domingo, 25 de mayo de 2014

El FINAL DE LA JORNADA



…Alzó los codos por encima de la cabeza, desató detrás de su cuello ese lazo de mariposa que la ataba a ese momento, quitó algo de su cabeza y se atusó el pelo, que en ese mismo instante, recordó que tenia vida propia. Lo arrojó todo con cierto desdén, a un cajón, a ese que todos tenemos y al que van las cosas que ya no sirven y por un momento sintió que había sido desagradecida con su despojo, hacía apenas cinco minutos, le habían sido de gran utilidad.

Al deshacer el nudo, pensó en las cajas de zapatos que les entregaban a los alumnos en el colegio, aquellas cajas misteriosas, que todos deseaban tener, porque al parece, contenían el misterio de la vida, como si a nuestra edad supiésemos que la vida tenia misterios, para nosotros, solo era curiosa.  Allí, era donde estaban los gusanos de seda con su tálamo de hojas de moreras, simulando una colcha verde de distintos tonos. Era muy importante alimentarlos bien y como ella no los tocaba por miedo a que muriesen, solo se encargaba de ir a buscar las moreras todos los días durante una semana, tarde tras tarde, cada vez tomaba más y cuando le decían en su casa que no era necesario que lo hiciese a diario que las podía conservar en agua, contestaba: ¡No! Se irán las vitaminas y morirán los gusanos de seda. 
 
No sabía muy bien lo que eran las vitaminas, pero debían ser algo, que ella por más que miraba la comida, nunca veía, y debían ser tan importante, que solo estaba en la comida que no le gustaba, porque su madre cada vez que la obligaba a comer algo que no le gustaba, decía: ¡tiene vitaminas!, tampoco sabía como a los gusanos, nada atractivos por cierto, les gustaba esas hojas grandes y de tacto algo rasposo. Ella de ser uno de ellos, no se las hubiese comido, aunque su madre hubiese insistido en el amplio y mágico poder de las vitaminas.

Nunca llegó a ver el nacimiento real de una mariposa, ni tampoco vio nunca, como decía el profesor que desplegasen sus alas en el momento de salir de aquella que había sido su cruel cárcel, porque de no hacerlo así, morían en segundos. Eso siempre les tocaba a otros, pero se decía : “ he contribuido a que pueda volar”

Cuando dejaba de ver las cajas de zapatos ordenadas, en el poyete de la ventana de su clase, sabía que todas estarían volando por algún lado y se sentía bien y agradecida a que con sus hojas un gusano pudiese volar. A veces, en verano, las recordaba cuando veía alguna y hasta creía que podría ser uno de aquellos gusanos transformados, que ella alimentó con tanto afán y al mirar, a una en concreto, la veía más bonita que cualquier otra. Pero nadie le dijo nunca, que vivían solo unos días  o algunas semanas y ella a su edad, no sabía nada aun de la “no existencia de la existencia”, pensaba que todos los seres eran eternos. Su mundo era simple, no como en el que estaba ahora, lleno de problemas y se percató como los problemas habían ido creciendo a la par de ella, como si fuesen algo que siempre estuvo pegado a su piel.
 
Se dirigió a su taquilla, la abrió y se vio reflejada en el espejo que tenían todas, se sintió cansada, lo decían sus ojos, había sido una dura jornada. Abrió el bolso, conectó el teléfono y miró la hora, volvió a pasar la mano por su pelo pensando: “mi tiempo de los demás, ha terminado”.

En los ascensores se apiñaban las personas para subir, miró las escaleras y como siempre optó por ellas, estaban casi desiertas y sonrió al percibir el tiempo que perdían, por subir todos hacinados hasta alguna planta. La mayoría se quedarían en la siguiente a su espera. 

Eran veintidós escalones cada serie, llegaba a un rellano y otros veintidós, ya estaba en la planta primera, así hasta que llegó a su destino. Llamó al timbre, esa puerta siempre estaba cerrada, preguntaron por un telefonillo y dijo su nombre. Se abrió, entró y cerró.

Recorrió el largo pasillo, para empezar por donde siempre. Abría solo algunas puertas, sabía en las que no debía entrar. Siempre se decía: solo miraré, pero nunca lo hacía. Tenía que ver qué pasaba si entraba y cuando veía esas sonrisas, volvía a pensar que las mariposas si eran eternas y que estaban todas allí, entre las comisuras de los labios que le sonreían.

Se paraba algún tiempo en cada habitación, poco, no se podía estar más. Al salir siempre les daban las gracias, sin saber, que era ella la agradecida por verlos sonreír.

Recorrió todo pasillo, abrió, salió y cerró, y de nuevo se dispuso a bajar, esta vez hasta el final, hasta la calle, donde el bullicio era ajeno a cualquier tipo de dolor y la mayoría, no sabían, lo frágiles que son las mariposas. Respiró hondo, se puso las gafas de sol y se dirigió a su viejo coche, el que contenía tantos pensamientos suyos. 

Al incorporarse a la vía, leyó: Hosp..miró el semáforo y estaba en verde.


A todo el personal de oncología infantil.