viernes, 26 de mayo de 2017

DOÑA MERCEDES

Se dio prisa, quería llegar a la gran plaza bañada por el sol. No le gustaba que la esperasen, según su madre era una falta de educación.

Las normas de su madre en cuanto a la educación eran muchas, estrictas y variadas. Por supuesto, nunca las llevó a cabo todas, ni siquiera la cuarta parte de ellas. Eso la había convertido en la persona que era y de la que no se avergonzaba en ninguna de sus facetas. 
Aunque su madre ya no la llamase “libertaria”, sabía que lo seguía pensando. Esa barrera entre ellas jamás desaparecería, más que nada porque aún de mayor, le repetía que era como su abuela, por supuesto, su abuela paterna y en realidad físicamente se parecía mucho a ella. Su padre se parecía mucho a su madre y ella por tanto se parecía a su padre y a su abuela. 
Era alta, no tanto como lo había sido él, pero desde su altura se veía la vida nítida, simpática y hasta con toques rosados, por eso a veces los mismos problemas que agobiaban a los demás, ella los pasaba, volando por encima de ellos. No es que no se preocupase, que no era eso, sino que se preocupaba a su forma. Pensaba que todo tenía solución y se podía solucionar, todo menos la muerte y si una vez muerto, no te enteras de nada, para que preocuparse por tonterías.

La mejor herencia de esta rama paterna y que ella llevaba en los genes, era el carácter, era el mismo de su abuela y su padre, ellos lo llamaban “carácter liberal”, ella decía que era “carácter qué te importa”. “Qué te importa lo que yo haga, yo a lo mío y tú a lo tuyo… a criticar”. Eso y la tozudez. 
Era bastante persistente y era mejor mantenerla en ese estado, porque cuando decía que dejaba de importarle algo, nada la hacía retroceder, aunque con ello se fuese parte de su alma.

 No había heredado el rubio de la familia materna ni los ojos grises de su abuela por parte de madre, ni tan siquiera los tenía azules como los de su hermano, los suyos eran verdes-marrones-corrientes, pero eran mucho mejores, en verano eran verdes oscuros y en invierno se volvían marrones por la falta de sol y además eran mejores porque eran los suyos y quizás ese color fuese el que le hacía ver la vida del color más bonito que existía, el “color optimismo”.

De joven le repetían tanto lo de “Libertaria” que no le hubiese importado que le hubiesen cambiado el nombre ¡Ay! Pero madre no hay más que una….al menos en mi caso.
                                         …………

Ben, era un galgo rescatado de un refugio y con una cicatriz en el cuello, recuerdo de una acción criminal llevada a cabo en algunos sitios. Cuando ya no sirven para correr ni como sementales por cualquier motivo, se desprenden de ellos. Normalmente lo hacían con las hembras viejas que ya no parían, pero no sabía por qué, esta vez era un macho. Quizás, ya no sirviese para las carreras o su dueño apostó mucho por él y ese fue su castigo por perder.
Lo encontraron atado por el cuello y sólo se podía mantener un poco con las patas traseras rozando el suelo.

¡Seres de almas oscuras! El infierno de esas gentuzas es su propia vida, nunca tendrán luz y así lo deseo yo ¡Por siempre!

Ben estaba como de costumbre, al lado de la rúcula, a veces creía que la olía y otras que llegaba a darle un pequeño mordisco. Era tan solitario como las personas habladoras.

Dijo su nombre en voz alta, él miró, se acercó y a través de la reja olfateó el aire. Extendió la mano y acarició la fina cabeza del animal. Pasó la mano por su cuello, notó la cicatriz, lo miró a los ojos y pensó: “Son recuerdos de tu guerra Ben. Todos los tenemos. Son las marcas de los guerreros. Unas cicatrices van en la piel, otras en el alma, pero tu alma nunca la podrá tocar ya nadie”.
Ben, con su porte majestuoso, su fino cuerpo y su rabo cortado, volvió a su lugar favorito del universo. Seguro, que el animal no sabía que el paraíso lo iba a encontrar al lado de unas cuantas plantas de rúcula y canónigos.
                                  
