domingo, 29 de septiembre de 2013

PSICOLOGÍA MÉDICA



Recuerdo estas fechas, ahora con una sonrisa en los labios, pero hace algunos años lo hacía aun con temor.

Vivía yo en Cádiz, fue mi segundo año allí y después de tener la experiencia de estar viviendo en el Colegio de Médico, decidimos dos amigas y yo alquilarnos un piso.
La búsqueda de él, supuso una tarea ardua. Éramos tres de carreras distintas, Lola estudiaba químicas en Puerto Real, que era donde estaba entonces esta facultad en Cádiz, Carmen magisterio en el mismo Cádiz capital y yo que estudiaba medicina a cuatro pasos de la facultad.

Un día en mi habitación del colegio médico, donde viví una etapa muy bonita de mi vida y donde nos reuníamos a charlar o a tomar café y que era el punto de referencia para tratar temas importantes, sobre todo asuntos de la sociedad en general. Decidí proponerlo. Era caro para un estudiante vivir allí, yo no quería pedir más dinero a mis padres al igual que ellas y los fines de mes, aun estirando el dinero, eran “fines de mes” en el amplio sentido de la palabra. Siempre nos estábamos pidiendonos dinero unas a otras, esperando a que el ingreso nos llegara, de nuestros padres, o a cobrar las clases extras que dábamos.

Carmen a niños con apoyo escolar después de las clases, Lola daba clases a niños de un nivel superior que ya tenían química en sus colegios y no iban bien y yo como no podía dar clases de Anatomía, Fisiología, ni nada de esos, daba clases de idiomas a grupos reducidos. Pero todas eran clases dadas por estudiantes y por lo tanto mal pagadas. Ahora desde la distancia, veo que fuimos, tres explotadas en nuestros conocimientos, por padres con niños vagos, flojos y consentidos, que querían que todo se lo diesen hecho y servido en bandeja, pero en aquella época ese dinerillo “extra” nos venía muy bien a las tres.

Creo que de ahí viene mi afición a las manzanas, de la cantidad de ellas que tuvimos que comer. Era una fruta barata entonces y además yo conocía en la facultad a un chico, que su padre tenía un campo y siempre me llevaba manzanas, no para mi, que no era yo la que le interesaba, las llevaba para Lola, y todos los días traía una bolsa con seis o siete que yo me encargaba de dárselas a ella y las compartía con nosotras, porque no le gustaban demasiado, vamos, no le gustaban ni las manzanas ni el chico, hasta que un día que habían quedado se lo dijo claramente y se acabó el chollo de las manzanas, pero ya éramos adictas a ellas. Carmen y yo y tuvimos que empezar a comprarlas en el puesto de Enrique, en el mercado de abastos, donde ella iba todos los días, porque tenía que pasar por allí para llegar a su facultad.
El hombre se tuvo que dar cuenta de nuestra adicción a esta fruta. Algunas veces los viernes que yo no solía tener clases , solo practicas y entraba a las diez de la mañana, era yo la que iba. No me preguntaba que quería y cuando tocaba el turno para despacharme, ponía en una bolsa ocho o nueve manzanas de las mejores y más grandes y sin pesarlas y haciendo un leve guiño con su ojo izquierdo, decía : “esto es, lo de ustedes”, siempre nos cobraba un kilo, aunque a veces había dos.
Después de mucho tiempo lo volví a ver en ocasiones, pero la última vez él ya no estaba. Enrique nos solucionó las cenas de “final de mes”, más veces de las que el hombre pueda imaginar.

Pues haciendo cuentas en mi habitación del colegio médico, llegamos a la conclusión de que, con lo que pagábamos allí, por la habitación, almuerzo y cena. Podíamos vivir como reinas, en un piso que alquilaríamos solo las tres. Debía ser grande, cerca de dos facultades, la de medicina y magisterio, porque químicas estaba afuera , en un pueblo.
Nos pusimos manos a la obra y vimos bastantes, pero lo queríamos grande y …dimos con él.
En plena plaza San Antonio, seis habitaciones, dos salones, dos cuartos de baño y uno de aseo, una cocina inmensa y una despensa, como yo nunca había visto, era más grande que la de mi abuela, que creía que era la mujer con la despensa más grande del mundo. Además tenía unos techos altísimos, lo que hacía que aun tuviese más sensación de amplitud.
Esa misma tarde, nos volvimos a reunir. El piso costaba de alquiler, lo que solo una de nosotras pagábamos en la residencia de estudiantes y decidimos tomarlo.

