sábado, 8 de agosto de 2015

DON EUGENIO

Don Eugenio, era un señor, un caballero de los de antes, eso se dice, pero nunca sabemos qué fecha es la de “antes”. De todo sabía y todo lo trataba, en definitiva un tipo bastante curioso…muy curioso.

Él, partía de la premisa siguiente: “nadie sabe más que yo mismo”, transformando la premisa en la hipótesis, “ puede ser, que yo sea el más listo” y llegando a la confirmación de su propia hipótesis: “Soy el más inteligente y lo que digo va a misa”. Por lo tanto, era mejor no discutir. Sus razones eran sus razones, dentro de un recinto escolar, pero él, este recinto lo ampliaba a su propia vida familiar, siempre pensé que tenía un puntito de dictador.

De mayor y fuera ya del ámbito académico, lo conocí , era una persona estupenda, nada que ver con el “Don Eugenio” de mi verano fatídico. La nota dictadora, había desaparecido, posiblemente los años hagan que pasemos más de todo y dulcifiquemos el trato con los demás.

De estatura baja, cabello rubio, raya a la derecha y ligero tupé curvado hacia atrás, a veces con gafas y a veces sin ver una “torta”, ojos verdosos-amarillentos, creo. Lo creo, porque casi nunca lo miraba a los ojos, pero un par de veces que lo hice, estoy segura que se los vi amarillos, como los lobos que se precian en serlo de pura raza. Su mirada ladina nunca dejaba saber lo que pensaba, parecía como si leyese en su cerebro o estuviese constantemente buscándole “tres pies al gato”. Las arrugas alrededor de los ojos, que normalmente delatan las risas de la propia vida, las tenía pronunciadas, pero jamás lo vi reír, todo lo más, mostrar una mueca en un intento fallido de sonrisa. No era gordo ni delgado, era “normal”. Tenía un humor ácido y sarcástico, pero siempre su intento de hacer una burla, era dejar a alguien, por lo general a un alumno, en ridículo, decía que así, pasando vergüenza delante de otros, se aprendía más. Él, no pensaba que así lo odiarían aún mas , pero no contaba con la simpatía de ninguno de ellos.

Cuando abandonó por jubilación, su etapa académica, se dejó bigote y eso suavizó su rostro, también hay que decir, que se parecía más a Don Benjamín, llamado por sus alumnos “el zorro del desierto”. Pero ese es otro tema, para Don Benjamín solo tengo palabras de elogio y agradecimiento, una vez me ayudó mucho y me dijo que tenía mucho valor, por hacer algo determinado. Viniendo de él, debe ser cierto que tengo mucho valor.

Ninguno de los dos están ya, pero mientras pensemos a las personas que ya no son visibles, siempre estarán a nuestro lado, los no visibles se recuerdan con el corazón.

Don Eugenio siempre iba con camisas de cuadritos pequeños y pantalones de pinzas, todos en tonos marrones o beige oscuros y una raya a lo largo de esos pantalones, que era perfecta. Su mujer debía pasar mucho tiempo pasando la plancha por esa raya, para dejarla tan señalada, así como las rayas que le hacía en las mangas de las camisas, quizás de un lavado a otro ni se quitasen parecía que le dedicaba mucho tiempo al vestuario habitual de su marido, debía ser ella, Don Eugenio jamás asiría una plancha, ¡por Dios!, eso es cosa de mujeres, hubiese sido su comentario. Creo que pensaba, que las mujeres estábamos un escalafón por debajo del genero opuesto. 
Dios lo bendijo con tres hijas. 
Daba igual que fuese invierno o verano, sus camisas eran casi idénticas, de mangas cortas o largas, sus zapatos eran del mismo modelo todo el año y por supuestos marrones, como el cinturón.

Mi conocimiento de Don Eugenio, fue un verano que no olvidaré jamás.

Era profesor de mi hermano, trataba, “a saber”: matemáticas, física, química y francés. Nada extraño, ya que sabía de todo y todos los campos tocaba a su manera. Su manera era a veces haciendo razonar a los alumnos y cuando estos no comprendían su razonamiento, los hacía comulgar con “ruedas de molinos” Pude comprobar, cómo en una clase de once personas cada cual con una de esas asignaturas, él pasaba rápidamente de una derivada de tercer grado a la transformación isócora de un gas ideal, pasando por un fragmento de “ L’ Étranger ” de Albert Camus, en un perfecto francés.

