martes, 23 de julio de 2013

EL DÍA DE LOS PESCADORES



Me arreglé temprano, primero había que ir al puerto y por la tarde a la procesión, lo tenía que hacer por mis amigas y por mí, quieren todos los años que las acompañe y yo lo hago con gusto. Es la fiesta de los pescadores, de los hombres de agua como lo era mi abuelo.

No me gusta arreglarme demasiado pero lo requería la ocasión. Todas las mujeres lo hacen aquí. Así que acogiéndome al refrán “Allá donde fueres, haz lo que vieres”, pues lo hice. Los hombres van casi todos con vaqueros y camisas o camisetas los más jóvenes, acepto el alcalde y su séquito que van enfundados en sus trajes oscuros y con corbatas, haga el calor que haga, cosa que admiro en ellos. El solo ver la corbata atada al cuello me da calor.

Las mujeres es otro cantar, debemos ir con vestidos o faldas, algo engalanadas de joyas y zapatos de tacón, si es más alto mejor, ¡ah! Y por supuesto con las pinturas de guerra en la cara.
Así que decidí ponerme un vestido con florecitas pequeñas de colores, era discreto y la ocasión era para un vestido así.

Después de llevarme casi tres cuartos de hora delante de un espejo para intentar domar un poco el cabello, lo dejé por imposible y decidí que el pelo recogido era lo más cómodo, así el aire lo movería lo menos posible, cuando hubiese vaciado el contenido que quedaba en un bote de “laca extrafuerte”, no se movería ni un pelo. Viendo lo guapa que son las mujeres del lugar, nadie se iba a fijar en mi y menos en mi cabello, este problema estaba resuelto.

La parte más importante venia ahora: el maquillaje.

Para mí, maquillarme es lo más dificil del mundo. No entiendo de pinturas, nada de nada, vamos entiendo lo básico de cualquier mujer que no se maquilla: lápiz, sombra de ojos, lápiz de labios y punto, ahí termina mi entendimiento en maquillaje. Miré estos tres productos y pensé: ¡está todo!

Llamaron a la puerta y oí decir:  ¡pasa Mercedes, está arriba !, al oírlo continué: ¡sube estoy maquillándome! Al entrar mi amiga, me giré: estoy lista ¿ves? – dije - mientras me subía en los zapatos.

¿Lista? -¡sí!, no ves, ¡ya estoy! ¡Pero si no te has maquillado!,-sí -¡estoy bien!
¡No puedes ir a la procesión así! - ¿así como? - ¡así, sin maquillar! , pero... yo estoy bien, me siento bien, así - ¡nada, nada!- ¿a ver que tienes por ahí?, ¡esto solo! - dijo mientras contaba mentalmente los tres productos – ¡sí! – no utilizo nada más, además no sabría como hacerlo - ¿nada? ¿y cómo vas a la calle? -¿yo?, ¡pues normal!

Se levantó de la silla en la que se había sentado, porque decía que le dolían los pies, cuando miré hacia abajo, los vi alzados en unos tacones de diez centímetros por lo menos, y pregunté : ¿puedes subir y bajar las cuestas del pueblo con esos zapatos? - ¡claro, todas lo hacemos!, pues los míos son bastantes más bajos. Ella me informó: a medida que los zapatos son más altos estilizan más las piernas, ¡ah! –conteste- ¿y la columna? - ¿qué columna? –respondió ¡La vertebral mujer…la vertebral!

¡Ah, es igual, no pasa nada, aquí usamos zapatos muy altos desde pequeñas! Yo, que conozco el lugar desde niña, nunca me había fijado en ese detalle.

Era normal, cuando yo iba era en verano y siempre estaba correteando descalza o con unas chanclas en la mano. Cuando mi madre se ponía muy pesada, me decía una y otra vez que no podía estar todo el día descalza, que se me iría “el arco del pie”. Esta frase a mí, llegaba a asustarme y me preguntaba, ¿si el arco era de mi pie, adonde se iba a ir? Entonces decidía, solo por quitarme la angustia que esto me producía, llevar unas chanclas en la mano y cuando recordaba lo del “arco”, me las ponía unos cinco minutos, tiempo que yo creía suficiente para engañarlo y que se quedase otra temporada conmigo. 

Cuando volvía de la playa, siempre le preguntaba a quien hubiese ido conmigo: ¿la niña ha estado todo el tiempo descalza?, entonces mis tías, mis abuelos o mi padre me miraban, notaban que yo dirigía la mirada hacia otro lado y siempre respondían: “se los acaba de quitar”, esto ocurría pocas veces porque casi siempre venía a la playa conmigo y yo pensaba, además de que era para que no me metiese muy adentro, también era para controlar “el arco”, porque era imposible que cada vez que yo me quería bañar o dar un paseo algo más alejado, a mi madre tambien le entrase ganas de lo mismo. Mi madre que comprendía que era imposible que me las acabase de quitar, siempre al llegar a mi casa, me acariciaba la cara y decía: ¡ay Clara, hija mía!, si es que se te va a ir el “arco del pie” - ¡mira mamá, aun lo tengo! – decía yo orgullosa, levantando la pierna y enseñando la planta del pie tanto como podía.