Cerró la puerta principal, suspiró, miró al cielo y se fijó en el tráfico…parece que hoy es más denso.
                                         
Tenía frío, la mochila llena de bártulos natatorios no abrigaba mucho. Era temprano, aún faltaban diez minutos y se sentó en el borde de la gran plataforma de los eventos, donde agradeció los rayos de sol.

Antes había sido el llamado “Quiosco de música”, donde los músicos que tocaban en fiestas y en un fin de semana más que otro, guardaban los instrumentos y las sillas que ponían alrededor del quiosco elevado, para que el público, escuchase cómodamente sentado en esas sillas de tiras de maderas. Sillas que se recogían en forma de tijeras, formando un ruido característico como en los cines de verano, cuando las cerraban para baldear el suelo y que el albero se asentase. Eran los cines de la “infancia mágica” y al igual que en estos cines después de la sesión, quedaba un manto de cáscaras de pipas, de cacahuetes y restos de algún que otro bocadillo degustado.
Lo mismo ocurría alrededor del quiosco, mientras se deleitaban con la música seguramente ensimismados, y las piezas de Vivaldi o de algún otro grande se mezclaban en los sentidos, con sabor a charcutería, caramelos, chocolates o a lo que estuviesen comiendo en ese momento y entre bocado y bocado casi seguro cerraban los ojos. Mientras que los amantes, sentados y con las manos entrelazadas, los abrirían más, para mirarse con ansias en los del otro e intentar ver si en sus almas también existía música.

El “Quiosco de música” no lo conocí, pero me lo han contado cientos de veces. De todas formas, nunca he creído que los instrumentos quedasen allí, sé lo mucho que un músico ama sus instrumentos para dejarlos en la calle, por muy bien que estuviesen protegidos y por muy poca delincuencia que hubiese en aquellos días, de eso también se alardeaba….pero esa es otra historia ¡El Edén no existe!
                                              
Sentada en el borde de la gran plataforma, vi al hombre que espía, mirarme y no le di importancia. Él siempre estaba en la gran plaza, con las manos en la espalda y mirando a todas las mujeres. Era un mirón inofensivo, pero a mí me molestaba que me mirase y a veces, si estabas mucho tiempo esperando a alguien, se acercaba demasiado y decir demasiado, es decir, unos tres o cuatro metros, pero poniendo cara de enfado subido y mirándolo fijamente a los ojos, se alejaba a pasos más rápido que con los que se había aproximado.
Vi venir a la persona que esperaba y sentí alivio, cinco minutos en el sol para mí son muchos, no aguanto mucho más.

 Era viernes. Llegamos al bar donde solemos tomar un largo café, no por la cantidad sino por el tiempo que empleamos. Allí nos ponemos al día de muchas cosas y hablamos de todo lo divino y lo humano, lo que es y lo que no es, en fin, en esa pequeña mesa arreglamos el mundo y cuando nos vamos a nadar, sentimos que el mundo es más amable por el arreglo que le hemos hecho delante de un taza de café y un vaso de agua.

Nos sentamos en la terraza. Sólo estaba ocupada una mesa al lado nuestro. Era una mujer. Más tarde me enteré que se llamaba Mercedes.
Era mayor. Con unos increíbles ojos azules que no reflejaban el mar, eran el propio mar. En su juventud esos ojos debieron ser la envidia de muchas mujeres y el deseo de no menos hombres.

Estatura baja. Bastón con empuñadura plateada con la cabeza de un león, que acoplaba perfectamente dentro de su puño cerrado, lo que inducía a pensar que era viuda, no por el bastón sino por estar sola. La edad y ese "estar sola desayunando" lo corroboraban. Ese debió ser el bastón de su marido. Cabello canoso peinado hacia atrás y recogido en un moño que le daba un porte digno de experiencia y sabiduría. Cara agraciada. Sin maquillar. Se notaba que había poseído una piel estupenda de poro cerrado, aún a su edad no poseía arrugas de surcos profundos. Eso suele ocurrir en las pieles que han sido grasas, la propia grasa les sirve de nutrientes, aunque las pieles grasas tienen el poro más dilatado. Mejillas sonrosadas, cejas arqueadas pero no en demasía. Voz amable y carácter educado. Después en el trascurso de la conversación, me di cuenta que había sido de clase media-alta. Camisa de manga francesa rosa palo claro, rebeca beige echada por lo hombros, falda plisada gris medio, medias claras y zapatos cómodos y adecuados a su edad. Como único adorno llevaba un fino collar de diminutas perlas blancas y unos pendientes también de perlas, por el oriente de estas, debían ser buenas.

