martes, 28 de enero de 2014

¡ AQUELLAS GOLONDRINAS !



Y volvió a mirar por la ventana una vez más, después de haberse prometido a ella misma que no lo volvería a hacer, al menos en una hora. Otra vez distraída, ausente, sin estar en el tiempo.
Claro que, la culpa no era de ella, era de unos nidos de golondrinas que colgaban por afuera de la ventana. Entraban y salían y piaban y como no necesitaba mucho para soñar, pues lo hacía y se dejaba llevar, se asomaba con mucho cuidado para no asustarlas y veía el paisaje. Desde aquel ático alto, se veía todo la ciudad y más aun y mucho cielo. Se hacía tantas, tantas preguntas, a las que no le encontraba respuestas, que se sorprendía a veces con lagrimas en los ojos y otras sonriendo sin saber porque, cuando volvía a la realidad.

Normalmente esta vuelta a la realidad, venía seguida de medio ataque de pánico, al recordar las fechas que eran y que los exámenes estaban a la vuelta de la esquina y volvía a tomar los apuntes sacados de no sé cuantos libros y resumidos a su manera y con una letra ininteligible para casi todos sus compañeros, de forma que optaron por no pedirle más los resúmenes de los temas. Decían que tardaban más en descifrarlos, que en estudiarlos y ella contestaba siempre lo mismo, si tardas más tiempo captarás antes los conceptos, ellos reían y volvían a preguntar, ¿aquí que pone?. Quedaban sólo doce días para el gran examen, el que se haría en la sala de disecciones y no sabía ¿por qué?, no había sujeto a estudiar y era solo un examen oral de una determinada parte del cuerpo, pero en estos exámenes se daba todo por sabido. Lo mismo te preguntaban los nervios de una zona del cuerpo determinada, alguna prominencia en un hueso y de nombre extraño, que la situación exacta de la hipófisis y sus límites, cuando el examen en realidad trataba de músculos o articulaciones.

La situación era la siguiente. La sala de disecciones, estaba situada en la planta baja, era amplia y luminosa, con cinco mesas de mármol a cada lado, dejando un amplio pasillo en medio, por donde los profesores iban explicando y resolviendo dudas de los alumnos. Todos con las batas blancas y los nombres en las batas, debíamos llevar el carnet de estudiante localizado, como si nuestras caras no les sonasen de todos los días.

Pues bien en ese examen oral, donde no había sujeto de estudio, en cada una de las mesas, se había situado un profesor y al final, en una mesa sola , al fondo y en el centro de la gran sala estaba el catedrático, ( doctor, con la cátedra de esa asignatura, es decir; el “jefe supremo”).
Nos fueron llamando por el primer apellido, seguido del segundo y continuando con el nombre. Yo por mi apellido, pasaba casi de las primeras. Cada mesa tenía asignado un número. Si contestabas bien en la mesa número uno, tenias opción a la dos y así hasta llegar al “gran jefe”, que era, el que remataba la faena y hacia que te sintieses bien por todas las horas dedicadas a los musculitos o que pensases que el mundo se iba abriendo lentamente a tus pies hasta caer en un vacio, de donde jamás podrías volver a salir. Los profesores de las mesas eran una especie de criba.

Recuerdo una vez que le contesté a uno, de una forma no muy agradable. El examen trataba sobre todos los músculos de los miembros inferiores, sus articulaciones, nervios, inserciones, etc. Cuando llegué a la mesa tres, no me preguntaron nada de eso, me dijeron : ¡vamos a ver señorita! ¿cuál es el séptimo par craneal?, me quedé estupefacta, pero se lo dije, aun sabiendo que no era el tema a tratar y pensé : “este examen no me parece serio, nos quieren confundir”. Se lo dije al compañero que le tocaba detrás mía y con los nervios, que yo tenía, recuerdo que él solo decía : ¡por Dios, no me acuerdo de los pares craneales! – me ha preguntado, el VII par, es el facial. Le dices algo de él, te enrollar un poco explicándolo y te desvías hacia otro par que sepas mejor, me parece que a los anteriores les ha preguntado lo mismo, porque  Antonio, se tocaba la cara.