Llegaba Junio y ya sabía que desenlace iba a tener todo, dos trimestres con matemáticas y física suspendida, me daban a entender que no remontaría esas asignaturas, ya lo tenía todo perdido y como estaba perdido…empecé a hacerles el “cuerpo” a mis padres. Mis comentarios eran los de todos los estudiantes. ¡No sé cómo, voy a hacer los exámenes a este profesor!, ¡Seguro que me tienen manía!, ¡No, mamá, no salgo tengo que estudiar, estoy agobiada!, ¿si me quedan, que pasará con el verano?

El verano, era mi preocupación.

Ella, mi madre, no me consolaba como yo esperaba y decía con voz burlona. “Mujer tu puedes, mira si eres lista, que ya sabes las que te van a quedar”, ¿y si me quedan?, insistía, ¿podré ir a la playa?, ¿qué haréis papá y tú?, muchas preguntas me haces por una “duda” que tienes ¿no? Remarcaba la palabra “duda” de forma especial, con un tono distinto, que yo captaba, ese tono me asustaba, me estaba diciendo: “Espera lo inesperado”. Sonreía y se iba a otro lado. Me di cuenta que esquivaba el problema y comprendí que era mío y debía dar la cara por él.

Ese año aprendí muchas cosas además de matemáticas y física, creo que fue el año en el que maduré y vi que las faldas de mamá, no era el mundo real, el que conocía de mi infancia.

Por supuesto, ésta estrategia era para que se lo fuese diciendo a mi padre, pero no lo hacía, me guardaba un secreto que yo quería que se supiese a voces para no tener que enfrentarme, a la confirmación que esperaba sola y ante él.

Mi colegio, cerraba durante los meses de verano, así que por mi cuenta y riesgo, comencé a buscar academias. Las seleccionaba por: alto nivel de aprobados, cercanía a mi casa, que únicamente pudiese ir un mes por las mañanas, que hubiesen chicos de mi edad (a ser posible guapos), en fin, una serie de requisitos con los cuales pensé, que saldría de ella con un alto nivel de aprendizaje y haciendo el mínimo esfuerzo, lo que me aseguraría, alcanzar los niveles exigidos en mi lugar de estudios con bastante nota. Pero toda ilusión tiene su fin y lo descubrí el 19 de junio de ese mismo año.

En mi casa, oía y escuchaba a mi hermano hablar de Don Eugenio. ¡Es cruel! ,decía, y yo me reía de su suerte y bendecía la mía por no tener que estar con semejante elemento. Este profesor daba niveles avanzados, mi hermano es mayor que yo, así que, con mi edad era imposible, por infinitas vueltas que diese el infinito en un sinfín de universos, que yo tuviese la oportunidad de estar en algunas de sus clases y eso me hacía feliz.

Día 19.

Once y veinte de la mañana, me entregan las notas en una cartulina amarillita tamaño folio, con la marca de agua del centro, y el sello del mismo con tinta  tampón. Todo a ordenador, pero con la leve diferencia que la tinta de la impresora no era de color uniforme, ¡horror!, tuvieron la gran idea de poner los suspensos en rojo, ¡en rojo!, no había forma que mi padre no se fijara en los suspensos, saltaban a la vista.

Mi padre era un encanto y yo su ojito derecho, no me preocupaba su reacción, me preocupaba lastimarlo, sabía que le dolería más por mí, que por la decepción que se iba a llevar. 
Me hubiese gustado decirle, que yo estaba bien, que ya remontaría en Agosto después de un mes en la playa, que no se preocupase por mí, dentro de un año estaría en la Universidad, que lo tenía todo planeado…pero no dije nada.

Con el tiempo comprendí, que nada está planeado según nuestros deseos, son sólo hipótesis como las que Don Eugenio se confirmaba casi a diario.

Mismo día.