Estábamos hablando de un tema determinado. Se puso de pie se volvió hacia nosotras y dijo: “disculpen que entre en la conversación, pero yo viví un caso muy parecido al que estáis hablando y mi experiencia me dice... "

Estuvo un rato hablando con nosotras, le ofrecimos asiento y aceptó. Al rato, llegó un hombre que abrió los brazos al tiempo que decía: ¡Doña Mercedes, cuánto tiempo sin verla! Por eso supe su nombre. Ella se puso de pie y sin saber por qué, yo lo hice también. Se volvió a disculpar por haber entrado en la conversación, dijimos que había sido un placer y se sentó es su mesa.

Cuando volví a sentarme me llegó a los pies un balón y sin pensar le di una patadita y lo devolví a su dueño, lo recogieron unos deportes blancos. Era Samuel.
Samuel, era el mulato más guapo que había visto yo en mucho tiempo. Su piel marrón, sus enorme ojos, su cabello rizado y su sonrisa, hubiesen enamorado a cualquier mujer, a cualquier mujer que hubiese tenido doce años.
Acababa de llegar del campo de fútbol, contó que era el portero del equipo infantil o juvenil, no me enteré bien y cómo no entiendo de fútbol pues no lo comprendí, ni insistí en saberlo, pero debía ser muy importante, porque mientras lo contaba le brillaban los ojos. Había vuelto al campo porque la tarde anterior habían tenido partido. Por costumbre, dejaba el teléfono en una esquina al fondo de la portería y con la emoción producida porque habían ganado se le olvidó allí.
Dije, ¡vaya!, portero. La próxima vez que te vea me vas a firmar un autógrafo, lo que propició que su cara se iluminase y se produjese una amplia sonrisa haciéndolo aún más guapo.

Recogió el balón se volvió a doña Mercedes y dijo: “abuela tengo hambre”. Entra y pide tu desayuno, contestó la mujer.

Nos despedimos, se hacía tarde. Pero me alejé con la sensación de que aquella mujer de ojos de mar y sonrisa esculpida, había debido tener una vida muy interesante.  






jueves, 4 de mayo de 2017

EL INTERVENTOR

El día había amanecido perfecto. El cielo estaba oscuro, presagiaba lluvia. Hacía dos semanas que esperaba un sábado como ese. Su única finalidad era hacer fotos en el gran parque con nombre de mujer.

Dejó en el suelo la cestilla de mimbre con los seis limones que acababa de recoger y se olió las manos a la vez que cerraba los ojos. 

Creía que era el olor más maravilloso que existía en su escala de olores maravillosos, que por supuesto era una escala muy personal. Por ejemplo, uno de los olores que no soportaba era el olor de una conocida marca de colonias de bebés. Cuando sus hijos eran bebés utilizaba para ellos colonias de olores cítricos, eran olores frescos no dulzones, pensaba que estos olores desarrollaban la creatividad, seguramente no estaba en lo cierto, pero le gustaban y realmente habían salido los dos bastantes creativos.

El limón estaba en el primer lugar en la escala, le seguía la canela y muchas otras especias y el azahar, después venían las flores y por último el olor de las hierbas. Pero como su escala de olores era circular, le gustaba tanto el olor a hierbas como al de la cáscara de limón. 
Había un olor que no le gustaba demasiado era el de vainilla, ese olor pensaba que estaba sobrevalorado. Se utilizaba tanto en cosmética junto con el olor a coco, que la industria los había rebajado a olores comunes, les había quitado la exquisitez y la exclusividad de la rareza.