Antonio era un compañero de mesa de disección de lo más gráfico que pudiese existir. En las clases prácticas de anatomía, el mismo iba tocando las zonas de su cuerpo que exploraba en el sujeto de estudio, por eso me fue fácil distinguir, el recorrido que hacia sobre su cabeza, su cara y la expresión que puso…era la del VII par craneal, no me podía confundir. Y acerté, eso era técnica y me deberían haber dado puntos por ello, pero mis queridos profesores, en lo alto de sus pedestales, no podían aceptar que una simple estudiante, pudiese distinguir un par craneal, por un tonto recorrido sobre una persona viva.
Al llegar a la mesa cuatro, la pregunta fue sobre los músculos que actuaban en la respiración. Hay me salió la parte rebelde y salvaje que hay en mí y le dije: ¿qué queréis, suspendernos como sea, no?. Creo que a este profesor nunca, jamás, nadie se había atrevido a decirle nada, incluso los alumnos no lo miraban a la cara, les producía pánico, sus ojos pequeños,  grises y penetrantes, cuando te miraban parecían que querían descubrir algún secreto oculto de alguna vida pasada y ancestral tuya. El hombre, se quedó aun más sorprendido que yo, con las palabras que salieron de mi boca. No me contestó y cuando pensaba que había echado a perder tanto tiempo preparando ese examen, me miró fijamente a los ojos. Debo reconocer que me costó trabajo mantener su mirada, pero lo hice. Puso una nota sobre mí, en un folio y en el momento en el que me iba a dar la vuelta para salir de la sala pensando que había hecho mal, me llamó por mi apellido y me preguntó: ¿adónde va, señorita? – salgo del examen –contesté- ¿no quiere continuarlo?- ¿yo?, ¡sí! – pues, pase a la siguiente mesa. Me quedé asombrada, nunca lo hubiese creído. Si podía pasar a la siguiente mesa, quería decir que me había aprobado.

Así, fui pasando aquel extraño examen, nadie me preguntaba lo que tenía preparado, hasta que llegué a la última mesa antes del “gran” profesor. 

"Articulaciones del hombro", fue su pregunta y como todo me parecía tan raro, no comencé por la articulación del hombro. Pasé, directamente, a la de la cadera, total, el examen se suponía que era de parte inferior, así que, empecé por la más importante, la cadera. No estaba dispuesta a que todas mis horas de estudio y de repaso, mientras hacía barquitos de papel, que es lo único que sé hacer, con papelitos, o los dibujos a garabatos, en los que gastaba muchísima tinta, mientras mentalmente repasaba articulación por articulación y nervio por nervio quedasen en el olvido. Aun hoy día, cuando estoy preocupada o pensando en algo que creo importante, lo suelo hacer. A los cinco minutos, dijo, ¿señorita ha confundido usted el hombro con la cadera?- ¡no!, sé lo que estoy diciendo, yo he preparado el temario de inferiores y cuando termine con la cadera pasaré a las del hombro, ¿le nombro todos los músculos,  inserciones e inervaciones?.-No es, necesario. Terminé con la cadera y cuando fui a comenzar con la del hombro, dijo : “Sería usted un buen traumatólogo”. Me sonreí y contesté: ¡imposible!, esa especialidad no me gusta, quiero ser forense o psiquiatra. ¡Dios mío, cuantas vueltas da la vida! 
Era lo que todos los de mi curso queríamos ser. Hubiese habido en mi país, una gran avalancha de forenses y psiquiatras, todos parados, habría más psiquiatras que personas que los necesitasen. Puso una nota en mi ficha, la volvió a meter en el sobre y me la entregó, lo mismo que habían hecho todos y con ese sobre me dirigí, a mi última mesa.
El “gran dios”, después de ver las anotaciones que los demás habían hecho, en la ficha con mi nombre y mi foto, dijo : por favor siéntese, ¡uf!, lo agradecí enormemente, llevábamos, casi dos horas y medias de pie y lo que es peor, en tensión. Me preguntó, como me llamaba, la edad, y cuáles eran mis expectativas en la carrera, que especialidades me gustaban más y otra serie de cosas relacionas, que no recuerdo. Me parecía más una entrevista de trabajo, que un examen. Contesté y me di cuenta, que era una persona afable y se podía hablar con él. Puso una nota, se levantó de su silla y me dio la mano, diciendo: está usted aprobada.