Alguna que otra vez, cuando aun me ve descalza en su casa, me recuerda lo del “arco”, pero ya, nos reímos las dos. Este “arco” me debe tener mucho cariño, porque nunca se ha ido de mi lado. Cuando le digo esto, se ríe aun más fuerte.

Pero, mi madre nunca hubiese consentido que a temprana edad me pusiese tacones, decía: “cada edad tiene lo suyo” y seguramente eso no le correspondería a la mía por aquella época.

Cuando mi amiga se levantó de la silla, con un movimiento de mano quise entender: ¡espera, voy a mi casa y estoy aquí en un segundo!, llegó a los cinco minutos con una gran bolsa de aseo, llena de cosméticos que distribuyó estratégicamente delante del tocador.

¡Siéntate de espaldas al espejo! – dijo con determinación.

Comenzó por dar lo que ella llamaba un fondo de maquillaje, unos polvos, después una sombra de ojos, que me pareció curioso porque se tuvo que fijar muy bien en mis ojos y en el vestido para decidir el color.

Yo la dejaba hacer, parecía que conocía todas las técnicas del camuflaje femenino, prosiguió haciéndome unas líneas en los ojos con un lápiz marrón y después puso rímel. Eso me desagradó, las pestañas se liaban entre ellas, cada vez que parpadeaba y me molestaban las lentillas.

Durante todo este proceso, quería volverme y mirar al espejo, pero decía: ¡no, aún no estás lista! -¿te queda mucho?, le preguntaba cada poco tiempo, ¡vamos a llegar tarde!, ¡las demás nos esperan!- ¡ pues que esperen!, ¡lo primero es lo primero! - ¡aligera mujer, no me gusta hacer esperar! – decía yo, con mas interés por mirarme en el espejo, que por las prisas de que esperasen.

Solo un poco de rouge en las mejillas y listo ¡ya puedes mirar! Ella que sabe francés llama “rouge” a lo que nosotras llamamos coloretes. Ahora lo único que tienes que hacer es no tocarte la cara, - ¿en todo el día? -¡claro!, - pero…pero es imposible ¿y cuando el pelo me moleste en la cara? -¡pues lo dejas!

Me volví de cara al espejo y ¡ madre mía!, ¿esa era yo? - ¡imposible! La persona que veía era guapa, era tan clónica como ellas, pero pensaba como yo y se parecía a mí en el fondo de los ojos. Estaba guapa, había hecho un gran trabajo, pero no era yo. Era una extraña que pensaba como yo. Solo pretendía salir y divertirme, no exhibirme.

¡Yo no voy así a ningún lado!- dije - ¿cómo que no? - ¡que no!, ¡que me has disfrazado! - ¡que yo no voy así!

¿Pues tu me dirás que te quito? – lo pegajoso de las pestañas me molesta, el color verde en los ojos no me gusta y los labios míos, no son tan rojos tampoco.

Tomé un algodón empapado en tónico y lo paseé por toda la cara una y otra vez y volví a repetir la operación con otro, hasta que al mirarme al espejo pude decir: ¡Hola, yo!

¿Llevas pendientes? – preguntó -¡Sí, hoy si!, ponte un collar. Tome un colgante con una piedra de ámbar. Es mi favorita y me lo colgué al cuello.

¡Ya está!, ¡vámonos!, cogí una bolsa, metí unos zapatos planos y los guardé en el bolso, por si las cuestas hacían mella en mi.

Mi amiga, me miró y riéndose me dijo: ¿todavía… no has crecido? Me reí con ganas y comenté entre risas ¡vamos! ¡el día de los pescadores, nos espera! 
                                            
Era 16 de julio y pensaba disfrutar ese día al máximo, por eso me sobraba todo lo demás.

jueves, 18 de julio de 2013

LA DUNA NUEVA



Era temprano, como siempre. A la una de la tarde la playa se acaba para mí, como mucho a la una y media. Cuando la gente viene, me voy, no soporto más sol y me he dado todos los baños posibles, hasta las ocho o las nueve de la tarde cuando suelo volver.

Las ocho y media mi primer baño. Me dirijo a la playa por la duna alta, me gusta el esfuerzo que hay que hacer para pasarla, es como un precalentamiento antes del baño. Me siento cuando llego a lo alto y me quedo no más de cinco minutos, observando.

Más de una vez, me he sorprendido perdida en la inmensidad del mar sin saber en qué pensaba, pero hoy al llegar arriba de la duna alta, la nueva, he visto a una joven sola en la playa. Dibujaba algo con un palito en la arena mojada y me quedé quieta, muy quieta como si no existiera, tenía miedo de que al verme la entretuviese de sus pensamientos y permanecí allí sentada, solo miraba.