Metió la cámara con todas sus cosas en la mochila blanca. Se preguntó, cuántos viajes habría hecho esa mochila, cuántos kilómetros tendría encima si los hubiese hecho andando.
  Tarjeta, pilas, y cuatro cosas más en el centro, en el bolsillo grande. Gafas y botella de agua, en otro lateral; teléfono, tarjetas de transportes y algo de dinero en otro, y un pañuelo de cuello en el del centro junto con la cámara. También llevaba un paraguas pequeño, demasiado pequeño pudo comprobar.

El agua, que sabía que a ella, le gustaba ver el cielo llorar y quejarse como a cualquier mortal, se dejó caer sin ningún tipo de pudor manifestándose con toda su voluptuosidad para que ella, y todos los que adoraban la lluvia, la disfrutasen. Llevaba unos días decaída, la lluvia se debió enterar y quiso alegrarle el día de la mejor manera que lo sabía hacer, que era lloviendo a mares. Era la forma de llorar el cielo, lo que no quería que la mujer llorase.

Iría andando hasta la Plaza Nueva, allí tomaría el metro y se bajaría en la calle San Fernando en la parada de la Universidad y de allí iría echando un paseo hasta el parque.

Se bajó del transporte y vio al interventor.

El llamado interventor, es un joven de más o menos unos veintitrés años.
Le llamo interventor, porque no sé cuál es su nombre, y en una ocasión lo confundí en el metro, cuando se acercó y le entregué la tarjeta de control de entrada, cuando en realidad lo que él quería era sentarse al lado, en un asiento libre.

Estatura media alta, delgado, con la raya del pelo al lado derecho (no sé….. creo que es de derechas, lo digo por la raya, la ideología política del joven no me interesa), moreno, cabello abundante, brillante y engominado, para que el tupé quedase fijo en su sitio ( en el sitio donde los tupés tienen que quedar fijo, es decir como si llevase un puño cerrado en el comienzo de la raíz de los cabellos que están por encima de la frente….se entiende, vamos, lo que se dice un tupé corriente y moliente, de toda la vida de Dios). Nariz aguileña, ojos de halcón, pequeños y algo más junto de lo normal, yo diría que tenía mirada aguda y escrutadora, barbilla puntiaguda. Piel extremadamente blanca y ojos grisáceos, cejas muy pobladas y abundantes, algo cejijunto. Barba de pelo duro, pero muy rasurado, lo que no dejaba de darle el aspecto de una barba de dos días, por lo cerrada que la tenía. Gafas redondeadas pero no del todo, más bien eran ovaladas color oro. Traje azul, camisa blanca, zapatos negros, cinturón negro, corbata negra. El traje era dos tallas más pequeñas que el cuerpo del joven, le estaba pequeño, pero después explicaré por qué, todo tiene explicación.

Los bajos de los pantalones le llegaban algo más alto que el borde de los zapatos por detrás, dejando ver casi un dedo en horizontal de unos calcetines de algodón blanco al igual que las mangas de la chaqueta dejaban ver un buen trozo de camisa. 
No sonríe y siempre lleva una especie de funda de carpeta bajo el brazo. En el bolsillo superior de la chaqueta lleva un bolígrafo de una famosa marca que comienza por “B” y tiene una canción publicitaria muy pegadiza. Este es de punta normal. 
Cuando lo miré pensé que iba vestido de novio de los años setentas.

Anda a zancadas con los brazos ligeramente separados del cuerpo y un poco inclinados hacia delante, los hombros algo alzados, como si quisiese impulsarse con ellos y salir volando de un mundo en el que no quiere estar. Un mundo que a su edad no le ha puesto las cosas fáciles para poder soñar.

                      ………

Llueve mucho. Vuelvo a mi casa. Dejo las fotos para otro día y os cuento mi encuentro con el interventor.
                      ……….