¡Aprobada!, no lo podía creer, ¡aprobada!, el eco de su voz se quedó en mi cerebro, aun después de subir las escaleras, de dos en dos los peldaños, ¡aprobada!. Era como si me hubiese transportado a un paisaje de Suiza, entre sus enormes montañas y el eco retumbase de una a otra, oía la palabra “aprobada”, en toda su inmensidad y con el eco de la voz, de ese hombre.
Pero todo esto, para mi necesitaba una explicación, no me iba a conformar con lo sucedido, ¿y mis horas de estudio y de sueño?, ¿se habían perdido?, eso no podía ser. Así, que me dediqué a pedir cita con el “gran dios”, durante una semana y entre clase y clase, iba a su cátedra. Mis compañeros decían que lo dejara, que si estaba aprobada, que más me daba, pero yo quería saber cómo me habían aprobado, sin demostrar mis conocimientos, en la materia.
Cuando conseguí que me recibiera, más por pesada que por interés en mis preguntas, supongo, fue muy amable, recordaba mi primer apellido, hizo que me sentase y cerró una especie de expediente que tenía delante de él, dando así, una muestra de interés a lo que tenía que decir yo. ¡Usted, dirá!, que desea. Creo que ha venido varias veces. Sí, diez, pero usted nunca estaba, (soy persistentes, las personas que me conocen, pueden dar, fe de ello). Bueno…veamos, ¿qué ocurre?. Es referente al último examen que hicimos, -sí, dígame,-no le veo lógica, por más que lo pienso, era un examen extraño, no se ajustaba al programa, era ilógico. Este hombre, se sonrió de tal forma, como yo nunca lo había visto, bueno a decir verdad, nunca lo había visto sonreír, lo que me causó una sensación rara, como si… estuviese haciendo el ridículo más grande de mi vida. Solo dijo, “señorita, no todo es método, la improvisación y la reacción también cuentan. Hay que estar pendiente de todo, en todo momento y preguntarse el porqué de las cosas y es mi obligación saber quien responde ante una situación y quien, no. Es tan importante, esto, como el mismo saber”. Me quedé muda, sin palabras, con la mente en blanco. ¿Qué le decía, yo ahora a este hombre?, era la única pregunta que rondaba mi mente. Pero no me dio tiempo a pensar más, cuando fue él, quien formuló la siguiente pregunta, ¿sabe usted cuantos alumnos han venido a preguntar por el examen? -¡No!- pues, yo se lo diré, habéis venido, dos, solo dos. La señorita  Abad y usted, los demás han dado por hecho, que todo era correcto, ni siquiera se han preguntado, el ¿por qué?, de un examen oral en aquel lugar, ni de las preguntas, que no se ajustaban al tema, su único interés era aprobar, les daba igual lo que le preguntasen, solo querían aprobar. Me quedé unos momentos pensando y aturdida, bueno… pensando, no, porque no podía pensar en nada, más bien solo aturdida.

Me puse de pie y él me acompañó levantándose de su gran sillón, me tendió la mano y nos despedimos, dándole las gracias por haberme recibido. Cuando fui a salir, volvió a llamarme por mi apellido, me volví y dijo: “le ruego que no comente nada de esto, con sus compañeros”, dije: ¡claro!, salía, mientras su secretario, que no era más, que un alumno interno de último curso, me miraba con una sonrisita.
Y así lo hice. Me preguntaban si había podido hablar con él y acabé diciendo que ya me había aburrido de ir, que si estaba aprobada, pues mejor para mí.

La señorita Abad, era una chica de mi clase, con la que no tenía mucho trato. Era muy tímida, más que yo, es decir; muchísimo. La recordaba siempre sentada al final de la primera fila, del gran salón, que era el “Aula I”, tan grande como un teatro pequeño, sola, ella cerca del pasillo y su bolso en el asiento de al lado, para que nadie se sentase ahí, hasta tal punto llegaba su timidez. Pero el simple hecho de que las dos hubiésemos pensado lo mismo, me acercó más a ella y comenzamos a hablar. Me confesó que era muy tímida y yo se lo confesé a ella, pero se reía diciendo que mi timidez era distinta. Y bien pensado, es cierto, soy lo que podíamos llamar una tímida-arrojada. Cuando la situación lo requiere, mi timidez se convierte en una valentía extrema y yo misma me asombro, es lo que tenemos los tímidos, en los momentos que dejamos de serlo. Y descubrí detrás de un ser, de figura pequeña y menuda, una gran persona, con las ideas muy claras sobre su futuro. También quería ser forense o psiquiatra. Hoy es pediatra y está encantada.

