martes, 22 de septiembre de 2015

EL "TROLL"



Esperar, lo que se dice esperar… no sé.
Una vez que me dan las coordenadas de un punto y una hora determinaba, allí estoy como un clavo. No me gusta esperar, lo reconozco, y procuro que los demás no lo hagan por mí. Cuando quedo en un lugar y ya están, es porque han llegado antes. Por eso, una vez que me han dado las coordenadas del punto A, al ver que no hay nadie, me desplazo al B y después al C y al D, así recorriendo todo el abecedario, de forma que cuando me canso, ya nunca vuelvo al A. Me quedo parada en cualquier punto, divagando y pensando en lo informal que a veces, es el género humano. La puntualidad, parece ser, es otro defecto de los muchos que tengo. 


Una hora, es una hora y no una hora y cinco, diez o quince. No recuerdo haber esperado más de quince minutos a nadie.
Cuando esto ocurre, y se disculpan preguntándome con una sonrisa, si llevo mucho esperando, siempre contesto, “acabo de llegar”, pero la próxima vez que quedo con esa persona, ya no soy puntual.
Pensaba, en la tarde anterior. Cuando observé desde lejos, sentado en un sillón negro de mimbre sintética, de la terraza, al médico de siempre, a un grupo de mujeres de alguna asociación y a varios jóvenes de los institutos cercanos, que se disponían a pedir, pero habían querido antes asegurarse un sitio, en la terracita de feo césped artificial verde chillón, y grandes yucas en maceteros rellenos de tierra y piedras blancas, de las que de vez en cuando, me llevaba unas pocas, a cambio del vaso de agua que les regalaba a las plantas a menudo. Más que plantas decorativas, eran un peligro para todos. Sus afiladas hojas con formas de espadas medievales y lanzas cortas, quedaban a la altura de los ojos de los que pasaban, tanto dentro de la terraza de feo césped con ocho mesas de cuatro servicios, como de los que transitaban por la acera. Ésta, la terraza, se aislaba de la acera, por medio de unos biombos de tela negra con el logotipo del lugar, lo que le daba al entorno un poco de intimidad, aun estando en la calle, justo enfrente de la gran rotonda y cerca de una comisaría. Era un lugar algo peculiar, donde nos reuníamos personas  muy variadas, en gustos, edades e ideología, pero que ante una taza de café todos éramos iguales. 

Las hojas, se resistían a permanecer en el lugar asignado para ellas y trataban de salir de su ubicación, querían ver algo del mundo, que la naturaleza, por haberlas creado estáticas, les negó. Podrían vivir eternamente, pero sin libertad. Por un instante, pensé: ¡Pobres plantas, para que existir!


Sólo ese día, me sentía liberada de todo.
Lo primero, era un buen desayuno, después todo continuaría.  

Me encaminé a la pequeña puerta abierta, al lado de la principal. Me gustaba, no tenía que empujar la grande y pesada, con gruesos y altos cristales anti todo, que tanto trabajo costaba abrir a todo el mundo. Parecía que su misión, era, que se pidiesen desayunos potentes para poder abrirla al salir. La pequeña, daba acceso al pasillo del bar, que mediante una alta mesa, separaba a los clientes de los camareros, en la cual, se ponían las consumiciones a los que decidíamos que la luz, el sol del exterior y la vida, eran más sanas y daban más alegría, que la iluminación artificial de luz blanca y pequeñas lámparas rojizas del interior del local.
Vi al “troll” y a la camarera de siempre. No me gustaba que el “troll” me preguntase que iba a tomar. Aunque estaba segura, que eso no ocurriría nunca. En más de una ocasión había visto la mala forma que tenía de contestar y como me conozco algo, sabía que si alguna vez me contestaba así, no me quedaría callada e intentaba evitar ese enfrentamiento dialéctico y agresivo. 

Mi impulsividad, ganaría al sentido común, como siempre. Las palabras brotarían directamente de mi sentimiento y del pensamiento, sin ser canalizadas por la razón y aunque después me arrepintiese, lo dicho…dicho quedaba. Es mentira que las palabras se las lleve el viento, siempre quedan flotando en él. 