Fue un día cualquiera, de una semana cualquiera, del año pasado. Quedé con mi hijo en la estación, la idea era volver juntos y tomar el mismo metro, es un trayecto corto, pero cada vez que podemos lo hacemos juntos. No es a menudo, tienen que coincidir horarios y vueltas, pero a veces es posible.

No llegaba….no llegaba iba justa de tiempo, iba casi corriendo y me dirigí a toda prisa a la estación. Confiaba en que los conductores supiesen leer bien los stop y los intrincados pasos de cebras, que hay en la inmensa plaza surcada también, por autobuses y que los ciclistas parasen en sus pasos no permitidos. A veces pasar por ahí es complicado, se me asemeja a una gran red de carreteras, pero con autobuses, semáforos, stop, cambios de sentidos, pasos de cebra y cómo no, redes de caminos para ciclistas. Si vas con tiempo, es fácil, todo está señalizado, sólo hay que limitarse a seguir los semáforos, mirar los pasos de cebra, tener cuidado con los ciclistas e intentar no pasar cerca de las paradas de buses, incluyendo el que te lleva al aeropuerto, simplemente porque son más grandes que tú y si atropellas a pie a un autobús no le pasa nada al bus, si es al revés es una catástrofe irreparable. Pero, si vas con prisas es mejor cerrar los ojos y confiar en que los demás ese día tengan todos sus sentidos alerta, y ese día, con miedo, tuve que confiar en los demás o no llegaba.

Baje las escaleras mecánicas casi a saltitos como los gorriones y llegué al túnel, vi a mi hijo, que había conseguido un asiento en uno de los bancos en el andén, me acerqué, se levantó para darme un beso y me ofreció el asiento que lo había tomado para mí. Y allí justamente a mi lado estaba el interventor, rozando chaqueta gris oscura de imitación a cuero, la mía, con chaqueta de traje azul, el de él.

¡Hola! Dije al sentarme, mirándolo ¡Hola! contestó.

Fue sentarme y levantarme del asiento, llegaba el metro. Subimos y nos sentamos y el interventor quedó frente a mí.
Tenía interés en saber que llevaba en la carpetilla, era pura curiosidad, el joven en sí mismo me producía una gran curiosidad. Sabía que detrás de ese traje pequeño y esa carpeta debía haber algo interesante.
Al fondo vi a dos chicas que se tomaban de la mano y se besaban ¡Qué bonito es el amor!, pensé. Volví a mirar la carpetilla a ver si podía ver algo por algún extremo de ella.
Un poco más cerca, en los asientos que van pegado a lo largo de dos ventanilla, se sentó una pareja y acto seguido sacaron los móviles y comenzaron con los pulgares a escribir con una velocidad que ya la querría yo con este teclado y os aseguro que a veces, cuando la fluidez mental es más fuerte hasta he creído ver salir humo de él.
 Volví a mirar al interventor y sin saber por qué, mi boca pronunció unas palabras. Fue un recorrido rápido. Salió directamente del corazón a la boca, sin seguir el circuito  de la razón lógica. Fue un impulso en toda regla, de esos que si las cosas salen bien los bendices y te sientes orgullosa de tenerlos o de los otros, que si todo sale mal y metes la pata te arrepientes y te sientes mal, por no haberlo podido controlar. Así que, llevada de la mano de ese impulso y la curiosidad, dije sin pensar y dirigiéndome a él ¿Y usted que estudia?

La pareja que no dejaban descansar sus pulgares, seguían mirando los teléfonos, pero él dio un leve toque con su rodilla en la rodilla de ella y le dijo: “cari, la siguiente”. Eran “caris” el uno del otro. 
En otra época, no hace mucho, los “caris” no miraban tanto los móviles y en una curva del metro, del bus, o un vaivén tonto, un “cari” se echaba un poco en el brazo del otro y lo rozaba, como sin querer, era una especie de juego ciego que iba diciendo…”cari” que estoy aquí y siempre lo estaré. Pero ahora los “caris” eran más despegados, más independientes, como si no se diesen cuenta que el amor siempre es amor, por mucho que evolucione la sociedad y que siempre nos gusta que nuestros “caris” nos demuestren lo muy “caris” que somos de ellos.  Y es que…. Los románticos no tenemos solución, somos como los viejos roqueros, que nunca moriremos.