He recordado esta historia, de la forma más tonta.

Hace un día maravilloso, el cielo está azul, hace sol y me he acordado de aquellas golondrinas y sé que pronto llegaran, quizás un poco antes de la primavera. 

Me he vuelto a ver, en la ventana de aquel ático, mirando sus nidos, con los apuntes en las manos, mientras me preguntaba mentalmente, donde estaría cuando pasasen los años, sin poder adivinar que estaría pensando en aquel momento.







lunes, 13 de enero de 2014

LA CORONA DE AGUA



Dio un salto de repente y salió de la cama, sin saber porqué, todo había cambiado en su mente. Se sentía bien y ajena al resto de los problemas del mundo. Se miró en el espejo del tocador y se sorprendió haciéndose un guiño a ella misma, mientras pensaba: ¡ Hola guapa!

No recordaba lo que había soñado, pero lo había hecho, como siempre y ese sueño tuvo que volver a darle la vida, a quitarle las pesadumbres de los últimos tiempos. Penas, que por otro lado, ella había sido la única que se las había causado, así que…decidió perdonarse a sí misma y pasar de nuevo por la vida, saludando al tiempo, paseando por las horas y disfrutando al máximo de los momentos. Era su carácter y eso era imposible de cambiar.

Miró por la ventana. Llovía a cantaros, un día oscuro y hacía frio, pero le pareció un día precioso, como cada vez que el cielo decidía ponerse a llorar un rato, como un niño con una rabieta.
No hizo lo que hacía todos los días desde un tiempo atrás. Ir a sus carpetas y buscar aquel nombre que había apuntado hacía algún tiempo y que en el transcurso de una conversación, le dieron. Lo había anotado, pero no lo encontraba, llegó a una conclusión, si no lo encontraba…por algo sería, era mejor olvidar el dichoso papel.
Sonriendo, se dispuso a entrar en la cocina, se prepararía un café fuerte, como los que tomaba los lunes por la mañana y comenzaría su día de nueve a tres y después todas las horas restantes del día para ella.
Al pasa por el espejo del pasillo, volvió a mirarse y se preguntó: ¿tú de qué vas?, soltó una risa sonora y contesto en voz alta -¿yo? De nada, ¡a preparar un café!

Los rituales de todos los días y lista, a la calle. Cerró la puerta tras de sí y antes de abrir el paraguas y bajo el refugio del pequeño porche, se quedó absorta mirando como caían las gotas de agua sobre los helechos. Le hubiese gustado tener en las manos una cámara con un potente objetivo y dejar parado ese momento, o que sus ojos pudiesen ralentizar ese instante para ver como se producía la corona de agua, al caer la gota sobre una de las hojas, pero eso como otras muchas cosas era imposible. Era tan bonito ver, como se formaban esas gotas, eran mundos perfectos, juntos unos a otros, pero jamás unidos. Así que, abrió el paraguas y salió, cerró la reja y escuchó un siseo que provenía de una de las ventanas de su vecina, alzó la mano en señal de saludo, pero observó como la anciana abría una de las hojas, diciendo: ¡hoy, no llegas!, sonrió y omitió el comentario, más que nada, porque estaba acostumbrada a oírlo casi todos los días, y si su vecina decía que no llegaba, seguro que si lo hacía y con tiempo de sobra.

Siempre había pensado que esa mujer de haber nacido varios años antes, hubiese sido una perfecta secretaria de dirección. Llevaba al dedillo la vida de todos y los asuntos más triviales, deberían convertirse en su cabeza, en asuntos de estado. En cierto modo siempre le recordaba a una de sus tías, e incluso la vecina parecía menos insistente el algunos temas, que ella.
Ambas se conocían, fueron presentadas hace muchos años y entre las dos podrían investigar cualquier secreto, si éste estuviese en sus ánimos. Disponían de tiempo e imaginación, dos factores fundamentales para una buena investigación.