Pero como todas las “gangas” tenía una dificultad. Debajo había un “pub”. Que con el tiempo fue el centro de reuniones con nuestras amistades, ya que la casa, era nuestro templo. 

Era un tercero sin ascensor y todos los vecinos, gentes estupenda y mayores, lo primero que nos dijeron fue :
Que no querían ruidos, ni peleas, ni gritos, ni guitarras, ni música después de las diez de la noche, ni que se tendiera en los patios interiores, que no se tiraran chicles por las escaleras ¿?, que intentásemos estar en la casa antes de las diez de la noche, ¿tendremos llaves? – dije -¡sí! – contestó mirándome a los ojos, el “presi” de la comunidad. A la vez que recibía un suave codazo de una de mis amigas, (era la hora a la que cerraban la puerta de la calle y tenía un pestillo que echaban por dentro  y todos los inquilinos estaban seguros en sus refugios), que no subiésemos las escaleras corriendo (retumbarían nuestros pasos en sus casas), que no se gastara mucha agua (era comunitaria), que no tendríamos acceso a la azotea, que no diésemos carreras en el piso (decían que molestaríamos a los del segundo e incluso a los del primero), después de tantos “que no…”, pregunté, ¿y respirar podemos? La respuesta me la dio Lola con un nuevo codazo en el costado, para que me callase, que fue lo primero que me dijeron, cuando supe que el presidente de la comunidad nos quería conocer, para darnos las normas de convivencia en ese regio bloque de tres pisos, de respetables personas mayores.

Me dijeron: “esta tarde a las ocho, tenemos una cita con el presidente de la comunidad. ¿para qué?- pregunté –quiere conocernos. ¿para qué? Volví a preguntar.-dice que tienen unas normas básicas para vivir allí. ¿por qué? - insistí. ¡mira, tu vienes te presentas, dices buenas noches o buenas tardes si hay sol y no abras la boca para nada!, que como empieces a hacerle preguntas, nos quedamos sin piso. Dices a todo que sí,  sonriendo y ya está.

Me comía por dentro con tantas reglas, normas y tontería del señor Félix, como el mismo se presento. Me sentó tan mal que me dijese : yo soy “el señor Félix”, que yo respondí: y yo “la señorita … le di mis dos nombres, que muy pocas personas conocen y mis dos apellidos”, en ese momento me pareció mi nombre de “pilas” completo, el título de una novela por entregas. Mis amigas mirándome se limitaron a decir su nombre, sin poner el tratamiento de señorita delante.

Comenzó la convivencia entre las tres y todo perfecto, nos llevábamos bastante bien, disponíamos cada una de dos habitaciones y las tareas domésticas compartidas no eran un problema. Fue una época estupenda en mi vida.
Un día de los que casualmente, que eran todos, me encontré al señor Félix en las escaleras, le comenté que por favor no echase el pestillo de la puerta a las diez, acabábamos de tener exámenes, era viernes y esa noche íbamos a salir. ¿a qué hora pensáis volver? - ¡no lo sé!, pero más o menos ¿a qué hora? – insistía. Pero, si no es que no lo quiera decir, señor Félix, es que no lo sé. ¿Lo saben vuestros padres? – me quedé anonadada. Tenía veinte años, estudiaba fuera de mi casa, hacia dos, me sentía independiente, responsable, libre y adulta y ese hombre que yo no conocía de nada me preguntaba, ¿que si lo sabían mis padres? - ¡naturalmente!- dije. Aunque mis padres no sabían nada, me conocían, me habían educados ellos y no tenía que da cuenta de cada uno de mis pasos a nadie.
El hombre nos hizo el favor de no cerrar por dentro, pero cuando volvimos a las cuatro y media de la madrugada y llegamos al tercero, cansadas de tanto bailar y reírnos, escuchamos como salió de su casa para controlar la puerta.