Tres y cuarto de la tarde. Llega mi padre, lo escucho aparcar, abre la puerta, sufro por él, saluda a mi madre, habla algo que no logro entender con ella y pregunta por mí. ¡Está arriba!, contesta mi madre. ¡Ya bajo!, grito. Quería que estuviese ella delante, no quería hacer eso sola, pero más o menos a mitad de la escalera me topo con él, quien con una sonrisa y gesto de mano, me indica que suba. Una vez arriba y los dos solos, sin mediar palabra, tiende la mano para recoger el folio de cartón amarillito con la marca de agua y el sello de tinta tampón. Para sorpresa mía, no lo mira, lo dobla ( yo que intenté dárselo intacto) lo mete en un bolsillo, se acerca me da dos besos y me dice: No te preocupes, el día 22 empiezan tus clases. Me quedé perpleja. Era viernes 19, el 22 era lunes, ¿cómo me iba hacer eso mi padre?, necesitaba unos días de descansos y se lo dije. Contestó, ¿no has descansado bastante durante el curso? No dije nada pero la cara se me debió mudar y lo notó. ¿Y adónde voy a ir?, si se puede saber. ¡Por supuesto!, Don Eugenio abrió hace tres mese una academia, ¡ah!, entonces él no estará, seguro que se va de vacaciones.

Yo no sabía nada de la academia. El infinito y sus vueltas en los infinitos universos, habían hecho que yo pudiese coincidir con él.

Comenté, que él no estaría, para saber algo más sobre mi incierto futuro. ¡Sí!, tiene profesores auxiliares para clases de apoyo, pero has tenido la “gran suerte”, que tus dos asignaturas las da él mismo, ¡es estupendo! ¿verdad?  Bueno, un mes pasa volando, dije. Me sonaba a venganza, lo sabía todo y los tres incluyendo a mi hermano sabían mi destino. ¡No!, son dos meses y medio, la semanita que falta de Junio, Julio, Agosto y hasta que te examines en Septiembre. Con cara de pocos amigos, pregunté, ¿se puede saber el horario?, ¡claro que sí!, empiezas el día 22 de Junio a las 4 de la tarde. No me importa, me gusta el calor, en mi interior lloraba de rabia, de impotencia, ¡mi padre!, ¡mi amigo!, ¡mi referente, en la vida!, ¡mi mentor!, ¡mi protector!, ¡mi progenitor!, ¡mi profesor de ajedrez! yo no quería hacerlo sufrir y él lo tenía todo planeado. No había tenido en cuenta mi opinión.

La verdad, aprendí muchísimo ese verano, era la mejor de los torpes de la academia de Don Eugenio, e incluso mejor que la chica rubia de enormes ojos azules y leve acné, que se sentó a mi lado durante la primera semana y por la que todos los tontos de la clase babeaban, haciendo que me sintiese como el patito feo del aula. Yo no soy rubia y mis ojos no han sido ni jamás podrán ser azules, pero le ganaba en altura, eso era un punto a mi favor. 
Ella durante la primera semana, me preguntaba, ¿cuántas te han quedado?, respondí tres días, como a la barbie  solo le había quedado francés, pues al cuarto decidí que debía tener un buen aprendizaje forzoso y todo, todo lo que me preguntaba se lo contestaba en ese idioma, se reía y decía con voz fina y flojito: “ no te entiendo “Al poco tiempo dejo de preguntarme y ya no contestaba ni el “hola”, creo que se debió molestar, pero no me importó. 
A la semana un chico morenote dijo, que si él tenia las mismas asignaturas que yo, lo lógico era que estuviésemos sentados juntos, cosa que agradecí enormemente, además de guapo, casi no hablaba y eso a las cuatro de la tarde en agosto y con problemas de matemáticas o física delante, era un alivio.

Todos los días de aquel cruel verano, a las tres y pico de la tarde, bajo un sol abrazador y con la botellita de agua, que mi madre me ponía por la mañana en el frigorífico, salía de mi casa buscando sombra en la calle hasta la dichosa academia, pero a esas horas ni la sombra salía, creo que solo salíamos, los alumnos, los profesores auxiliares y por supuesto Don Eugenio, que por cierto, nunca lo oí decir “hace frío o calor”. El resto de los mortales estaban en sus casas a buen recaudo.

La academia era nueva y parece ser, que el instalador de aires acondicionados dejó el trabajo para más adelante “para no molestar en las clases”, eso se oía comentar. Dos enormes ventiladores nos recibían, pero allí hacía calor. Tenía que estar de cuatro a ocho, una eternidad.
Mi venganza era, que cuando mis padres me preguntaban como llevaba las clases, solo respondía ¡bien!, me gustan mucho y ya no daba más explicaciones.

Aprobé.

Pero ese mismo año aprendí, por otros motivos, que no se pueden hacer planes a largo plazo. Los castillos de arena, se acaban cayendo.