Aceleró el paso, más de lo debido, sin recordar que varios días antes, se había lastimado el pie, de una manera tonta, pero él se encargó de recordárselo con una leve punzada a la altura del tobillo.
Tomó el autobús, de todos los días y no reconoció al conductor, esta vez era una chica rubia, simpática y que con una sonrisa le devolvió los buenos días, se sentía feliz. Era la primera vez que la veía en ese trayecto, por lo que, haciendo sus propias conjeturas, dedujo que sería su primer trabajo y de ahí venia su felicidad. En un momento de negatividad por su parte, pensó: cuando lleves veinte años haciendo lo mismo, seguro que no respondes a los buenos días, ni sonríes.

A ella, que tanto le gustaba definir cosas, a eso lo llamaba  “Proceso cognitivo continuo, adaptado a situación rudimentaria”, las personas menos soñadoras, lo llaman, en seco, con mucha frialdad y sin ningún tipo de consideración ni miramientos “Rutina”.
Pero en ese “Proceso cognitivo continuo…” también hay encanto. El día a día, siempre que pongamos un poco de corazón y alma en él, también puede ser bonito, depende de cómo cada cual, se vaya tomando los acontecimientos.

De todas formas, es lo que nos pasa a todos. La ilusión se esfuma, la paciencia se agota, la razón entra en dudas y nos bloquea la realidad. ¡Pero esa es la vida…que le vamos hacer!

El autobús estaba lleno, pero miró al fondo y le pareció ver un asiento libre al lado de alguien que leía. Se dirigió a él, más que por el asiento, por el libro, pensó que podría ver el titulo y podría interesarle. Se sentó y observó que lo llevaba forrado en un papel marrón, así que intentó ver alguna líneas escritas en él, pero fue inútil, su dueño lo protegía celosamente entre sus manos.
No quería que viese lo que estaba leyendo. Se dio cuenta, que se dio cuenta, la cuenta que le prestaba al libro y terminó por cerrarlo. Así que decidió bajar del autobús, tan solo quedaban tres paradas para la suya, y le gustaba el día.

Por un momento se acordó del papel con el nombre, que tanto había buscado y volvió a pensar donde estaría, pero también recordó que dijo que lo iba a olvidar. Con el tiempo, el enigma se resolvería solo y entonces, sabría cómo actuar. De siempre, en su casa le habían dicho que tenía más paciencia que un caracol. No sabía, como podían saber si un caracol tenía paciencia o no, lo mismo, los pobres animales son los más nerviosos de la naturaleza y en ese caso, sí se parecería a ellos, era una persona de nervios internos, lo que hacía que su mente estuviese en continua ebullición y para sentir una cierta calma, necesitase sentirse agotada. También sería por eso, que a veces, le decían que agotaba, esto le solía ocurrir en el trabajo, no lo decían con estas palabras, pero le comentaban: ¿no te cansas?, o ¿no estás cansada?. Se movía, iba de un lado para otro, debía tener muy buenas pilas, porque para ella era un problema agotarse.

Llegó cerca de su trabajo y al pasar por el quiosquillo, saludó a la mujer del hombre que vendía cupones. Esa mujer si era feliz, se le notaba en la cara, estaba satisfecha con su vida. No era una vida ni mejor, ni peor, que las demás, pero era la suya y la agradecía y le gustaba hablar con ella, por eso. Había muy pocas personas de las que ella conocía, que estuviesen satisfechas con sus vidas. Siempre pedían más, sin darse cuenta, que con más, no se era más, solo se tenía más, pero se era igual. Ese más que buscaban, estaba en la actitud y el descaro con el que se podían afrontar las situaciones diarias.
Subió las escaleras del trabajo, de un tirón, todas, hasta que llegó a su sitio. Abrió la puerta y al entrar, le pareció todo tan conocido, que hizo que se sintiera aun mejor. Estaba en su medio, no podría haber sido más feliz en otro sitio, en otro lugar, era lo que le gustaba y tenía la gran suerte de poderlo hacer.

Se sentó un momento, abrió el bolso, sacó el teléfono e hizo dos llamadas. Volvió a sonreír y se dispuso a trabajar.

El día le ofrecía muchas oportunidades, entre ellas, la de sentirse bien consigo misma y no iba a consentir que nada ni nadie, estropease el plan que el Universo había decidido ese día poner a sus pies.