Las cuestiones de la ropa entre las tres era otra cosa. Mi ropa, les estaban bien a las dos y decían que la parte de arriba las rellenaban más que yo, y era cierto, tenían más…como decirlo… más… ”desarrollo personal anatómico” y por eso a veces cuando quería una camisa mía, tenía que ir a los armarios de ellas, pero no importaba, eran mis amigas y la casa era común.

Yo arrastraba una asignatura de primero de carrera una “maría” como se le suele decir, era fácil, pero a mí se me atravesó la asignatura, el aula y el profesor y me pasaba la hora y cuarto mirando por la ventana, observando el drago que había afuera y deseando que pasase pronto el tiempo. Así que me vi en mi última convocatoria de esa asignatura, con todo el miedo del mundo y pidiendo al infinito que ese hombre tuviese algún tipo de accidente, no grave por supuesto, pero que tuviese que ser sustituido por otro, porque si no, no aprobaba ni con un milagro.

Al cabo de unos meses, dejo de dar clases y me asusté por su ausencia. En su lugar vino un recién graduado guapísimo y rubio como un nórdico y todas las chicas, nos quedábamos embobadas en clase, hasta que un día lo recogió su pareja y le estampó un beso tan apasionado en la boca y en las puertas de la facultad, que los que salíamos en ese momento estuvimos asombrados más de dos días, más que nada, porque su pareja era otro chico tan nórdico como él.
El profesor anterior dejo de dar clases porque había sido padres y tomó una baja voluntaria para disfrutar de su pequeño retoño, heredero de sus apellidos y genes.

El examen de mi última convocatoria en esa asignatura, lo harían un jueves, nos presentaríamos solo cuatro, los demás habían decidido dejarla para septiembre, pero yo me la quería quitar de en medio como fuera y decidí presentarme. Esta asignatura pendiente, no me dejaba disfrutar de las que realmente me gustaban y a las que no me costaba trabajo dedicarles todo el tiempo que fuese necesario.

Dije : Lola, si te pones una chaqueta mía, ponte la amarilla, mañana tengo el examen gordo de Psicología Médica y me quiero poner la vaquera que me trae suerte. No te preocupes, tu tranquila no la cogeré. Fue su única contestación – y la creí.
Por las mañanas hacia frio, aunque a las tres de la tarde la chaqueta sobraba. El examen empezaba a las nueve, pero yo iría antes de las ocho, más que nada para repasar las dudas de última hora y necesitaba una “chaquetita”, además la vaquera me traía suerte.
Cuando me dispongo a vestirme, no la encuentro por ningún lado, miraba el reloj y cada vez estaba más nerviosa, no la encontraba. La llamé por teléfono y dijo que no se acordó de la que yo quería.
No me lo podía creer, un examen de última convocatoria con algo de color “amarillo pollo”, eso no me podía estar pasando a mí, era un mal sueño del que no despertaría hasta después del examen.
Fui al dichoso examen con color amarillo. 
Allí los estudiantes de medicina dicen que si pasas, por la iglesia de San Antonio antes de un examen y tocas uno de sus quicios, apruebas. Yo vivía en plena plaza, donde estaba la iglesia y por probar no perdía nada. Me dirigí a un quicio, antes de la puerta principal y de repente una paloma, me dejo una muestra del final de su proceso digestivo completo, en el hombro, pero esa paloma no debía estar bien o le habían echado los niños muchas miguitas de pan, porque la digestión la tenía muy fluida, tanto, que chorreaban los restos que me había depositado encima por toda la delantera de la chaqueta. Me empezaron a entrar sudores fríos y un calor a la vez, que no eran normales para un organismo sano como el mío, me dieron ganas de llorar y una desesperación de ¿y ahora qué hago?, que me dejó sin respuestas para mí misma.
Una señora devota que iba a entrar en la iglesia, me dijo : “ hija, que pena, con lo mona que ibas”, ¿vas a misa?, ¡no te preocupes ante Dios todos somos iguales!.
¡No! -  contesté, si hubiese hablado algo más con la mujer, me hubiese puesto a llorar. 
Por el camino pensaba, si vistos los acontecimientos, no sería lo más sensato volverme y dejarla para septiembre. Pero soy testaruda y había tomado la determinación, de hacer el dichoso examen que me amargaba, cada vez que veía el tocho de apuntes encima de la mesa de mi escritorio. Creo que le he dedicado más tiempo a esa asignatura que a ninguna otra.
Llegué a la facultad sin contar las veces que me preguntaron : ¿qué te ha pasado?, pues estaba claro, la sustancia pastosa lo decía todo. Intentaba limpiarla, pero era peor, se expandía cada vez más. Así que decidí tomarlo como una señal divina de que iba a aprobar el examen.