Al decir, ¿usted que estudia? noté el codo de mi hijo que se acababa de intentar clavar entre los músculos intercostales y llegarme a una de las costillas para producirme un agudo dolor, pero reaccioné rápido y baje el brazo protegiéndome el costado. Lo miré y me estaba mirando, perplejo, intrigante, como si hubiese ofendido a la humanidad entera en público y a gritos, por una simple pregunta de nada.
Me puse roja ( pensaba, eres tonta, a ti quién te manda preguntar nada, que te importa lo que hace, a qué se dedica y por qué lleva una carpeta, un traje pequeño y un bolígrafo para ser utilizado como un arma letal). No sabía para dónde mirar, pero él dijo. No estudio, yo predico. 
¡Ah!, pero cómo se iba a quedar la conversación ahí. Era predicador, ¿de qué?, ¿qué podía predicar un joven de esa edad? Y usted, dijo. Yo no predico, yo trabajo. Dije yo, para relajar la tensión de mi pregunta y para que el joven sonriese, pero ni el joven, ni mi hijo hicieron el favor de sonreír.
¿Cree usted en Dios?, me preguntó. Entonces mentalmente le hice una pregunta que yo misma respondí. Me dije, preguntándole al joven, ¿sabes contar?....pues no cuentes conmigo.

El concepto de Dios es muy amplio, me inclino más por la ciencia, digamos que soy escéptica. Miraba a mi hijo de reojo, a ver si se pronunciaba en algo, me daba igual lo que dijese, yo quería que hablase y se desviase el tema, pero no fue así. Lo vi con una leve sonrisita, que decía, “ahí tienes tu pregunta”.

Me tragué una charla sobre la existencia de Dios de diez minutos, el tiempo se agotaba y yo quería datos. Ese traje, por qué era tan pequeño, no sabía cómo me iba a enterar y se me ocurrió decirle ¿y tiene usted más hermanos? Sí, somos seis, yo predico por las tardes y por las mañanas ayudo a mi padre en la frutería y mi hermano lo hace por la mañana. Mis hermanas, tengo dos, ellas no predican, están en el colegio, pero mi madre sí lo hace por las mañanas, con sus amigas de la congregación. 
Me faltaba saber algo más, si eran seis, dos predicaban, dos chicas en el colegio y los otros dos, ¿a qué se dedicarían? Ya no pregunté por ellos, no sabía a dónde me iba a derivar la conversación.


Hablaba tan serio, de temas tan serios, siendo tan joven, que me sorprendí. 

No solo habló de la existencia de Dios. Cada cual tiene sus creencias, era la seriedad con la que hablada de la familia, la frutería, sus hermanas, su madre y la congregación. Ese joven estaba agobiado. 

Yo lo escuchaba muda. Le dije sin palabras, eres joven, tienes más o menos la edad de mi hijo, ¿cuándo vas a ser libre?

Llegados a este punto deduje que el traje lo utilizaban los dos hermanos y éste sería más alto, por eso le quedaba pequeño. Pero la verdad es que estaba tan mareada, de la fluida verborrea del joven explicándome la existencia de Dios, que ya me daba igual por qué le quedaba pequeño el traje, sólo quería llegar a mi destino.
Abrió la carpeta y me dio un folleto.
Folleto que no tiré y que conservo en uno de los cajones derechos de esta mesa donde estoy escribiendo, no lo he leído, él me dijo lo que tenía escrito.

Miré a mi hijo y me mostró la más amplia de sus sonrisas.
Yo pensé en el joven, y deseé que la vida sólo le trajese cosas buenas, felicidad, libertad y una larga estancia en ella.
Entonces recordé algo que no debo olvidar nunca, pero que sin querer lo hago.

El trayecto más largo, es el que va del corazón a la razón, es tan largo que a veces el corazón se pierde y nunca llega a la razón.
El más corto es el que nos lleva del corazón al alma, es el más corto que conozco, está a la infinitésima distancia de un pensamiento.