recreo y otra para el postre.

Pues solo me quedaban dos días para el despiste de los timbres.
Los organicé, fue fácil, los lunes los pares y los miércoles los impares, cambiando cada dos semanas para que nunca me pillasen.

Era casi en la recta final antes de llegar a la casa de una de mis tías, calculo que serian alrededor de ochenta o noventa metros, antes que la de mis padres, en plena calle Feria de Sevilla, con mucho tráfico y bullicio a todas horas, pleno corazón de mi ciudad. Esto lo hacía más emocionante aun. Alguien te podía delatar.

Los lunes y miércoles, cargada con mi mochila y mi guitarra y con casi once años a mis espaldas, me dedicaba a llamar a los timbre de los demás.

Era fácil, llamabas esperabas a que contestaran y salías corriendo al próximo.
Fue fácil durante un mes, después la cosa se complicó  porque con lo que no contaba era que al haber escogido los números de las casas unos días pares y otros impares eran aceras distintas, los vecinos se conocían y los del lado contrario me podían ver… como así ocurrió.

Un día en la acera de los impares que era la de una de mis tías, lo hice, pero oí una voz que dijo : ¡niña!, ¡eh, tú!,- miré - ¡sí, tú!, ¡espera!, venia del lado contrario, por un momento me quedé paralizada y empecé a ponerme roja, es algo que aun me ocurre cuando me aturdo, me pongo roja como un tomate, creo que en el fondo es mi timidez que sale a flote.

En unos segundos reaccioné y salí corriendo. Nunca me podía imaginar que con lo flacucha que era y con mis piernas de alambres pudiese correr tanto como lo hice, corría como la pólvora... pero mas rápido.

Mi objetivo era llegar a mi casa y aquí no habría pasado nada, pero era imposible la voz me repetía ¡espera!, ¡espera!, ¡si solo quiero hablar contigo!...¡ para diálogos estaba yo! Y corría más de prisa notando como la mochila me golpeaba cada vertebra de la espalda. Creo que si la guitarra no hubiese sido tan buena como dijo mi padre, la habría tirado al suelo para correr más rápido aun.

No podía llegar a mi casa tenía que refugiarme en casa de mi tía, ella casi siempre tenía la puerta de la calle abierta, entraría la cerraría y después llamaría a la cancela, pero ¡por Dios!, ese día era uno de los que estaba cerrada, giré en la esquina y pensé que uno de mis primos mayores estaría en la cochera y que con él no me pasaría nada.

La puerta de la cochera estaba entreabierta, era mi salvación pero allí no había nadie, así que la atravesé, entré en el patio y vi a uno de mis primos, el mayor, el más fuerte. Estaba salvada, cuando me vio entrar corriendo me preguntó: ¿qué pasa Clara?, nada –contesté- ¡tengo sed!, pasa mi madre está en la cocina –dijo.

Entré en la cocina a tal velocidad, que mi único objetivo era quitarme de la voz que aun me perseguía en el pensamiento y de golpe y casi a gritos dije: ¡hola!, mi tía que no esperaba nadie a su espalda, se asustó y dejo caer algo que tenía en las manos, lanzando un leve grito. Se volvió – diciendo: “Clara por Dios” me dio un beso, me miró y dijo : ¿qué pasa? – nada, ¡tengo sed!, ¿seguro? –¡sí, mucha! – contesté.

Me ofreció un vaso de agua fresca que cuando llegó a mis labios realmente me di cuenta de que era cierto, tenia sed y no lo sabía.

Mientras oía afuera en el patio de los naranjos como yo le decía porque había plantado un naranjo y dos limoneros, a mi primo hablar con alguien y darle las gracias, me sorprendió que si le estaba diciendo lo que yo hacía cada lunes y miércoles no me defendiese y encima le diese las gracias.

Estuve un rato en su casa y decidió llamar a mis padres para decirles que me quedaba allí a comer. Entró mi “no defensor” del patio, no lo quería mirar a la cara, notaría que todo lo que le había contado el desconocido era verdad.

Riéndose me preguntó : ¿esto es tuyo? Y abrió la mano – sí, es mío, ¿cómo lo has encontrado? Me lo dio el joven que te ha seguido por toda la calle, dice que la semana pasada llamaron a su puerta y que cuando fue a abrir se lo encontró en el suelo, te vio y quería devolvértelo, te ve pasar algunos días y sabe que a veces llevas una guitarra.

Era mi “cejilla”, la que utilizaba para que esos “La” sonaran más agudos, al terminar las clases, como siempre quería salir la primera no la guardaba y la llevaba en la mano, se me debió caer cuando llamé a su puerta, por eso yo la echaba en falta e improvise una con un lápiz y una goma del cabello.

Él, lo comprendió sin preguntarme nada porque a mi edad hacia lo mismo y me dijo: cuando llames a un timbre tienes que tener las manos libres, ¡ves, dejaste un rastro!, ya no puedes volverlo hacer, saben quién eres.

Me sentí tan mal que nunca más volví a llamar a un timbre, por fastidiar.