Entre una cosa y otra, llegue casi a la hora justa, me dirigí al aula cinco de la primera planta y no vi a nadie, pero oí hablar al profesor antiguo con alguien dentro y entré. ¿usted viene al examen de última convocatoria? –sí . Pase y siéntese – ¡no!, espero a mis compañeros afuera, ¡no, si al final la han dejado todos para septiembre!. ¡Se habían rajado!, ¡habían sido todos más listos que yo!, ¡ahora sí que no aprobaba!, un examen solo para mí. Sin oír el ambiente de examen, sin ver gestos de ¡esto de qué va!, sin el murmullo silencioso de las mentes concentradas, y sola en un aula que parecía una sala de cine. Pensé que lo de la paloma no era un presagio de buena venturanza sino de desastre total.

Me pidió el carnet de estudiante y el de identidad, me entregó el de identidad y se quedó con el de estudiante. ¿no sé de quien, iba a copiar? Me indicó un asiento a tres metros del suyo, en primera fila. Donde no me sentaba yo… ni, cuando no había sitio. Definitivamente, todo estaba en mi contra. Me miró y dijo: ¿yo a usted la conozco?, como no me iba a conocer si me había suspendido un montón de veces. Si ya no sabía cómo le iba hacer a este hombre el examen, si me suspendía con 4,7 porque decía que podía dar más y me faltaban esas “decimillas”, tan importantes en una carrera de ciencias, como él decía.
¿Qué le ha pasado en la chaqueta?- “una paloma”, dije seca, total ya me veía suspendida, qué más daba lo que me había pasado.
Me entregó una hoja de examen con diez preguntas teóricas, que cada una era un tema y cinco prácticas, que eran practicas hechas en laboratorio de comportamiento animal. Dijo, tenga, tiene dos horas y media mucha suerte. Eso era lo que yo necesitaba suerte y un milagro, pero de los grandes.

Escribía y escribía como una máquina, ya me daba igual no razonar las respuestas, quería teoría pues teoría al canto. Hice cinco teóricas y tres prácticas y el tiempo corría en mi contra, cuando de pronto, dice, ¿aún no ha acabado?. Me ha dado poco tiempo, para tanto volumen de teoría. Señorita, solo tenía que escoger una y una. Pero usted no me ha dicho nada - comenté. Lo siento, me imaginé que lo sabría. Si usted no dice nada, yo no lo sé. Entregué el taco de folios y me dispuse a salir, de aquel sitio de tortura. ¡Espere, quiere saber su nota! –¡sí, claro!. Leyó por encima solo las prácticas y a los cinco minutos puso un 8,50 sobre diez, que me sentó como un tiro, porque era el peor examen que había hecho en mi vida, de esa asignatura.

Sentí pena por él, yo realmente era una estudiante que me consideraba del montón, salvo en algunas asignaturas que me gustaban mucho y pensé : ¡qué hombre tan triste! ¿a cuantos que realmente valen, les estará amargando la existencia? 

Por lo demás, una de ellas, cuando acabo la carrera encontró plaza en un colegio privado, otra hizo la especialidad de Etnología y yo…bueno mi vida, no tiene nada de especial interés.







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