Fue la
primera vez que lo vio. La primera impresión que tuvo de él.
Agachado,
viejo, con sombrero. Debió ser alto en su juventud, pero la vida, también le
había cobrado lo suyo en altura.
Lo miró
desde lejos y vio algo más que un bulto, con la frente tan cerca del suelo, que
creyó que se caería. Recogía colillas, esas colillas que tenemos
prohibido tirar, pero que lo seguimos haciendo, pensado que una sola más, no
perjudicará el entorno y que a él le servían para continuar un poco más con su
vida de fumador.
Vio sus
manos y sus tres abrigos puestos como capas de cebolla y miró su cara intentando ver sus ojos. Pensó en él con
ternura. Como debió ser cuando era joven, las personas que lo habrían querido.
Cuando era niño, cuando reía y cuando pensaba en su futuro, sus primeras
ilusiones y logros y pensó en sus padres, en la alegría de tener un hijo y
desear lo mejor del mundo para él.
De pronto, se
acordó del fondo de los soportales de la calle de Correos, donde cada vez que
pasaba había cartones y olor a orines, donde aquella vez, acompañada, dejaron
una gruesa manta y comida en una bolsa de plástico y de la avidez con la que
devoró otra vez, alguien parecido a él
un bocadillo, que dio con tristeza y mano temblorosa, porque el nudo que tenía
en la garganta no la dejaba tragar saliva.
La mujer,
sintió mucha vergüenza por su vida, por la de ella misma. Pensaba, ¿qué había
en el destino, para no ser ella la que dormía bajo cartones o esperando algo de
otros? Eran dos seres humanos iguales, ¿por qué esa diferencia?
¿que había hecho
uno de bueno y otro de malo, para estar así?
Y sintió una
pena profunda y muy grande, más grande que una pena normal de esas que hacen
llorar. Esa no limpiaba los ojos, ni mojaba la cara, esa partía el alma. Era tan fuerte, que no
se podía llorar.
Pensó en
los políticos, putos avaros podridos y corruptos que no tenían alma, ni ojos, ni
dignidad para dejar que la pobreza y la miseria tocaran su país. Pensó en ellos
como sombras dirigidas, marionetas sin caras. Como las sombras de los teatros
chinos antiguos iluminadas con velas. Volvió a sentirse inundada de pena, pero no por ellos, para todo el que consentía
esto, sentía odio y un asco atroz.
Pasó al lado
del hombre que seguía recogiendo colillas y sin que él se diera cuenta ni lo notase
quien iba con ella, lo abrazó muy fuerte y lloró en su hombro.
Al cabo de
unos días, lo volvió a ver, iba con sus capas de cebolla , su mugre y su
sombreo, empujando una bicicleta llena de bolsas, llevaba tantas que le era
casi imposible mantenerla en equilibrio. Más allá, en la larga calle llena de gentes, un viejo
con un acordeón tocaba una canción de Matt Monro “Que tiempo tan feliz”.
Todo le pareció,
una paradoja ridícula.
Dedicado a
alguien, que jamás lo leerá.
He venido a saludarte, esta vez de una forma mas formal. Me gustó tu relato y la tristeza de sentir la injusticia de la vida. No sabría decir quien merece estar en la miseria y quien rodeado de lujos y placeres, pero se que cada persona puede cambiar el mundo con pequeños gestos de amabilidad.
ResponderEliminargracias, yjrivas, tu escribes también y sabes en las cosas que solemos fijarnos, que para los demás pasan desapercibidas.
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