Pero cuando llaman al mío algunos críos , noto que las cosas no han cambiado tanto y me río, a veces los veo desde la azotea, subo si estoy en mi casa porque se a la hora que lo hacen, uno de ellos es un vecino mío con unos diez años, pero prometo que guardaré el secreto, veo que le hace feliz cuando mi perro empieza a ladrar y me hace gracia la forma en la que rápidamente cambia de acera. Realmente se trabaja la broma, debe quedar agotado, él llama a todos cambiando de acera.

A los tres años las clases de guitarra terminaron y fue en el momento que le pedí a mi padre una guitarra eléctrica, aun me parecer ver su cara sin saber que decirme.

Nunca llegué a tener una mía, pero si he regalado una.

Y con el tiempo también descubrí que con los botes de espráis y una camiseta liada en la cabeza, se puede ser más creativa, pero hay que ser más rápida.




domingo, 9 de junio de 2013

LO REPETIRÍA OTRA VEZ...



Llegué tarde, bastante, no porque me hubiese entretenido, solo llegué tarde.

Al entrar dije ¡hola!, ¡ahora vuelvo!, tomé la cámara de fotos y subí corriendo las dos escaleras que me separaban de la azotea, mientras subía, pensaba a cada salto de escalón: ¡no llego! Recordé que la luz de la azotea se había fundido hacia unas semanas, de nuevo bajé corriendo y tomé una enorme linterna que nunca supe cómo llegó a mi casa, pero que por arte de magia siempre tenía pilas de repuesto, en un cajón del mueble de la entrada. Volví a subir esta vez con más prisas que antes, mientras intentaba colocar las pilas sin que se cayesen.
 
Al abrir la puerta, casi me encuentro con el espectáculo, no había comenzado aunque ya se divisaba algo, faltaban unos minutos para que la obscuridad fuese total, solo la luz de la Luna su brillo y la alineación de esos planetas, era lo que necesitaba para hacer esas fotos tan magnificas que iba a tomar. 

Preparé la cámara a oscura y conecté el flash.

Es una cámara buena y sabía que haría las mejores fotografías, después algunas las mandaría a mis amistades, pero siempre hay otras que creo que son más especiales, no mejores, solo más especiales y las guardo para mí.

Me quedé absorta mirando al cielo, ya estaba oscuro, pero seguía tan distante, misterioso y sabio como siempre que lo miro. Respiré profundamente, pensando que podría olerlo.

Enfoqué con la cámara, pero la volví a bajar, ¿y si todo ocurría mientras yo hacia las fotos?, me lo perdería en directo y no es igual ver por un objetivo que con tus propios ojos, tenía interés en un solo momento de la alineación, duraría en esa posición…unos escasos dos o tres minutos.

Decidí no hacer fotos, total las fotos son para el recuerdo y ese no se me borraría.
Si la vida y la naturaleza decidieran que en un momento dado de mi existencia, ya no puedo recordar, ¿para qué quería las fotos?, si ya habría olvidado el momento, ese preciso instante. No recordaría nada de él y no sabría porqué las hice.

Noté como entraron en la azotea y me pusieron un brazo por encima de los hombros haciendo una leve presión con la mano, sin hablar. Sabían que ese momento era importante para mí y que estaba dentro de mis cosas tontas importantes. Advertí, como sin decir nada y siempre en silencio se descolgaba la cámara de mi cuello y acto seguido saltaron varios flash, mientras yo disfrutaba de aquel hermoso espectáculo.

No sé cuánto tiempo permanecí así. Hasta que me dijeron, hace frio: ¿vamos adentro?, claro – contesté.
Me sentí infinitamente pequeña después de lo que había visto. Yo era menos que la partícula más insignificante y pequeña del universo y sin embargo podía admirar su belleza y formaba parte de él.
Por unos instantes pensé: “Qué poderosas energías se habrían podido reunir para dar paso a algo tan bello como la vida”. Seguramente nuestra existencia nos preparé para volver de dónde venimos y realmente solo seamos visitantes de este espacio-tiempo. Lo leí una vez, pero ahora lo comprendía.

Me sentí feliz de estar allí y ver lo que acababa de observar.

Entramos en la casa, pensaba que la belleza que acababa de contemplar en el cielo tan negro no podría tener fin nunca. Y sin ningún motivo me acordé de una canción que llevo en el teléfono con otras muchas que escucho cuando decido irme en coche por algún motivo y que hace que baile cuando estoy contenta y ahora lo estaba, me puse los cascos los conecté a mi música y empecé a oírla y como dice la canción : “ha sido divertido lo repetiría otra vez…” Yo repetiría una y mil veces la aventura de la vida, con los mismos errores, porque fueron elegidos por mí y nadie me empujó a que los cometiera. Aunque la vida en su baile me volviese a pisar los pies las mismas veces. 


Comenzaba la canción cuando me dirigía a la cocina seguida de mi perro. Era hora de preparar algo para la cena.

Los problemas cotidianos, en esos momentos perdieron toda su importancia.