El “troll”, solo se dedicaba a ir de un lado a otro, nada lejos el “uno” del “otro”, para no cansarse. Aunque quiere dar sensación de dinamismo, sus pisadas son lentas, como los niños que juegan a estar en el espacio, pero su lengua es afilada y ágil, la voz fuerte, chillona, brusca y nunca sonríe, su prepotencia se lo impide, piensa que es el dueño del mundo y de todo lo que le rodea. Arrastra su enorme y poco grácil cuerpo, es como… si todo su ser pasease o viviese en un planeta, donde la gravedad, lo atrajese con mucha más fuerza que al resto de los mortales. No me gustaba, nunca me había gustado, y nunca me gustará. No había sentido simpatía por él desde el primer momento en el que lo vi, y pensé que la “empatía”, existía en realidad. Yo misma, sentía esa extraña atracción y simpatía sincronizada por algunas personas, pero por el “troll” jamás la había sentido y estaba muy segura que ese sentimiento jamás lo derrocharía por él, incluso, aunque fuese una buena y adorable persona y seguramente lo sería y mucho mejor que yo. 

Mi sentimiento era de tristeza, pero no por él, sino por la persona que trabajaba a su lado. 

Para el “troll”, la palabra trabajo, era la mínima expresión, de lo que podemos pensar que debe ser un esfuerzo continuado, sistemático y a veces, la mayoría de ellas, monótono, adormecedor, gris y preocupante; con unas pausas de descanso, para desconectar del entorno que nos hace ganar un salario y volver después a él, pero con más ganas, o por lo menos, con las mismas con las que lo habíamos comenzamos.
En repetidas ocasiones, le había oído contar cosas de unos clientes a otros y estaba segura, que yo, estaría en un lugar elevado de sus cotilleos, por supuesto, siempre por debajo del médico, su enfermera favorita, y la anciana que leía el periódico todos los días dentro del local y que tanto le molestaba a ella, decía que  debía ir a leer a otro lado, nunca sabré por qué le molesta que esa mujer lea el diario. 

Mira de forma especial, queriendo escudriñar la vida, saber cosas de los demás, tener algo importante para poder alimentar su mente y cuando sé que me observa a mí, lo miro, sonrío, y vuelve rápidamente la cabeza hacia otro lado. Me da igual, generalmente me importa un “comino” lo que piensan de mí, las personas que no aprecio.

Se acercó la camarera, no me miró con la mirada que hay detrás de los ojos, la que dice la verdad, la que no todo el mundo observa, la miré y vi que estaba llorando con los ojos secos. Preguntó que iba a tomar, pero noté como esquivaban sus ojos el contacto con los míos, se había dado cuenta, que me había dado cuenta, de lo que ocurría.
Miré al “troll” y lo vi limpiando una mesa con su pesada mano, mientras que con la otra, descansaba su cuerpo en la misma. Me fijé bien el sus gestos y no la limpiaba, se apoyaba en ella a través del trapo, lo arrastraba unos treinta centímetros de un lado al otro, siempre casi en el centro y sin llegar a ninguna de las esquinas del cuadrilátero. Cuando había repetido la operación unas cuatro o cinco veces, se paraba y miraba el televisor encendido pero con el volumen apagado. 

Ese aparato siempre está puesto en la cadena de “Noticias Internacionales”,  nadie las mira, más que nada, porque es absurdo mirar una pantalla sin oír lo que dicen. Da igual que sea un accidente o la noticia de algún museo, aunque en todo momento hay puesta música, ese chisme nunca está apagado.

Respiraba un poco y se iba a otra mesa. Esto me hizo pensar, que si ahora era primavera y todos estábamos fuera del recinto, en invierno trabajaría aun menos, estarían las mesas todas ocupadas y seguro que no se limpiaban entre desayuno y desayuno, entonces su lugar de trabajo serían unos pocos pasos detrás de la barra. Lo imaginaba, dando pasos en la misma loseta, uno hacia delante, hacia un lado, atrás y al otro lado, para volver al punto de partida en el último paso.

Volvió la camarera con lo que había pedido, dijo que tuviese cuidado al transportarlo, que el plato no era de la taza y me la quiso dar en la mano, pero no dejé de mirarla a los ojos. Ella, me tenía que mirar, para saber yo, lo que sentía en ese momento y lo hizo. Vi tristeza, indignación y poca voluntad para explotar. Ese trabajo, le era imprescindible. La miré fijamente y comenté: ¿los dos, cobráis lo mismo?, sonrió y sentí que liberaba tensión, alguien lo había notado, no contestó con palabras, lo hizo con su sonrisa.

Yo no podía hacer nada, era su vida y cada uno la lleva como quiere, como puede, o como le dejan las circunstancias. 

Sólo le deseé que tuviese un buen día, me volvió a mirar y al decir “gracias”, bajo los ojos, esa palabra le había salido desde muy dentro.