martes, 12 de marzo de 2013

LLUVIA DE AGOSTO (Cuento)



La niña miró una vez más por la ventana, estaba inquieta como cada vez que esperaba ese día, esa visita.  
Puso sus manos en el marco y poniéndose de puntillas intentó divisar la calle que ya estaba comenzando a ponerse oscura. No vio nada pero permaneció así unos minutos.
Como cada vez que lo hacía, sabía que si permanecía así un tiempo al final vería la luz de algún coche aproximarse. Y ocurrió. Una vez mas ocurrió.

Divisó por fin los faros de un coche y se puso nerviosa. Sera él -pensó- ¡sí seguro que es él!
Se alejó de la ventana, no quería que la viese. El siempre desde que ella, era pequeña, más pequeña que ahora. Le había dicho que ese día iría, que estuviese tranquila, que durante muchos años no le fallaría.
 
Nunca comprendió lo de “muchos años” ella quería que fuese “para siempre”.

Vio como el coche se paró delante de la casa, pero no pudo ver más porque se alejó de la ventana. 
Cogió una chaqueta y se la puso al mismo tiempo que oía el timbre de la puerta.

Cerró su habitación y bajó las escaleras corriendo, tan rápido como nunca quería su madre que lo hiciese, pero no le importó. Era un día especial para ella.

Una vez abajo y antes de que su pie abandonara el ultimo escalón, se quedó mirándolo y sus miradas se cruzaron, dio un salto y se abrazó a él. Siempre había pensado que era una de las personas que mas quería y mas podría querer en el mundo.

Lo rodeó con sus brazos -diciendo- ¡abuelo! ¡creí que ya no venias! El hombre que no era viejo ni tampoco joven  -dijo- todos los años te he dicho que vendré durante mucho tiempo y tienes que creerme, este día es solo para nosotros.

Se inclinó un poco y se puso a la altura de la niña, mirando esos ojos que tanto le gustaban y que cuando ella era feliz le cambiaban de marrón a un verdes oscuro. 
Era el indicativo que toda la familia tenía para distinguir su estado de ánimo y vio que los tenia verdes, ese verde oscuro que tanto le gustaba a él porque le decía que su nieta era feliz.

Con el tiempo descubrió que con unas gafas oscuras, diciendo que le molestaba el sol, nadie tendría que saber jamás como se sentía.

La abrazó, con tanto cariño, que la pequeña llegó a sentir miedo de que fuese la última vez.

Vamos –dijo- dentro de poco ya se hará de noche y seguro que ya hay gentes esperando. La cogió  de la mano y se dirigieron al coche.

El camino no era más de veinte minutos, pero ese tiempo le parecía eterno. Cada poco –preguntaba- ¿queda mucho? Y el hombre no respondía , solo sonreía y a ella que le gustaba verlo sonreír, lo hacía cada vez más a menudo.
De pronto –dijo- ya hemos llegado.

Aparcó donde pudo. No era como su padre siempre tenía que dejar el coche el sitio indicado.

Su abuelo iba a lo esencial, ella lo admiraba además de tenerle un profundo amor, porque él no seguía siempre las normas de los mayores que ella conocía. Con él las cosas eran mas fáciles, nunca le reñía, solo le sugería y eso le gustaba, a su lado se sentía importante y “mayor”.

Al bajar vio el espectáculo que tanto deseaba. La inmensa duna de arena fina. 

Le dio con un movimiento instintivo la mano al hombre y se adelantó unos pasos diciendo -¡vamos abuelo, vamos!
Subieron con algo de trabajo la duna, pero a cada paso notaba como el tiraba un poco de su mano.
Pensó que siempre estaría a su lado para ayudarla a subir.

Y siendo aun pequeña se imaginó la vida como esa gran duna, donde cada paso era un obstáculo superado.

Al llegar a lo más alto, una vez más se asombró de lo que veían sus ojos, era su obsesión, lo único que a su edad le llamaba tanto la atención, “el mar”.
Ya había muchas gentes, muchas. Se repartían por la playa y en la duna. Habían también niños de su edad …y hasta mayores que ella. Los observaba con una sonrisa en los labios, sabía que eso quería decir que pronto empezaría el espectáculo.

Se sentaron los dos en lo más alto. Donde siempre. Y donde ella siempre esos días, se volvería a sentar de mayor sin él.

Y de pronto poco a poco el cielo comenzó su danza, primero aisladas, después otras más seguidas y mas y mas…

Era la “lluvia de estrellas” de cada año, siempre igual pero todos los años distinta.
Cada vez que veía una, le decía a su abuelo ¡mira!, ¡mira! ¿la has visto? Y lo miraba ella a él.

El hombre que conocía ese baile desde hacía muchos años y que realmente no le importaba –decía siempre ¡sí!

Pero lo único que miraba eran los ojos de ilusión de su nieta, donde sí veía reflejada todas las estrellas del universo.

La pequeña volvió la cabeza y se dio cuenta de que su abuelo no miraba al cielo, la miraba a ella. No dijo nada, pero a su edad y en ese momento, comprendió muchas cosas.
  
Se acercó más a él, lo besó en la mejilla y el hombre notó como si una de esas estrellas cálidas y fugases le hubiese rozado el rostro.

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