Era tanta mi curiosidad por saber que escribía, que intenté entrar en ella, ver por sus ojos.
Yo, que no sé nada de meditación y creo que el pensamiento es para que este en continuo movimiento, por lo menos eso es lo que piensa el mío. Me suele pasar desde pequeña, cuando te pones con mucha intensidad en el lugar del otro, puedes sentir cosas, que aun no siendo extrañas, si son distintas a lo que normalmente puedes sentir tú.

Es una paradoja que nunca he podido explicar. Solo tienes que pensar lo que crees que piensa la otra persona y entrar en ella, es fácil. Su pensamiento no lo sabe y te admite.

Me acordé de mi abuelo, con él me sentaba muchas veces en la duna nueva y de mi padre con quien también lo hacía, él fue quien me puso un sobrenombre que en otro idioma significa “un millón de preguntas”.

Siempre tenía una pregunta en la boca… siempre. Y aun hoy, a mi edad, a veces siento que se me puede acabar el tiempo y que de ese millón de preguntas que me hago, muchas se quedaran sin respuestas y que necesitaría dos vidas por lo menos para encontrarle significado a todas y esa era una de ellas : ¿por qué puedo sentir por los demás? Nadie me dio nunca la respuesta. 

Mi abuelo se echaba a reír y me decía: “siempre me preguntas lo mismo y yo no lo sé, ni siquiera sé lo que me quieres decir o lo que quieres que te explique, no te entiendo… “ ¡Venga al agua boquerón…que se enfría”. Me decía boquerón por la manía que tenía mi madre o mi abuela, de que tuviese durante el día el pelo recogido y de hacerme una o dos trenzas para que en el agua no se me enredase - ¡venga!, abuelo que se enfría –respondía. Porque sabía que un día más mi pregunta quedaba sin respuesta. Nos dirigíamos al agua y me repetía : “¡ves, ya está fría!”.

Cuando en realidad el agua de Atlántico está siempre helada como la nieve. 

Mi padre no se reía, pero me aseguraba que el tiempo me daría la respuesta, que él no las tenía todas, que nadie tenía todas las respuestas a mis preguntas “el tiempo da la respuesta a todas las preguntas que nos podamos hacer” -decía. El ya no está, pero sabe que el tiempo no me ha respondido a nada de eso y que esa pregunta se irá conmigo.

Dejé de hacer el ejercicio de entrar en la chica, al fin y al cabo, quien era yo para intentar saber que escribía y en que pensaba en ese momento y además no tenía ganas de concentrarme en nada, solo quería bañarme un rato e irme, me esperaban para desayunar.

Bajé la duna por el lateral, no quería pasar cerca de ella. Quería que siguiese con sus pensamientos, además me pareció ver que se paso varias veces la mano por los ojos, por lo que supuse que estaba llorando.

Entré en el agua, pero no dejaba de pensar que estaría escribiendo. ¿Por qué no lo olvidaba ya? Soy curiosa, pero no con tanta insistencia.

Nadé un poco, ya sin ganas. El tiempo que estuve en la duna me hizo recordar cosas de mi vida, unas muy agradables y otras no tanto, así que decidí salirme. En ese momento vi que la chica se alejaba arrastrando el palito por la arena seguida de un perro que en ningún momento se había separado de su lado.

Fui hasta donde ella había estado escribiendo y leí lo que había puesto remarcándolo una y otra vez… solo había escrito: “papá”, entonces comprendí lo que le pasaba, a mí me ocurrió lo mismo y lo sentí por ella, por lo mal que tenía que estar.

Ahora era yo la que se limpiaba la cara con la mano.

No quise subir la duna y tomé la empalizada. Estaba triste por las dos.

Con todo mi corazón y sin saber siquiera como se llamaba, le dije que todo pasaría y que le quedarían los recuerdos más dulces del mundo, aunque ahora se sintiese tan mal como yo me estaba sintiendo.
Crucé y vi como me levantaban la mano, el café ya estaba listo hacia un rato, me limpié bien la cara con el pareo y puse la mejor de mis sonrisas, no tenía derecho a estropearles el día a los demás…

Desde siempre he querido decir lo que siento y hace mucho tiempo, cuando tenía doce años, me di cuenta de que solo había para mí dos tipos de “inmunidades”: la diplomática y la de la pluma.

Como por mi forma de ser y de pensar nunca podría haber pertenecido a la primera, de joven opté por la segunda. Esta, hacía libre mi  pensamiento y a ella me acogí. Puedes expresar con sinceridad, lo que sientes, lo que no sientes o lo que quisieras sentir.

Nadie o casi nadie te preguntará jamás que hay de cierto en un relato o en una novela y si lo hacen solo tienes que hacer lo que yo hago, me echo a reír y dices: “de todo un poco”. Pero solo tú sabes lo que lleva de tu realidad.

Quien lee mucho, es porque tiene mucho que contar y yo soy una incansable lectora. Quizá tú que lees esto, tengas mucho que contar…

Que nadie olvide, que es solo un relato y que cualquier parecido con la realidad, puede llegar a ser mera coincidencia o… no.